jueves, 9 de enero de 2014

Un comentario sobre la Exhortación Apostólica « Evangelii gaudium »
Mariano Delgado
Miembro de la Academia Europea 
de las Ciencias y de las Artes. 


El papa Francisco tiene un sueño: comprende la encarnación de Hijo de Dios como una invitación a «la revolución de la ternura» (88 : citamos el texto español) y como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro envía a todos los miembros del Pueblo de Dios un escrito muy personal (« sueño...», « quiero... », « invito... », « exhorto... », « ruego... », « espero... » etc.) para contarnoslo y animarnos a creer « en lo revolucionario de la ternura » (288) y a anunciar esa Buena Nueva al mundo, para abrir una nueva etapa de la evangelización y del camino de la Iglesia por la historia, que esté marcada por la alegría del Evangelio y que pase « de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera » (15), como dice con el documento de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida (2007).

Francisco quiere que nosotros como Iglesia nos atrevamos más a « primerear », es decir a « tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos », pues la Iglesia « vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fru¬to de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva » (24).

La invitación no nos llega en forma de un documento doctrinal urbi et orbi (Encíclica), sino como una « Exhortación », que por una parte recoge los resultados del último Sínodo de los Obispos « La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana » (octubre 2012) y por otra se presenta como una especie de « programa » de su pontificado. El estilo está en la tradición del « magisterio pastoral » iniciado por Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, rico en metáforas, citas bíblicas y del Concilio, alusiones al tesoro espiritual-místico de la Iglesia, al magisterio de los últimos papas (no sólo al de los dos predecesores inmediatos, sino también al de Juan XXIII y sobre todo al de Pablo VI, ese gran papa tan olvidado, que condujo el Concilio a buen puerto y mantuvo con inteligente prudencia el timón de la « Barca de Pedro » en los procelosos primeros años del postconcilio, y que nos regaló además con Evangelii nuntiandi (1975) la carta magna para la evangelización en en el mundo de hoy), al magisterio de Conferencias Episcopales nacionales y continentales (de Latinoamérica y el Caribe, de Brasil, EEUU, Francia, India, Filipinas, Congo), a algunos padres y doctores de la Iglesia (Ireneo, Ambrosio, Crisóstomo, Augustín, Isaac de Stella, y sobre todo a un refrescante Tomás de Aquino que es presentado como valedor de la doctrina conciliar de la « jerarquía de verdades »), y finalmente a algunos autores (Juan de la Cruz, Georges Bernanos, Tomás de Kempis, John Henry Newman, Henri de Lubac, Pedro Fabro, Romano Guardini, Teresa de Lisieux y el jesuita hispano-argentino Ismael Quiles, fallecido en 1993 y que ha sido uno de los grandes mediadores entre el cristianismo y el budismo) que pertenecen probablemente a sus libros de cabecera.

La invitación
Francisco sabe que en los tiempos que corren el Kerygma (160-168), es decir el núcelo del mensaje cristiano, debe ser presentado de la forma más clara y atrayente posible, siendo para ello necesario « un nuevo estilo ».

Francisco quiere presentar dicho estilo evangelizador e invitarnos a asumirlo « en cualquier actividad que se realice » (18). El hilo conductor es la alegría de un Padre, « que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos » y que por eso mismo envía a su Hijo como « Buen Pastor » (237). La iniciativa parte por tanto de Dios, que « nos amó primero » (1 Jn 4,19). En el encuentro personal con el amor de Dios en Jesucristo está « el manantial de la acción evangelizadora » (8). Francisco cita (7) una memorable doctrina de Benedicto XVI en su Encíclica Deus caritas est (1): « No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva ».

En tiempos del diálogo interreligioso con el Judaismo y el Islam, no se puede olvidar que el cristianismo no es una religión del « Libro », sino una que invita al encuentro personal con el amor de Dios en Jesucristo, en quien se halla « la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios », como dice Francisco (11) con Rm 11,33. Con una cita de San Juan de la Cruz, Francisco nos invita a explorar permanentemente esa profundidad cirstológica: « Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro » (11, CB 36,10). Pero Francisco no cita la fina crítica del doctor místico a la Iglesia de su tiempo: « que por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir, y aún por entender, y así, mucho que ahondar en Cristo » (CA 36,3); y que Cristo es muy poco conocido « de los que se tienen por sus amigos » (2 S 7,12) - con lo que el doctor místico pensaba en los autoritarios prelados y clérigos amantes del boato y de las prebendas así como en los teólogos con avizado ojo inquisidor, pero poca experiencia espiritual.

Francisco pretende sobre todo fundamentar la necesidad de la evangelización no tanto en « mandatos misioneros », sino en la experiencia del amor: quien ha experimentado en el encuentro con Jesús la ternura del amor divino, no puede dejar de trabajar por la transformación del mundo a la luz de dicho amor. Ese concepto de evangelización o misión converge con la experiencia mística de Santa Teresa (a quien Evangelii gaudium, sin embargo, no cita): después de haber experimentado el amor de Jesús « hasta los tuétanos » (5 M 1,6), como ella misma decía en expresión castiza, sintió « deseos tan grandísimos de emplearse en Dios » (6 M 4,15) y conducir a muchas personas a él. Dice que « se querría meter en mitad del mundo » (6 M 6,3) para participar en la misión apostólica de la Iglesia y anunciar cuan bueno y misericordioso es el Señor. Teresa lamentó mucho que ella y sus hermanas no pudieran « enseñar ni predicar, como hacían los apóstoles » (7 M 4,14)

¿Hemos comprendido realmente que las mujeres no participan menos que los hombres en la misión apostólica de la Iglesia? Francisco invita a todos los cristianos a participar en la « revolución de la ternura » y quiere reforzar el papel de la mujer en la Iglesia. Dice que « todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia » (103).

Pero al mismo tiempo resalta - quizá para dejar claro al comienzo de su pontificado lo que no puede pertenecer a su sueño de Iglesia - que el sacerdocio « como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión » (104). Muchos católicos y católicas quedarán decepcionados por una afirmación tan apodíctica que, en contra del sentimiento cultural de la modernidad, declara « tabú » algunos temas. Pero pueden, si quieren, pensar en Santa Teresa y no desfallecer, pues Francisco, por otra parte, muestra una conciencia de la importancia de la mujer en la Iglesia hasta ahora desconocida en el papado.

Reforma de la Iglesia bajo el signo de una hermenéutica de la evangelización
Su sueño incluye, por ejemplo, una reforma de la Iglesia bajo el signo de lo que yo llamaría una hermenéutica de la evangelización y que es también la hermenéutica del Concilio Vaticano II (cf. Mariano Delgado / Michael Sievernich (Hg.), Die grossen Metaphern des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ihre Bedeutung für heute, Freiburg i.Br. 2013, 29-32), pues el aggiornamento tenía como meta una mejor evangelización del mundo de hoy: « El Concilio Vaticano II presentó la conver¬sión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo » - escribe Francisco (26) apoyándose en el principio conciliar de la « jerarquía de verdades » en Unitatis Redintegratio 6. Como ya dijo en su famoso discurso del preconclave, Francisco no desea una Iglesia autoreferencial y narcisista que se ocupe de si misma, sino una Iglesia que haya comprendido realmente lo que decía el Concilio: que es « signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano » (Lumen gentium 1); que « se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia » y que por tanto comprende « los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren » como « gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo » (Gaudium et spes 1) ; que está para continuar la misión de Cristo, « quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido » (Gaudium et spes 3).

Francisco prefiere « una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. » Espera que más que el temor a equivocarnos « nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: « ¡Dadles vosotros de comer! » (Mc 6,37) ». (49)

Francisco sueña « con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. » (27) Francisco es consciente de « la necesidad de avanzar en una saludable « descentralización » » (16), que conceda más autonomía a las Conferencias Espiscopales y a las Iglesias locales.

Algunas cosas nos recuerdan lo que que decía Karl Rahner sobre las « Iglesias particulares » (Teilkirchen), que en « la doctrina, la vida y el culto » deberían tener derecho a caminos propios, mientras salvaguarden la comunión fundamental con el Obispo de Roma. Un modelo existe ya dentro de la Iglesia católica con las Iglesias católicas de rito oriental. Es también muy saludable su crítica « de un excesivo clericalismo », que mantiene a los laicos, que llama « la inmensa mayoría del Pueblo de Dios », « al margen de las decisiones » (102).

Habrá que ver si esto vale también para la elección de los obispos. Suena bien su deseo de pastores von « olor a oveja » (24). Y Francisco habla además de una « conversión del papado » (32) en el sentido de mayor colegialidad y servicio al ecumenismo en el ejercicio del Primado. Francisco reconoce que desde la Encíclica Ut unum sint (1995) « hemos avanzado poco en ese sentido », y afirma con rotundidad: « También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. » (32).

Se ve, pues, que la « conversión pastoral y misionera », de la que habla Francisco con machacona insistencia (25, 27, 30, 32), es lo esencial, y de ella depende todo. Se trata de « avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están » (25), es decir, de la necesidad de una profunda conversión o metanoia. Como los profetas, Francisco quiere despertar a la Iglesia y ponerla « en todas las regiones de la tierra en un estado permanente de misión » (25), como dice citando Aparecida. Y esto incluye también estar dispuestos a despedirnos de aquellas estructuras eclesiales, « que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador » (26). En esto consiste la reforma de la Iglesia bajo el signo de una hermenética de la evangelización.

En su homilía del 6 de julio de 2013 en Santa Marta, Francisco ha dejado entrever hasta donde puede llegar su sueño de un papado « petrino y paulino », que conjugue el velar petrino por la unidad de los cristianos con la audacia paulina por buscar nuevos caminos para la evangelización. Francisco recordó primero las palabras de Jesús sobre los nuevos odres, que son necsarios para el vino nuevo (Mt 9,17), y habló después sobre el Concilio de Jerusalén: « En la vida cristiana, y también en la vida de la Iglesia, hay estructuras antiguas, estructuras caducas: ¡es necesario renovarlas! Y la Iglesia siempre ha estado atenta a esto, a través del diálogo, con las culturas ... Siempre se deja renovar de acuerdo con los lugares, los tiempos y las personas. ¡Esto siempre lo ha hecho la Iglesia! Desde el primer momento: recordemos la primera batalla teológica: ¿para convertirse en cristiano se debe hacer todo el proceso judío, o no? ¡No! ¡Dijeron que no! » En los mismos albores de su historia, la Iglesia nos ha enseñado a no tener miedo « a la novedad del Evangelio! ¡No tengan miedo de la novedad que el Espíritu Santo hace en nosotros! ¡No tengan miedo de la renovación de las estructuras! La Iglesia es libre: la lleva adelante el Espíritu Santo ».

Cristianismo mesiánico-profético y samaritano
En la segunda y la cuarta parte de Evangelii gaudium, Francisco nos presenta su visión de un cristianismo que podriamos llamar « mesánico-profético y samaritano ». Hace 500 años, los misioneros españoles lo llevaron al « Nuevo Mundo », aunque en vasijas de barro. En el adviento de 1511, el dominico fray Antón Montesino intentó despertar en Santo Domingo las conciencias de sus compatriotas con estas incisivas cuestiones: « ¿Éstos, no son hombres? ... ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ... ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? »

Hoy, el papa del « confin del mundo » ha traido ese cristianismo a Roma y nos repite esas cuestiones ante nuestra impasibilidad frente a los dramas que sacuden a diario a los pobres y excluídos de nuestras sociedades. Su vigoroso « No » frente a algunos desafíos del mundo actual (No a una economía de la exclusión: 53-54; No a la nueva idolatría del dinero: 55-56; No a un dinero que gobierna en lugar de servir: 57-58; No a la inequidad que genera violencia: 59-60) se encuentra en la tradición de la doctrina social de los últimos papas - y lo mismo vale para las palabras de Juan Crisóstomo con las que Francisco intenta despertar las conciencias de los expertos financieros y gobernantes de los diferentes países: « No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos ». (57)

Pero al cristianismo mesiánico-profético y samaritano pertenece también el « No » que Francisco dirige a los mensajeros del Evangelio: No a la acedia egoísta (81-83); No al pesimismo estéril de los « profetas de calamidades » (84-86); No a la mundanidad espiritual (93-97); No a la guerra entre nosotros (98-101).

Especialmente importante es para Francisco su « No » a una sociedad y a una Iglesia que no se ocupan preferencialmente de los pobres y excluídos. Lo que dice Francisco está en la línea de la Iglesia samaritana que deseaba Pablo VI en su discurso de cancelación del Concilio y que ha inspirado a la Teología de la liberación. Pero Franciso no cita autores de dicha teología, sino la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Libertatis Nuntius (1984) así como la Encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) y el Documento de Aparecida (2007). Quiere resaltar, pues, que la opción preferencial por los pobres y excluídos es una opción cristológica que pertenece al núcleo irrenunciable de un cristianismo mesianico-profético y samaritano.

Mientras que los Lineamenta, el esbozo preparatorio del Sínodo de los Obispos de 2012, contenían muchos « mandatos misioneros », pero no citaban para nada las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21) con las que él mismo nos dice para qué ha sido ungido por el Espíritu del Señor, ni su discurso en Mt 25, en que nos habla de su presencia « sacramental » en los pobres y excluídos... esos textos contienen para Francisco la espiritualidad de su sueño eclesial.

Lo especial no es la insistencia en la opción preferencial por los pobres, sino la manera en que Francisco lo hace. Habla de la necesidad de una cultura del amor al prójimo, de la « compasión », de la fraternidad y de la solidaridad, pero sobre todo de una « atención amante » y de « amistad » con el pobre, « considerándolo como uno consigo »: « y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses per¬sonales o políticos » (199) - y esto la diferencia del « mero asistencialismo » (204).

Innovadora es también la forma en que Francisco - y con ello sigue la tradición de la variante de la Teología de la liberación nacida en Argentina y que postula un escuchar la sabiduría del pueblo - desea una « Iglesia pobre para los pobres », pues « ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. » (198)

La importancia de la audacia paulina
La larga, quizá demasiado larga Exhortación Apostólica contiene muchas otras cosas que en un comentario abreviado tienen que quedar al margen: una lección muy personal de homilética, en la que el papa comparte su experiencia como predicador; disquisiciones sobre el discernimiento y acompañamiento espiritual que recuerdan la sabiduría mística de Juan de la Cruz (Dios es el que actúa y nos atrae con su ternura, nosotros debemos limitarnos a sembrar el evangelio y acompañar discretamente la acción de Dios, sin ser un estorbo, esperando confiademente el tiempo de la cosecha: « El tiempo es el mensajero de Dios », escribe Francisco con Pedro Fabro, 171); su invitación urgente a vivir una Iglesia misericordiosa que invite al encuentro con Jesús en lugar de apostrofar siempre con el índice moral (más misericordina y menos moralina) ; una crítica del capitalismo y la economía de mercado que a algunos les parecerá muy poco diferenciada ; unas consideraciones sobre el dialogo con el estado y la sociedad, el mundo de la cultura y la ciencia, las otras Iglesias y religiones - y todo ello enmarcado en el estilo retórico y grandilocuente de los documentos del CELAM y de los obispos latinoamericanos, no siempre apropiado para hacerse entender bien en culturas acostumbradas a un lenguaje más sereno. Francisco está convencido (18, 185) de que la prolijidad practicada corresponde a la importancia de los temas tratados. El también Jesuita Baltasar Gracián sería probablemente de otra opinión.

Mientras que Juan Pablo II 1983 exhortó a los obispos de Latinoamérica y el Caribe a poner en marcha una Evangelización « nueva en su celo, en sus métodos y en sus formas de expresión », Francisco nos invita a abrir « una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa » (261). Mucho dependerá de la « audacia paulina ».

Cuando Francisco de Asís se dirigió en 1209 con « doce » hermanos a Roma para pedir al papa Inocencio III la aprobación de su regla y forma de vida, aquel poderoso papa, que por primera vez en la historia había reclamado para el papado de forma exclusiva el título de « Vicario de Cristo », tuvo un sueño: la Iglesia se desmorona, pero el Poverello logrará detener el proceso y reconstruirla. Todos conocemos el magnífico fresco de Giotto. Ahora, otro Francisco, y esta vez como papa, tiene un sueño digno del Poverello: sueña con una conversión pastoral y misionera « capaz de transformarlo todo » (27) y de poner en práctica la « revolución de la ternura » que llega al mundo con la ercarnación. Teniendo en cuenta las estructuras de la Iglesia católica dependera mucho en la renovación eclesial de que el mismo papa comprenda su ministerio como un « Tuciorismo del cambio » (Karl Rahner) y no muestre sólo responsabilidad petrina por la unidad, sino también audacia paulina para inaugurar las reformas inaplazables como lo hizo Pedro en el Concilio de Jerusalén - incluso si los fariseos de hoy en nombre de la tradición rechazan las reformas (cf. Hechos 15,5).

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