miércoles, 29 de enero de 2014


                                Andrés T. Queiruga
Orar cristianamente los salmos
"Orarlos hoy, apropiándose los sentimientos de Jesús"

  
En la baraúnda de temas que nos asaltan cada día, me ha alegrado ver el artículo con que Hilari Raguer comenta el rezo de los Salmos, al hilo del recuerdo de un amigo entrañable. Es una llamada al reposo interiorizado, al rezo comunitario, para apropiarse su riqueza espiritual, de raíces hondísimas en la piedad bíblica e incluso en la historia religiosa humana (orad con el salmo 104 y recordad a Akenatón).

Indica muy bien la que, con razón, considera "la regla de oro de la salmodia", llamando, apoyado en Juan Casiano, a "rezar los salmos como si fueras tú el autor". Y eso significa: con palabras que salgan directas de tu corazón, que puedas pronunciarlas de manera que reflejen los sentimientos, afectos, deseos y propósitos que nacen -o quieres y buscas que nazcan- ante la presencia del Dios-Abbá que nos ha revelado Jesús. Por eso habla de relectura cristiana, señalando la necesaria pedagogía, en dos pasos: primero, explicar el sentido literal, histórico, o sea lo que aquel salmo decía a los israelitas; después orarlos hoy, apropiándose los sentimientos de Jesús.

Me ha alegrado leerlo, repito, porque enlaza con una honda preocupación, que me acompaña hace tiempo y que mis amigos, los monjes de Sobrado, conocen bien. Porque esa distinción en dos momentos me parece fundamental. Y por eso pienso -aunque en este punto no sé si Hilari concuerda o no plenamente conmigo- que deben ir separados en el tiempo. Estudiarlos, primero, en su literalidad, para comprenderlos, bien situados en su contexto o, como diría Gadamer, en su propio horizonte.

Aprender así de su inmensa riqueza positiva, pero ser también conscientes de sus límites a la luz de la revelación alcanzada en Jesús. El estudio puede y debe aprovecharse en la reflexión, como pedagogía en el camino de la fe y acaso como autoexamen para detectar lo mucho que siempre nos queda por evangelizar en nosotros mismos.
Sin embargo, a la hora de orarlos, de pronunciarlos como si nosotros mismos fuésemos el autor, no podemos decir cosas que -por expresar exclusivismo e incluso odio o por insistir en un intervencionismo divino- ya no responden a lo que desde el Evangelio comprendemos como adecuado para pronunciar ante el Señor o para desearlo como ideal para nuestra vida. No creo que en este segundo momento valgan interpretaciones artificiosas, pretendiendo que ciertas expresiones no dicen lo que dicen o haciendo transposiciones que perturban el fluir orante y, lo que es peor, no pueden engañar a la imaginación. Con el peligro de estar poblándola de fantasmas, que, como un veneno sutil, pueden hacer mucho daño.

Por lo demás, esto es lo que ha hecho ya en parte la Iglesia, excluyendo del Oficio algunos salmos o suprimiendo determinados versículos. El problema es que esa solución es parcial. Me parece que lo verdaderamente adecuado -para la oración y solo para ella- es retraducirlos desde la revelación que culmina en el Evangelio. Así la oración podrá brotar espontánea y las "aplicaciones personales" serán para nuestro espíritu una evangelización íntima que, como un rocío o un orballo persistente, vaya fecundándolo día a día.

Soñé siempre con esa "traducción" y, por fin, mi amigo Manolo Regal, hombre de una exquisita e inagotable sensibilidad oracional, se ha decidido a realizarla. El libro, publicado primero en gallego por la editorial Galaxia y poco después en castellano por Desclée, ya ha sido anunciado aquí, en Religión Digital.

Como sé que estas cuestiones son muy delicadas, la amplia Introducción del traductor lleva antepuesto un prólogo mío, que trata de aclarar y justificar esta propuesta de una manera algo más detallada. Lo pongo aquí para aquellas personas que puedan estar interesadas.


SENTIDO Y NECESIDAD 
DE UNA 
"TRADUCCIÓN CRISTIANA" 
DE LOS SALMOS

Difícilmente se encontrará en la literatura universal un escrito religioso de tanta riqueza espiritual y de tanto influjo histórico como el libro de los Salmos. En él se reflejan no sólo las esperanzas, alegrías, dudas, angustias y rebeldías de orantes excepcionales, sino también la historia secular de todo un pueblo en su relación con Dios. No es de extrañar que, con el tiempo, se convirtiese en uno de los libros oficiales en la liturgia de la Iglesia, de manera que en la recitación de los Salmos se ha alimentado y continúa alimentándose una buena parte de la espiritualidad cristiana.
Incluidos en la Biblia, los Salmos hacen muy explícita una dimensión fundamental de la revelación. Mientras el mensaje profético se expresa como palabra de Dios hacia las personas -"escucha, pueblo mío", "así dice el Señor"-, la oración de los Salmos presenta la palabra humana dirigiéndose a Dios, tal como es ella: adorante, agradecida, angustiada, suplicante. Va, pues, de abajo hacia arriba; pero es también revelación, porque constituye ya siempre una respuesta suscitada e inspirada por la presencia viva y salvadora de Dios. Los Salmos revelan la subjetividad humana en cuanto abriéndose a esa presencia: muestran el modo justo, verdadero y auténtico de acogerla, de invocarla y de dejarse transformar por ella.
Pero los Salmos, por el hecho de realizarse a través de la acogida humana, participan necesariamente de la historicidad de toda la revelación. También ellos son fruto de ese largo, difícil y admirable proceso de la "lucha amorosa" de Dios con nuestras limitaciones y con nuestras resistencias para revelarnos su amor y hacer presente el verdadero sentido de su salvación. Por eso los Salmos, en el largo proceso de ir perfilando y acogiendo el rostro auténtico de Aquel a quien se dirigen, aparecen llenos de descubrimientos fulgurantes, caídas inesperadas y humildes y fatigosas correcciones. Finalmente, ese camino culmina en la increíble e insuperable pureza manifestada en la palabra, en la vida, en la muerte y en la resurrección de Jesús de Nazaret.
Por eso, vista desde hoy, la verdad de los Salmos aparece como una verdad en camino, con distinta pureza conforme a los diversos tiempos. No se pueden leer todos por igual, en una nivelación sincrónica, como si fuesen creados o escritos al mismo tiempo y con la misma mentalidad. Un salmo creado en el siglo IX antes de Cristo, cuando todavía era posible hablar de "dioses" en plural (cf., por ejemplo, Sal 58,2; 82,1; 97,7...) y la idea del Señor conservaba muchos rasgos de aquel terrible "Dios de los ejércitos", no puede ser leído o rezado igual que otro escrito después del Destierro; porque ahora, gracias a la fidelidad orante y al trabajo profético, Dios ya había conseguido revelarnos que Él era el Dios de todos, que cada persona era única y querida para Él, y que su amor no respondía a la visión justiciera de la teología deuteronómica.
De hecho, la misma Biblia fue operando ya una reinterpretación profunda de los salmos, acomodándolos al avance de la revelación. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, los salmos referidos al rey pasaron a ser aplicados al Mesías y la esperanza puramente terrena tendió a ser interpretada como esperanza escatológica. Y en el Nuevo Testamento son leídos siempre en perspectiva cristológica, es decir, a la luz de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús el Cristo. El mismo Jesús practicó una relectura actualizada del Antiguo Testamento. Luís Alonso Shökel hace notar, por ejemplo, como Jesús rompe una imagen vengativa de Dios sustituyéndola por otra de pura gracia y misericordia, cuando "en la sinagoga de Nazaret suprime el último verso de Is 61,1s, que le tocaba leer aquel día (Lc 4,18s)". Porque ese verso, que proclamaba "el día del desquite / venganza de vuestro Dios", era lo que deseaban escuchar los impacientes del poder romano", pero no respondía ya al amor del Abbá que Jesús anunciaba.
Esta conciencia histórica llama a hacer una distinción fundamental a la hora de aprovechar la preciosa revelación presente en los Salmos, según se usen para el estudio reflexivo y teológico o para la oración directa y la relación entrañable. El estudio, investigando críticamente el horizonte y el sentido original de cada salmo, permite comprenderlo como etapa precisa en el camino, tanto con lo que puede tener de limitación dentro de la propia circunstancia como de avance hacia el futuro. De ese modo no sólo respeta la historia pasada, sino que la convierte en aprendizaje actual, pues también cada época y cada individuo tienen -tenemos- que rehacer al propio modo el mismo o parecido camino.
Distinto es el caso de la oración, porque la oración cristiana es ya palabra directa al Dios de Jesús, que recoge, purificado y llevado por él a la máxima e insuperable altura, aquello que había sido alcanzado en la revelación anterior. Cuando oran, el cristiano y la cristiana se dirigen por lo tanto a un Abbá, padre-madre, creído y confesado ya como amor sin límite y perdón incondicional, compasivo y misericordioso con buenos y malos, de iniciativa absoluta siempre atenta y activa, totalmente entregado a nuestro cuidado y a la promoción de la fraternidad, de la justicia y de la realización humanas. Un Dios que de nosotros sólo desea y espera acogida abierta y colaboración agradecida, "dejándonos salvar por Él" (cf. 2Cor 5,20). Un Dios de quien el libro del Apocalipsis dice maravillosamente: "Ten en cuenta que estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos" (3,20).
Por eso, mientras la Iglesia nunca ha tocado ni va a tocar el texto de los Salmos en cuanto libro de estudio, es decir, de lectura, análisis y meditación, no procede del mismo modo cuando los trata como oración. Hay salmos que no se pueden orar, porque quien ora de verdad hace suyas, apropiándolas, las palabras que pronuncia; pero muchas de las presentes en el Salterio -comprensibles en su tiempo- hoy estarían contradiciendo el ser más íntimo de Dios tal como nos ha sido revelado en Jesús. Por eso, como hace observar Julio C. Trebolle en uno de sus últimos estudios del libro de los Salmos, "la liturgia ha excluido del rezo de las horas los salmos 58, 83 e 109, porque expresan deseos de venganza y sentimientos de odio inaceptables"; en otros casos, fueron expurgados versos sueltos, como los 7-9 del salmo 137.
Con todo, al no haberse hecho de manera expresa esta distinción entre oración y estudio, se ha producido cierta confusión que ha dejado la reflexión a medio camino. Quedan todavía demasiados salmos o versos en la liturgia -¡uno sólo ya sería demasiado!- que no pueden ser legítimamente pronunciados como oración directa, puesto que ésta, si quiere ser auténtica, debe expresar la intención real del orante y no puede reflejar una imagen falsa del Dios a quien se dirige. Los recursos a los que a veces se acude, mediante transposiciones simbólicas (las maldiciones remitirían al demonio, no a enemigos reales...), resultan arreglos artificiosos que no pueden convencer y que prolongados en el tiempo acaban contaminando la sinceridad de la oración u obligan a transposiciones constantes. Transposiciones que o amenazan con hacer imposible la oración, o llevan a confundirla con un estudio exegético, digno tal vez, pero fuera de lugar.
Por otro lado, continuar rezando los Salmos tal como están puede tener consecuencias negativas. Resulta muy difícil evitar que su rezo indiscriminado -sobre todo en la forma repetitiva y psicológicamente indefensa de la recitación salmódica- vaya introyectando una imagen inadecuada o incluso profundamente deformada de Dios. No cabe negar, por ejemplo, que bastantes expresiones sálmicas tienden inevitablemente a cultivar sentimientos o a promover emociones que impiden o dificultan la asimilación de la llamada de Jesús a "ser compasivos como vuestro Padre es compasivo" (Lc 6,36). (Debo confesar que no soy capaz de escapar a la sospecha de que cierto espíritu de intransigencia y exclusivismo que a veces oscurece el rostro histórico de la Iglesia tiene aquí uno de sus focos inconscientes).
Este desajuste, tan profundo, resulta cada vez más claro en una cultura crítica con la religión y muy atenta a sus deformaciones. Algo que la conciencia cristiana no podía dejar de advertir. Resulta curioso que, justo a las puertas de nuestra cultura actual, san Ignacio de Loyola, hablando en general, no sólo de los Salmos, en el comienzo mismo del libro de los Ejercicios, hiciese ya la distinción entre el lenguaje del estudio y el de la oración: "como en todos los exercicios siguientes spirituales usamos de los actos del entendimiento discurriendo y de los de la voluntad affectando; advertamos que en los actos de la voluntad, quando hablamos vocalmente o mentalmente con Dios nuestro Señor o con sus santos, se requiere de nuestra parte mayor reverencia, que quando usamos del entendimiento entendiendo".
Esa misma conciencia es también la que lleva tiempo reaccionando mediante una floración, cada vez más abundante, de libros, plegarias o canciones que imitan, parafrasean o simplemente crean en paralelo "salmos" que, limpios de esas limitaciones, respondan mejor a la revelación de Jesús y alimenten el auténtico espíritu evangélico. Están sin duda haciendo mucho bien tanto en la liturgia colectiva como en la piedad individual.
En este libro se intenta por primera vez -en cuanto se nos alcanza- un camino diferente. No se busca crear nuevos salmos, ni suprimir, enteros o en parte, ninguno de los que la historia santa nos ha regalado. Injertándose en la tradición genuinamente bíblica de la actualización y reinterpretación de los Salmos ya existentes, lo que se procura es una "traducción cristiana" de todos y cada uno de los Salmos y de los versos. La intención directa y primaria consiste por eso en poner en las manos de los creyentes unos salmos que se puedan orar directa y literalmente, sin glosas ni acomodaciones artificiosas. De manera que tanto los individuos como las comunidades, situados expresamente en la perspectiva abierta por Jesús y acogiendo su Espíritu, puedan rezarlos abriendo directamente su corazón y haciendo disponible su vida ante el Abbá que nos salva y que trata de establecer en la tierra, para toda mujer y todo hombre, su Reinado de amor, de paz y de perdón.
La introducción de Manolo Regal, que ha tomado sobre sí el peso fundamental de la traducción, aclara los criterios seguidos en este nada fácil empeño. Sería iluso pensar en un resultado concluido. Tanto él como sus colaboradores en la revisión final hemos sido en todo momento muy conscientes de haber puesto tan sólo el inicio de un largo trabajo que espera continuadores y mejoras. No sólo la extensión misma del texto, sino sobre todo la maravillosa calidad de los Salmos originales hacen imposible toda pretensión perfeccionista. Algunos salmos en su integridad y muchos versos de otros nos han facilitado la tarea, permitiendo la simple trascripción. Otros resultaron fácilmente ajustables al espíritu evangélico con tan sólo ligeros retoques.
En otros el problema se hace realmente difícil, a veces casi imposible, porque obligan a una transposición radical. Demasiadas veces resulta dolorosa la pérdida de aliento poético, el desdebujamiento de las concreciones, el apagamiento del grito o incluso la evocación entrañable de ciertas expresiones muy de antiguo incorporadas.

Por eso mismo toda sugerencia de mejora o incluso toda posible corrección serán recibidas con agradecimiento para incorporarlas en próximas ediciones. Sería una manera fraterna de continuar la propia historia de los Salmos, ellos mismos fruto muchas veces de un trabajo comunitario. En la medida en que se logre, constituirá una prueba más del carácter vivo de la revelación, siempre actualizándose como palabra actual y experiencia eficaz, lluvia de gracia salvadora que, según Isaías había anunciado, no vuelve nunca al cielo sin fecundar los corazones y bendecir la historia.

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