domingo, 31 de marzo de 2013


Lo nuclear de la vigilia pascual
José Manuel bernal




Llevo muchos años dedicados al estudio de la celebración de la pascua en la Iglesia. A estas alturas, si tuviera que hacer una síntesis y condensar en pocas palabras lo que, a mi juicio, representa lo más esencial de la celebración, la actitud básica de la comunidad al reunirse para celebrar la pascua del Señor, optaría por el siguiente diagnóstico.

La disposición de base de la comunidad en la noche de pascua yo la definiría como una actitud de espera vigilante y ansiosa. Los que creen en Jesús se reúnen esa noche envueltos en el duelo y la tristeza porque el Señor les ha sido arrebatado. Por eso están entristecidos, y por eso han ayunado, para expresar la angustia que les abruma, y por eso han dejado de cantar y de danzar, por eso han suprimido los adornos y las flores del recinto en que se reúnen. Es una noche tensa, alertada por las palabras de Jesús: “Días vendrán en que el esposo….”.

La comunidad espera. Hacen vela, despiertos, escuchando las palabras de los profetas, de los apóstoles y de los evangelios. Esas palabras les consuelan y les colman de esperanza. El Señor vendrá a media noche, cuando menos lo pensáis. Ellos esperan con las lámparas encendidas, como las doncellas de la parábola. Son las lámparas de la fidelidad y de la escucha. La comunidad espera la llegada del esposo. Él va a venir glorioso para reunirse con su esposa. Ellos, la comunidad de creyentes, son su esposa. Ellos son la expresión localizada y viviente de la Iglesia. 

Esa liturgia es una velada de oración, de plegarias, de escucha de la palabra de Dios, de meditación; y también una velada de ansiedad, de tensión retenida, de amor dolido. El Señor va a llegar; está al caer. Tiene que encontrarles despiertos, con las lámparas encendidas, con las alcuzas bien alimentadas por el aceite que las mantiene vivas.

El Señor llegará después de la medianoche, al canto del gallo, como relata la vieja Didascalia Apostolorum del siglo III de origen siriaco. Esa es la tradición más arcaica, la original, la de Tertuliano, la de la Epistola Apostolorum, la de la iglesia de Sardes y las otras iglesias del Asia Menor, la de la Roma antigua. Es la tradición más original, la genuina. 

Y después de la media noche, la comunidad preparará la mesa, dispondrá sobre ella los dones escatológicos del pan y del vino y celebrará la eucaristía. Entonces romperán el pan y compartirán todos juntos el banquete del Reino; se alimentarán todos con el cuerpo y la sangre del Señor. Entonces romperán el ayuno y se saciarán en la mesa de la abundancia, en la mesa del Señor. Ese será el momento del encuentro con el Resucitado. Él se hará presente al partir el pan, como lo hizo con los de Emaús y en las aparciones. Será el momento del encuentro con los suyos, el momento del encuentro nupcial con su esposa la Iglesia. La comunidad gritará con todo su alma el ¡Resurrexit!. El señor vive, ha resucitado y nosotros somos sus testigos.

Y comenzará la fiesta. La gran pascua. Una fiesta que se prolongará por espacio de cincuenta días. Será como un domingo largo, ininterrumpido, florido, colmado de alegría. Porque el Señor ha vencido a la muerte y está ya con los suyos. 

Los suyos comprenderán entonces que ha comenzado un tiempo nuevo, que Jesús ha inaugurado un nuevo tipo de existencia, que él es la semilla, la raíz, que un proceso de renovación y de cambio liberador se ha iniciado en el Jesús de la Resurrección. En el horizonte se ha dibujado una nueva utopía, la utopía del Reino. Para los que creemos en Jesús se nos ha abierto un reto desafiante y comprometedor. Es el reto de los testigos, de los que están llamados a luchar por la causa del evangelio, por la creación de una sociedad nueva y liberada de la podredumbre del mal. Ahí estamos ubicados en un mundo de fe y de esperanza, en un mundo de lucha por la paz y la fraternidad.

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