La sinrazón de la razón
José Ignacio González Faus
Esta reflexión podría llevar como subtítulo “el segundo mandamiento laico”. En el sentido siguiente: es conocido que Jesús de Nazaret, cuando le preguntaron por el mandamiento más importante de todos, se negó a presentar sólo uno. Hay otro mandamiento similar e inseparable del primero: no sólo amar a Dios sino también amar al prójimo como a uno mismo. Hoy quisiera parodiar a Jesús de manera laica y sin meter a Dios de por medio (incluso aunque uno piense que Dios siempre está de algún modo, aunque no lo metamos nosotros). Pero conservando la intuición de que “no hay uno sin dos”.
Si nos preguntan por la norma fundamental de convivencia en los inevitables conflictos de la vida, solemos pensar que lo decisivo es quién tiene razón. Si tengo yo razón, conflicto resuelto; y si persiste la confrontación, toda la culpa será de la otra parte. Pues no. Junto al punto decisivo de tener o no tener razón, hay otro igual de importante: qué uso hago de la razón que tengo. Y ahí solemos fallar todos: usamos tan mal la razón que tenemos que acabamos perdiéndola total o parcialmente.
Un primer uso erróneo de la propia razón consiste en creer no sólo que tengo razón sino que tengo toda la razón. Reaccionando así perdemos el único camino de reencuentro, que discurre por lo que sugiere el significado etimológico de la palabra “diá-logo”: dejarse atravesar por la razón del otro. La cual no negará mi razón pero puede matizarla, situarla o completarla. Cuando ambas partes se dejan atravesar de veras por la razón del otro (cuando dia-logan) brota la reconciliación. Pero hoy vamos a fijarnos en otras sinrazones que se producen cuando uno tiene prácticamente toda la razón, o está, como decimos, “cargado de razón”. Veamos algunos ejemplos de estas otras sinrazones.
Después de la barbarie del 11S es innegable que los EEUU estaban cargados de razón contra un sector del mundo islámico. Parece igualmente claro que perdieron casi toda esa razón con la barbarie de Guantánamo. Obama lo reconoció cuando prometía el cierre de Guantánamo como uno de sus primeros objetivos si llegaba a la presidencia. Que no lo haya cumplido (por impotencia o por incoherencia) confirma de rebote la sinrazón de aquella cárcel: las promesas de Obama resultaron ser “un homenaje del vicio a la virtud”, según la definición que daba Tanqueray de la hipocresía.
Hace meses hablé en estas páginas de la sinrazón que supone la existencia de ETA, aun reconociendo la realidad de un “conflicto vasco”. Pero la coherencia obliga a reconocer que el gobierno de Felipe González perdió parte de su razón cuando recurrió a los GAL como forma de lucha contra ETA. Y hoy, la barbarie etarra tampoco es razón para que el PP exija una vinculación total con su afán de humillar a ETA sin condiciones, y anatematice como “equidistancia” cualquier intento de facilitarles la desaparición (con políticas de presos etc. Pues equidistancia significa situarse exactamente a mitad de camino; mientras que la honradez puede exigir situarse más, o mucho más, cerca de unos que de otros sin llegar por eso a la identificación total.
Pasando del campo político al eclesiástico, la institución eclesial y alguno de sus jerarcas resultan hoy criticables y a veces hasta escandalosos; pero ello tampoco es razón para que las críticas se conviertan en descargas de la propia adrenalina, o en excusa para ciertos ateísmos movidos en realidad por otras razones que ellos prefieren no confesarse.
Si de los campos institucionales pasamos a los personales, los peligros de esa sinrazón son aún mayores. Ignacio de Loyola dijo que fundaba la Compañía “para reconciliar a los desavenidos”: y a uno le vienen ganas de responder “¡imposible!”. En casi todos los conflictos en que te ves implicado, las partes exigen no sólo que se reconozca su razón sino que se justifique también su modo de reaccionar. Se exige el “totalmente conmigo”. Y si no, te acusan de “totalmente contra mí”: la otra parte no tiene nada de razón porque la tengo yo toda. Así no hay reconciliación posible.
Nuestro inconsciente es tan sutil que, a veces, va incluso más allá: no sólo absolutiza la propia razón sino que recurre a la provocación para privar de razón al otro: si temo que tengas razón contra mí, intentaré provocarte hasta que reacciones de manera injusta, para luego agarrarme a esa injusticia y pretender que soy yo quien tiene la razón. Los conflictos de pareja se ven a veces marcados por esta sutil manera de proceder, quizás inconsciente.
Cada quien conocerá sus ejemplos. Aquí sólo pretendíamos subrayar que no todo está resuelto con tener razón. Es preciso también integrar la razón que pueda tener la otra parte. Y sobre todo, hay que procurar no perder la razón que tengamos por el mal uso que hacemos de ella.
Un segundo mandamiento casi más difícil que el primero….
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