miércoles, 22 de enero de 2014

La Teofanía del día cuarenta

José Manuel Bernal
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Casi todos los curas anunciaban el domingo pasado que ya había terminado el tiempo de navidad y que comenzaba el tiempo ordinario. Y tenían razón. El nuevo calendario romano dice taxativamente que «el tiempo de navidad termina el domingo que sigue a la fiesta del seis de enero». Así se recoge en todos los libros de la liturgia reformada.
Sin embargo, deseo expresar yo aquí una pequeña reserva. La hago con todo el respeto que me merecen los expertos que elaboraron la reforma. Quiero hacer referencia a la fiesta del día 2 de febrero, la fiesta de la Purificación de la Virgen, o fiesta de la Candelaria¸ como la veníamos llamando hasta que la reforma conciliar le cambió el nombre. Ahora la fiesta del dos de febrero se llama «Presentación del Señor»; y no se considera fiesta de la Virgen, sino fiesta del Señor.
Esta fiesta, de origen oriental, llevaba originariamente el nombre de Hypapante, expresión griega que significa “encuentro”. La fiesta pasó a occidente a finales del siglo VII; pero, no solo pasó la fiesta, sino también el nombre, como atestiguan algunos libros litúrgicos antiguos del siglo VIII, como los sacramentarios gregorianos.. En esta fiesta se celebraría el encuentro del Señor con su pueblo, representado en las figuras emblemáticas del anciano Simeón y la profetisa Ana.
Para entender el sentido profundo de esta fiesta deberíamos enmarcarla en el contexto global de los grandes eventos que celebran la manifestación del Señor: la revelación a los magos; la gran teofanía en el Jordán, en el momento de su bautismo, «cuando es declarado hijo predilecto del Padre; y la manifestación a los discípulos, en las bodas de Caná.
La liturgia del ciclo natalicio nos invita a interpretar este conjunto de acontecimientos, no en la crudeza histórica de los mismos ni en el rigor cronológico de su desarrollo. Todos ellos, junto con la evocación del encuentro del Señor con los ancianos en el templo, representan el gran misterio de la manifestación del Señor, su irrupción visible en la historia de los hombres, la revelación del proyecto salvador de Dios llevado a cabo en Jesús de Nazaret. Ese es el contenido de este gran ciclo de la manifestación, de la gran epifanía de un Dios que ama y libera. Eso es lo que creemos, lo que confesamos, lo que anunciamos y lo que celebramos.
En este conjunto de eventos hay que situar la fiesta de la Hypapante, del «Encuentro del Señor». Porque la fiesta del 2 de febrero, no es simplemente una fiesta de la Virgen, sino una fiesta del Señor. Por eso aquí la queremos llamar la teofanía del día cuarenta. Aunque la referencia al número cuarenta contenga aquí una referencia a la legislación judía, para nosotros, en este caso, lo importante no es precisamente el cumplimiento de la ley, que María llevó a cabo presentándose en el templo para someterse a la purificación legal; para nosotros, desde el sentido original de la liturgia de este día, lo importante es el gesto de Jesús manifestándose a los representantes de su pueblo. Así lo proclama en su canto el mismo Simeón: «Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Teofanía del día cuarenta. Ese día, el día 2 de febrero, concluye la gran teofanía, la gran fiesta de la manifestación del Señor que celebramos año tras año. Al margen de la cronología de los hechos y de su relación histórica; más allá también del rigor de las normas litúrgicas, nosotros queremos ir al fondo del asunto y celebrar que Dios, ese Dios de amor y de misericordia, se nos ha manifestado y se nos ha hecho presente en Jesús de Nazaret, al que nosotros confesamos y reconocemos como Señor. Ese misterio de la manifestación culmina el día dos de febrero, la fiesta de la gran teofanía del día cuarenta.

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