martes, 14 de enero de 2014

Escrúpulos higiénicos para comulgar del cáliz

José Manuel Bernal
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Comprendo perfectamente a las personas que experimentan una cierta dificultad para comulgar del mismo cáliz en la celebración eucarística. Dificultad motivada, casi siempre, por razones higiénicas. Es un fenómeno de tipo cultural que en cada país se resuelve de modo diferente; es como el apretón de manos para saludarse, o el abrazo, o la forma de estar a la mesa, etc. Los comportamientos, en efecto, se muestran de manera distinta y son fruto de la educación, o del nivel cultural, o de la clase social a la que uno pertenece. Esto va de introducción o, si el lector me lo permite, para curarme en salud.
Porque el asunto que aquí se ventila es de mayor envergadura. Entramos en el terreno de los comportamientos religiosos, cuya resonancia es mayor y su importancia se percibe con mayor gravedad. Me refiero a la comunión del cáliz en la celebración eucarística. Debo decir de entrada que la admisión de los fieles para comulgar del cáliz, llevada a cabo por la reforma del Vaticano II, supuso un paso muy importante. Después de varios siglos, en los que los fieles habían sido excluidos de la comunión con las dos especies, por fin se abrían horizontes y toda la asamblea de fieles podía acercarse para participar plenamente en el sacramento de la eucaristía, comiendo del pan y bebiendo del cáliz. Hasta ahora sólo el sacerdote podía hacerlo, en un gesto claramente discriminatorio y significativamente clerical. Ahora es toda la asamblea, no solo el sacerdote, la que puede participar plenamente en el banquete eucarístico, comiendo y bebiendo, compartiendo en plenitud sacramental el cuerpo y la sangre del Señor.
Este paso, llevado a cabo por el concilio, no debe subestimarse, interpretándolo de forma superficial o frívola. Esta decisión conciliar no debe entenderse, simplemente, como otros cambios, muy importantes también, introducidos por la reforma; como la adopción de tres lecturas en la misa, o la recuperación de la homilía, o la oración de los fieles, o el abrazo de paz, etc. La invitación a que los fieles compartan el pan y el vino consagrados en la eucaristía va mucho más lejos, más a la raíz. Comulgar del cáliz no es un adorno, o un prurito frívolo, o un gesto snob, o una ceremonia más o menos ocurrente, o una práctica innovadora reservada a los grupos cultivados y progres.
El tema que estoy tratando aquí va al fondo mismo de la celebración eucarística. A mi juicio, no es una cuestión baladí, de importancia menor, de una participación en el misterio más o menos perfecta. A mi juicio se trata de algo más radical, más entitativo, más de ser o no ser. Porque Jesús instituye la eucaristía como un banquete; y así lo recibe la Iglesia. Un banquete, una comida, un convite o, como lo llama Tomás de Aquino, un sacrum convivium. Esa es la entidad simbólica del sacramento eucarístico. Pero, al mismo tiempo, esa entidad sacramental unitaria es bipolar, consta de un doble elemento, de una doble acción: se come y se bebe (“Tomad y comed”, “Tomad y bebed”, “el que come mi carne y bebe mi sangre”); se utilizan el pan y el vino (“tomó el pan”, “tomó la copa de vino”); se comparten el cuerpo y la sangre del Señor (“porque esto es mi cuerpo”, “este es el cáliz de mi sangre”).
Esta bipolaridad de gestos, de elementos, de palabras y de efectos salvíficos es interpretada hoy por antropólogos y teólogos como “binomios de totalidad” o, en su lengua original francés, “couples de totalités”. Así hablamos de subir y bajar, entrar y salir, comenzar y terminar, humillar y ensalzar, comer y beber. Estos binomios quieren expresar la totalidad de una acción o de un proceso (L. Dussaut). Hablando del banquete eucarístico, los elementos del binomio, en su dualidad, expresan la unidad y la plenitud sacramental del convivium, en el que comemos y bebemos, en el que compartimos la totalidad de la vida de Cristo a través de su cuerpo y de su sangre.
Hay que decir que la realidad sacramental del banquete eucarístico la experimentamos comiendo y bebiendo, compartiendo el cuerpo y la sangre del Señor. Si el sacerdote no participara en la eucaristía comiendo y bebiendo, compartiendo el cuerpo y la sangre del Señor, esa eucaristía quedaría vacía, sin sentido, perdería su propia identidad; la pregunta que yo me hago ahora es por qué no se aplica ese mismo criterio, no solo al sacerdote, sino al conjunto de la asamblea de los fieles.
Vuelvo al asunto que nos ocupa. Comulgar del cáliz no es un gesto insignificante. Forma parte de la participación plena en el banquete eucarístico, en el que se come y se bebe. Yo reconozco, por supuesto, la doctrina de Trento, según la cual, Cristo está realmente presente con su cuerpo y con su sangre, en cada uno de los elementos eucarísticos, en el pan y en el vino consagrados. Aunque la razón aducida por los teólogos para explicar esto [la razón de concomitancia], no deja de ser un recurso ingenioso aunque de escasa profundidad teológica.
Los escrúpulos por motivos de higiene, para participar del cáliz, no hay que menospreciarlos. Aunque, por ese motivo, tampoco hay por qué desistir en el empeño y dar el tema por resuelto renunciando a la comunión con las dos especies. Yo no voy a entrar aquí en detalles ni voy a dedicarme a fabricar recetas concretas para resolverlo. Hay mil soluciones. Lo que hace falta es sensibilidad teológica, imaginación lúcida y capacidad creadora. Lo importante es tomar conciencia de la gravedad del tema y buscar soluciones adecuadas, venciendo los escrúpulos y dando salida a nuestras legítimas aspiraciones.Darnos por vencidos en este asunto, después de los logros obtenidos a raíz del Concilio, representaría un retroceso lamentable y una vergonzosa vuelta al pasado.

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