La homilía del Papa Francisco,
para los sacerdotes,
hoy en la Misa Crismal
Celebro con alegría
la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto,
especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el
día de la ordenación.
Las Lecturas nos
hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro
Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al
pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los
cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser para» del
santo crisma es la del Salmo: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se
derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento»
(Sal 133,2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de
Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal
que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado
mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada
del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres
de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las
hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la
piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex
28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce
tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra
cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus
nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla,
puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el
rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires.
De la belleza de lo
litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la
gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos a
fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda
perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor
lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los
enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es para perfumarnos
a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se
pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se
lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la gente nuestra anda ungida
con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de
haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado
con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida
cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad,
cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel
está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo
agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con
sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que
el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos
todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este
problema...». «Bendígame» y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a
la orla del manto, porque vuelve convertida en petición. Cuando estamos en esta
relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos
sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre
tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas,
a veces puramente materiales, incluso banales – pero lo son sólo en apariencia
– el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe
que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de
la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en
medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de
Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos.
Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la
mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos – futuros
sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia
existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos
lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la
unción divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a
experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las
«periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea
ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en
autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al
Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando
de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a
minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que
salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción
que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale
poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque nuestra gente nos roba la
unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz
de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez
de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos
conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y
puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en una especie de
coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con
«olor a oveja», pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres. Es
verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y
se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos
meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la
realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra
claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la
unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en
el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles,
acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean
siempre Pastores según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes,
que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido
ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a
todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera
y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos
revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a
través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer
Jesús, el Ungido.
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