Diácono Lucas Trucco
Domingo III de cuaresma –ciclo C-
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El viñador que intercede por la higuera estéril
no puede no recordar a Moisés intercediendo a favor de su pueblo, cuando éste
ha roto lo alianza y se ha alejado de Dios, poniéndose al borde de la
destrucción, porque es precisamente la alianza con Dios lo que lo constituye
como pueblo. Enlazamos con la primera lectura. Aparecen aquí claramente
dibujados los motivos de la purificación de la imagen de Dios y del sentido de
la verdadera conversión. Ésta no es un
hecho puramente individual ni privado, sino esencialmente relacional. La
primera condición es la manifestación que Dios hace de sí mismo, revelándonos
quién es Él, cuál es su verdadero nombre: “El que soy y el que seré”, el Dios
fiel que cumple sus promesas. En la experiencia religiosa auténtica es esencial
dejar que Dios hable y se nos diga, en vez de imponerle nuestros esquemas y
representaciones.[1]
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Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el
mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente
la conversión: “Conviértanse y crean en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios
en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.
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Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo
introducir pequeñas reformas, abandonar las estructuras caducas que no nos
permiten el cambio, promover el
“aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una
conversión a nivel más profundo, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable
y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios.
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La
principal resistencia al cambio es pensar que uno no necesita cambiar. Conversión:
dos movimientos: abandonar, dejar atrás.... Pero principalmente: cambio
positivo: “déjense reconciliar con Dios” Jesús anuncia un cambio que es Buena
Noticia.[2]
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La salvación y la condenación proceden de dentro
de nosotros mismos: de nuestra capacidad de conversión. Las palabras de Jesús:
“no penséis que los que murieron eran más pecadores o más culpables que los
demás… y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” hay
que entenderlas en este sentido. Aquellos no fueron castigados por determinados
pecados, pero si nosotros (que tal vez nos sentimos a resguardo) no renunciamos
a los nuestros y nos convertimos, nos estamos labrando nuestra propia
perdición. Porque no es Dios quien castiga, sino que nosotros nos castigamos a
nosotros mismos cuando nos alejamos de la fuente del Bien y del Ser.
"Dios
mío: quiero pedirte perdón hoy por haberme olvidado de lo más importante: que
eres mi Padre; Señor, nunca más quiero tenerte miedo, soy tu hijo y no tu
esclavo. Desde hoy en adelante quiero que estés contento conmigo. Quiero
demostrarte con hechos, y no con meras palabras, que te quiero... quiero amarte
en cada hombre que me salga al encuentro, porque ésa es tu voluntad. Quiero
sufrir con mis hermanos que están sin trabajo, quiero sentir como mía la
angustia de miles y miles de jubilados... Haz, Señor, que como Tú, pase por la
vida desparramando amor" (Carlos Mugica). [3]
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