viernes, 13 de julio de 2012


Rafael Velasco
Política, ¿virtual o virtuosa?


¿Cómo aporta la gestión a mayor igualdad, mayor libertad y más fraternidad? En particular, creo, deberíamos fijarnos en el valor de la fraternidad, el principio menos desarrollado, la hermana pobre de la revolución. 


Rafael Velasco.

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* Rector de la Universidad Católica de Córdoba



He tenido ocasión de visitar los despachos de autoridades del Ejecutivo y del Legislativo provincial y municipal de la ciudad de Córdoba. Una de las cosas que me ha llamado poderosamente la atención es la presencia del televisor, por lo general encendido e instalado en los canales que transmiten noticias locales.

 Por cierto que comprendo que no se trata de una distracción de nuestros gobernantes que matan el tiempo mirando televisión, sino que ese elemento ahí representa una necesidad para su gestión.

Una necesidad imperiosa, dado que lo que salga en esos medios, como en la portada de los medios gráficos o en algún programa radial, condicionará su agenda en los siguientes días.

Me he preguntado cómo se puede gobernar a largo plazo cuando la mirada es tan inmediata. Y me pregunto aún cómo gobernar siguiendo los intereses populares cuando los medios –que instalan la agenda– acostumbran mostrar las cosas de acuerdo con sus propios intereses. Así, finalmente, en la pantalla o en la primera plana de los medios gráficos, estamos viendo la perspectiva de determinadas empresas de comunicación (estatales o privadas) que nos instalan una realidad.

La gestión de los gobiernos consume gran cantidad de tiempo en responder a esos titulares o a esos columnistas televisivos.

De tal modo, se construye un círculo vicioso: titulares, respuesta política, nuevos ecos, nuevos titulares, nuevas acciones políticas.

Leyes que se sancionan a este ritmo, decisiones judiciales que se toman al compás del humor mediático, acciones de gestión en consonancia y una larga lista de etcéteras.

 ¿Es lo que hay? Una de las preguntas que surgen es si debemos conformarnos con la idea de que no se puede hacer otra cosa y que la política es sólo el arte de lo posible, o si es posible intentar algo diferente.

 Personalmente, pienso que si la política no se asienta sobre un profundo fundamento ético, la gestión quedará en buena parte al arbitrio de las circunstancias reflejadas en los medios y, otro poco, rehén de los intereses de las corporaciones.

Hablar de ética en política es un asunto espinoso, lo sé, porque se sospecha de inmediato de una serie de principios “morales” externos a la ciencia política y vividos como algo añadido, una suerte de deber ser artificial.

No me estoy refiriendo en particular a la ética de la no corrupción (que ya es un mínimo deseable), sino a otra dimensión de ética: una ética política, que surja de la misma filosofía política.

Si –como suele decirse– los pilares axiológicos de la democracia representativa occidental hunden sus raíces en los postulados de la Revolución Francesa –igualdad, libertad y fraternidad–, tal vez desde esos pilares debamos plantearnos la pregunta ética.

¿Cómo aporta la gestión a mayor igualdad, mayor libertad y más fraternidad? En particular, creo, deberíamos fijarnos en el valor de la fraternidad, el principio menos desarrollado, la hermana pobre de la revolución.

Hablar de fraternidad en este contexto político puede sonar hasta una ingenuidad. Hoy, que la política se ha convertido para algunos exclusivamente en una herramienta para hacerse con el poder y mantenerse en él, hablar del adversario político como un hermano suena algo inverosímil. Afirmar que el que disiente o critica no es un traidor o un apátrida sino un hermano con otra perspectiva, eso hoy suena extraño.

Sin embargo, hay que internarse en esta extrañeza, hay que intentar algo diferente. Al menos deberíamos intentar lo que Avishai Margalit llama “la sociedad decente”, una sociedad en la que las instituciones no humillen a los ciudadanos (con destratos en los servicios públicos, paros intempestivos, mala atención...) y en la que los ciudadanos no se humillen entre sí.

Pero aun habría que avanzar más en esta dirección fraterna y preguntarse a qué intereses benefician las decisiones que se toman en las instituciones. Mirar beneficiarios y damnificados nos señala con claridad desde dónde se hace la gestión política.

Cuando la política se hace mirando de reojo a los medios o a las fuentes de recursos (a quien tiene la chequera), se ve claramente a quiénes se busca agradar.

Pensar la gestión desde una ética que privilegie la fraternidad, junto con la necesaria igualdad y libertad, debería significar escuchar los gritos ahogados de los postergados, los humillados, los que tienen serias dificultades para hacer oír sus voces.

Atender a los intereses de hermanos sufrientes; gestionar para ellos y desde ellos o desde los intereses sectoriales, es la opción.

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