domingo, 15 de julio de 2012


El elefante blanco. 
La fe y el compromiso social se dan la mano

Peio Sánchez Rodríguez



Una propuesta bien intencionada que mantiene la tensión narrativa y que propone un modelo de compromiso creyente y social basado en la independencia y la reconciliación sostenido sobre un fondo de fe. Con unos personajes a veces excesivamente simplificados y previsibles, dejando algunos cabos sueltos en el guión y con irregularidades en la realización, comparte momentos tensos y vibrantes al estilo de “Ciudad de Dios” (2002) de Fernando Meirelles con otros más interiores que buscan profundizar en las motivaciones de los personajes. El resultado es interesante, pero falta profundidad expresiva y simbólica, en un relato demasiado plano donde incluso el sugerente final abierto no acaba de redimir una historia que tenía muchas más posibilidades.


“El elefante blanco” toma su nombre de un gran hospital nunca terminado y abandonado que se convierte en el símbolo de una villa miseria. Se trata, como indica la dedicatoria final, de un homenaje al padre Carlos Mugica, sacerdote argentino profundamente comprometido que vinculado al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, ejerció su ministerio en Villa de Retiro, un barrio marginal de Buenos Aires, donde murió asesinado en 1974 presuntamente por la Triple A, en un crimen que nunca fue esclarecido.


 La narración se basa en la relación entre dos sacerdotes: Julián, valioso como casi siempre Ricardo Darín en el papel del trasunto del padre Mugica, y Nicolás, poco convincente y fallido Jérémie Renier. Julián recoge a Nicolás, herido y destrozado interiormente, después de que este sobrevive a una matanza de campesinos en la selva amazónica. Gravemente enfermo Julián ve en su amigo y discípulo Nicolás el sucesor para su obra en una parroquia y un barrio, Villa 31, marcado por la violencia y la pobreza. Allí colabora como asistente social Luciana, interpretada sugerentemente por Martina Gusman, aunque en un papel que deja a su personaje en un terreno siempre secundario. El desgaste de una situación de miseria radical va marcando el itinerario de los personajes que cada vez se enfrentan a más sufrimiento y el proceso de unos acontecimientos de la lucha por la dignidad y la justicia reclama una fe como para mover montañas.


 La descripción de la vida de los curas en las villas miseria en muy interesante. Su misión de acompañar y estar presentes en la vida ordinaria de una situación de intensa pobreza desde la eucaristía y la oración en muchos momentos exige la búsqueda de salidas sean en la rehabilitación de chicos toxicómanos, en la construcción de viviendas dignas o en la mediación en las luchas de bandas de traficantes. Todo ellos les coloca en permanente tensión y peligro obligados a ser mediadores en un mundo roto y desquiciado.


 La fidelidad al mensaje del padre Mugica se concentra en una máxima mostrada en diversas ocasiones: “Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz”. Este tono marca la figura de Julián como un alter Mugica. De aquí su tono conciliador y siempre atento al sufrimiento de los más pobres. La cinta intenta profundizar en las motivaciones creyentes y muestra momentos de oración donde se contrasta la dureza de la vida con la presencia del Dios que acompaña. La presencia de Nicolás, más impulsivo y apasionado, supone un contraste que apunta a resaltar el valor de las opciones del padre Julián. El resultado es una mirada equilibrada: realista para denunciar la pobreza y la injusticia, moderada para no demonizar simplificando, compleja para mostrar las distintas implicaciones de culpas y responsabilidades.


 En mi opinión hubiera sido más profunda y veraz emprender una presentación directa de la vida del padre Mugica, sin acudir a una copia de ficción. La experiencia de películas como “Romero” (1989) de John Duigan o la más reciente “Popieluszko. La libertad está en nosotros” de Rafal Wieczynski, muestra que el carácter biográfico permite ganar en autenticidad dramática. Por otra parte, la reconstrucción en ficción de antagonistas como Nicolás no termina de funcionar como ya pasó en “Encontrarás dragones” dirigida por Roland Joffé. Además nuevamente en películas que abordan la misión sacerdotal se denota poca profundidad espiritual, con lo que se tienden a simplificar de forma bien intencionada la experiencia de fe que sustenta la motivación de los personajes. Algunas películas recientes como “Disparando a perros”, “De dioses y hombres”, “Cartas al padre Jacob” lo han logrado. Otras lo han apuntado sin terminar de acertar como “Las manos” de Alejandro Doria o “El elefante blanco” que nos ocupa.


 Con todo es una película interesante desde el punto de vista del cine espiritual reciente. La presentación veraz y compleja del testimonio cristiano, el servicio evangélico de solidaridad con los más pobres, la entrega generosa de los cristianos y de los sacerdotes, la realidad de la sangrante de la injusticia y la fuerza de la fe que reclama y fundamenta la ética aparecen mostradas con sencillez y trasparencia. Lástima que cinematográficamente sea bastante limitada y el guión, víctima de la complejidad y el equilibrio, pierda en dramatismo y profundidad. Aunque no deja de ser sorprendente y destacable que en esta hora se presente a un sacerdote como modelo de ética, algo que se ha de agradecer. Probablemente porque Pablo Trapero, su director, hace cine, y buen cine, desde América Latina.

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