El horror de Cortázar
El autor recuerda la peor entrevista de su vida, a pocos meses de la muerte del escritor argentino, coincidiendo con la celebración del centenario de su nacimiento
Fue, creo, la peor entrevista de mi vida. Yo no había podido pensar ni una pregunta –y, pese a lo que suele parecer, una entrevista es algo que debería pensarse. Pero aquella mañana de verano –diciembre de 1983–, en la librería Norte de Buenos Aires, me encontré de pronto con que podría entrevistarlo si lo hacía precisamente allí y entonces. Julio Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a quedarse una semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su madre, de noventa y tantos años.
–Ah, lo siento.
Dije, cara de circunstancias.
–Sí, es ley de vida.
Me dijo, y que por eso nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Llevaba diez años sin volver: desde su exilio parisiense se había convertido en un gran denunciador de los crímenes de la Junta Militar argentina. Aquella mañana yo quería hablar de literatura y él de política, así que, por supuesto, hablamos de política. La política, esos días, estaba en todas partes: Argentina vivía la última semana de su peor dictadura con esa esperanza que dan los finales que suponen un principio. Había euforia en las calles, alivio en las conversaciones, algún miedo que queríamos disimular; empezaba, tímida todavía, la avalancha de historias del horror. Cortázar estaba entusiasmado, pero tampoco tanto:
–Comparar las juntas militares de Argentina con la democracia es pasar del infierno al paraíso, pero, bueno, como yo siempre sospeché que el paraíso está lleno de defectos, también pienso que la democracia tal como la sentimos aquí no puede quedarse en ella misma, sino que tiene que ser una puerta que se va abriendo a una evolución más amplia, evolución que pueda eventualmente llevar a una revolución.
Fueron horas: Cortázar contaba, recordaba, se reía; yo lo seguía sin aliento. Terminamos comiendo en una casa cercana, todo tan agradable. Cuando nos íbamos –compartimos un taxi–, le pregunté algo que siempre me había intrigado: ¿por qué se le había ocurrido escribir que Johnny Carter, el saxofonista de El perseguidor, uno de sus cuentos más famosos, se hace adicto incurable, sufre terribles abstinencias y por fin muere de una imposible sobredosis de marihuana? Cortázar se rio y me dijo que sí, que era un error, que en 1958, cuando escribió la historia, no tenía ni idea de ninguna droga y puso marihuana como podía haber puesto lavandina, y que se enteró del patinazo cuando se lo dijo su traductor americano –que hipertradujo heroína en lugar de marihuana–, pero que él no quiso cambiarlo. Y hablamos de los grandes errores literarios, del reloj de Hamlet, los leones de Kipling, y después el taxi llegó a ninguna parte.
El perseguidor era una versión libre del fin de Charlie Parker, que murió heroinómano; es raro imaginar ahora una época en la que un escritor latinoamericano en París, ansioso de modernidad, adicto a bajos fondos varios, no sabía qué era la marihuana.
Fue hace tanto. Dos meses después, hace justo 30 años, llegó la noticia de su muerte: justo entonces supimos por qué había venido a despedirse. Este año, Cortázar habría cumplido 100: tiempo de preguntarse qué fue de todo aquello. Por ahora arrecian homenajes. Aquella tarde le pregunté si creía que alguna vez le pondrían su nombre a una calle, una plaza, si esa iba a ser su forma de quedarse en Argentina.
–Uy, qué espanto, ojalá no lo hagan. Nada me daría más horror.
Me dijo entonces. Acaso alguien hoy se cruce estas palabras en un bar de la plaza de Cortázar, en la esquina de Borges con Honduras, Buenos Aires.
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