jueves, 10 de enero de 2013


 Juanjo Sánchez y Evaristo Villar 
entrevistan 
en revista ÉXODO
MANUEL FRAIJÓ





Manuel Fraijó (Guadalcázar, Córdoba, España, 1942), teólogo y filósofo español, discípulo y amigo de grandes pensadores en el ámbito de la teología y la filosofía, como K. Rahner, W. Pannenberg, H. Küng, J. Moltmann y J. B. Metz, en Europa, y José Luis López Aranguren, en España.

Uno de los teólogos españoles con más bagaje filosófico y, desde luego, uno de los filósofos con mayor y más profundo conocimiento de la teología, Fraijó es un pensador de frontera entre la teología y la filosofía, entre la fe y la razón, la religión y la cultura, entre la vida con sus dramas y esperanzas, con sus interrogantes abiertos, y la razón atenta al dolor humano y abierta al horizonte ilimitado donde se anuncia el sentido, y con él la esperanza. Su pensamiento es, por eso, tan hondo y riguroso como abierto y sensible a lo que acucia al ser humano, a las esperanzas incumplidas de las víctimas de la historia.

Para abrir boca: con la que está cayendo en esta crisis, ¿no es extraño que se nos ocurra hablar de espiritualidad en lugar de… economía, por ejemplo?

Pienso que es el momento para hablar de espiritualidad, dado que, en nuestros días, se está cumpliendo aquello que decía Bergson, premio nobel de literatura y uno de los referentes espirituales más importantes del pasado siglo: que tenemos un cuerpo muy grande y un alma muy pequeña. Y murió en 1941 pidiendo un suplemento de alma. Es la espiritualidad que estamos buscando. Decía también Bergson que la mecánica exige una mística. Hemos desarrollado mucho la mecánica y nos falta la mística. Por eso es muy apropiado hablar hoy día de este tipo de espiritualidad. De Bergson son importantes, a mi modo de ver, dos cosas: el argumento y el testimonio. Él supo hacer ambas cosas: argumentó, por supuesto, desde la filosofía, desde las fuentes de la moral y de la religión, y dejó un testimonio que, en el campo de la espiritualidad, ha quedado como paradigma.

Procedía del judaísmo, pero, con el paso del tiempo, fue cayendo en la cuenta de que la culminación del judaísmo era el catolicismo. Y quiso convertirse al catolicismo. Pero justamente en ese momento, en el fragor de la Segunda Guerra Mundial, es cuando Hitler estaba machacando a los judíos. Bergson no dio el paso al catolicismo por fidelidad a su pueblo. Antes de su muerte dejó escrita una nota a su mujer diciendo que, llegada esa hora, llamara un sacerdote católico. Advirtiéndole, eso sí, que no se había podido convertir al catolicismo por la situación que estaba atravesando su pueblo. Y, ya anciano y gravemente enfermo, movido por esta opción y sostenido por dos familiares, se puso en cola para registrarse como judío desaprovechando “la indulgencia” de Hitler para con los judíos ilustres que residían en París.

Entiendo la espiritualidad en este sentido bergsoniano: argumento y testimonio. Algo parecido encuentro en la obra La consolación de la filosofía, de Boecio: mientras espera en la cárcel una muerte injusta, fruto de intrigas y calumnias, acude a la filosofía, buscando sentido a lo que le está ocurriendo; buscando, tal vez, el “consuelo” tan ensalzado por nuestro Unamuno (credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela). Es cierto que, como veremos, hay muchas clases de espiritualidad, pero es muy importante, en estos momentos, la que reclama “un suplemento de alma”.

Evidentemente, también nosotros pensamos que es momento para hablar de espiritualidad. Justamente en este tiempo de crisis. La crisis es, sin duda, fruto podrido de una profunda carencia de ética. Pero, bien pensado, ¿no podríamos decir que lo es también de una no menos profunda carencia de espiritualidad, de una falta de aquella “profundidad” de la que hablaba el gran teólogo Paul Tillich?

Sí. Me gustó mucho aquel librito de Paul Tillich titulado La dimensión perdida, que sigue teniendo actualidad. Ahí identificaba él espiritualidad con profundidad. Hablando de la espiritualidad perdida, quisiera decir varias cosas. En primer lugar, para empezar por lo positivo, estoy convencido de que ninguna persona puede vivir sin espiritualidad. La espiritualidad está en todas la personas, en todos los pueblos –todos los pueblos tienen su historia espiritual, hecha de la forma como viven y mueren, hecha de sus filoso - fías y teologías, de su literatura, su ciencia, su arte, etc.– Nadie puede vivir sin espiritualidad. En algún sentido, también la filosofía es espiritualidad. El filósofo, como el teólogo, se inclina sin cesar sobre el misterio de la vida y de la muerte. Es, según Ortega, lo que siempre hizo Dilthey. Evocando lo importante que es el misterio, escribe G. Scholem en su libro Hay un misterio en el mundo: “Si el sentimiento de que el mundo esconde un misterio desaparece alguna vez de la humanidad, todo habrá acabado. No creo, en cualquier caso, que lleguemos tan lejos”.

Precisando un poco más, y dicho de una forma algo simple, entiendo por espiritualidad “el rechazo de la tentación de la obviedad”. Todo lo que nos rodea es misterioso. Poco antes de morir, decía Severo Ochoa: “siento irme de este mundo sin saber exactamente dónde he estado”. Me impresiona que un científico de su importancia llegase a esta conclusión. Pienso, pues, que la espiritualidad es lo contrario de la banalidad. Solía decir y escribir Bloch: “la sola banalidad no salva”. La banalidad no tiene ningún carácter salvífico. El auge de la banalidad corre paralelo con la escasez de ofertas de salvación. El mismo Bloch distinguía entre “Trascender” (con mayúscula) y “trascender” (con minúscula). La Trascendencia, con mayúscula, se refiere evidentemente a Dios, y es patrimonio de los creyentes en su existencia. Pero la otra trascendencia, la escrita con minúscula, es de todos. A través de ella nos elevamos sobre el reino animal, creamos obras de arte y alumbramos el mundo de la ciencia y la técnica. El epitafio que se puede leer en la tumba de Bloch, en el cementerio de la hermosa ciudad de Tubinga, reza: “pensar es trascender”. Trascender, con minúscula, es lo que siempre hizo el gran espíritu que fue Bloch. Hay, por tanto, un trascender con minúscula que es esta apertura del espíritu a la historia, a la ciencia, a la teología, a la filosofía, al arte, a la vida, a la muerte. Entiendo que a ese “trascender” se le puede llamar “espiritualidad”, sin forzar en absoluto el concepto de espiritualidad. Y, si todavía me continuáis pidiendo aproximaciones al concepto de espiritualidad, os remitiría al bueno de Kant. Pienso, como él, que quien eleve sus ojos al cielo estrellado y contemple la ley moral dentro de nosotros es profundamente espiritual. Mirar a los cielos y practicar la “autopercatación” (Ortega) sitúa en el ámbito de la espiritualidad.  Hay ya bastantes pensadores religiosos, pero también laicos, el papa actual Benedicto XVI por supuesto, pero también, por ejemplo, el pensador crítico J. Habermas, que hablan de una “secularización descarrilada”, es decir, de una secularización excesivamente plana que está conduciendo al “auge de la banalidad”, como avisaba ya el pensador griego C. Castoriadis. ¿Estarías de acuerdo con este diagnóstico? ¿Lo matizarías, acaso?

Esta pregunta me devuelve a mis recuerdos de estudiante doctorando en la Universidad de Tubinga. Hubo una época en la que, entraras a la clase que entraras (la de Küng, la de Kasper, la de Grainacher, la de Moltmann, la de Käsemann, etc.), en todas se estaba hablando de secularización. Se tenía miedo de que la secularización se convirtiera en secularismo, como temía Gogarten. Todos pensaban que la secularización es un fenómeno muy positivo, que estaba ya en el Antiguo Testamento; que la religión, y el cristianismo en concreto, necesitan la secularización. Pero se temía que ésta derivase en un secularismo que condujera al ateísmo y redujera la religión a un simple gueto.

En cambio, hace unos años, en un seminario sobre la secularización, celebrado no lejos de Tubinga, en el que participaba el teólogo protestante Pannenberg y otros grandes pensadores, no se preocupaban por el futuro de la religión, afectada por la secularización como en los años 70, sino por el futuro de la secularización misma. ¿En qué sentido? Consideraban que, en otro tiempo, la secularización fue una gran ayuda para la religión, pero, en las actuales circunstancias, es la cultura secular la que necesita del apoyo de la religión. Tengo la impresión de que así piensan también Benedicto XVI y Habermas. El título del seminario al que acabo de aludir era “salvemos la secularización”. Y la tesis era esta: las instituciones seculares (la política, la economía, la justicia, etc.) han degenerado tanto que necesitan salvación. Y la religión, en la medida en que pueda, debe ayudarlas. La tesis es que las instituciones seculares están perdiendo hoy día tal grado de legitimidad que están poniendo en peligro el futuro de la sociedad. Y ahí es donde Ratzinger y Habermas quieren introducir el tema de la religión, algo que a mí no me parece disparatado. Porque cualquier cosa que ayude -y la religión también puede hacerlo- será bienvenida. Sería lamentable que la secularización, que tanto nos costó conquistar, se convirtiera hoy en decadencia y fuente de conflictos. Sería dar la razón al islam, que considera a la secularización como la madre de todos los desaguisados. Llenos de orgullo, los musulmanes proclaman que, como ellos nunca estuvieron clericalizados, también se ahorraron la secularización. No es el caso del Occidente cristiano (ni, por cierto, tampoco del islam, pero no entraremos en ese tema) que sufrió los rigores del clericalismo, casi como forma de vida.

¿Urge, pues, una vuelta a la espiritualidad? Nos dirás -o lo pensarás- que todo depende de qué queremos decir con ello... ¿Puedes decirnos en qué consistiría ese retorno? ¿De qué hablamos cuando hablamos de espiritualidad? ¿Cual sería su meollo genuino? ¿Cuáles sus formas perversas?

En la Edad Media se definía la espiritualidad como “extensio animi ad magna” (apertura del espíritu a cosas grandes) que, a mi modo de ver, va muy unida a otras dos palabras: la “humilitas”, tan propia de la Edad Media, y la “curiositas” (curiosidad, búsqueda, afán de saber), convertida casi en lema del Renacimiento. Esta mezcla entre “humilitas” y “curiositas” puede formar parte de la definición de espiritualidad. Ambas continúan en la línea de la profundidad, de la que ya hemos hablado. Heidegger lo dijo muy acertadamente en un pequeño escrito, titulado Gelassenheit y que podríamos traducir como distendimiento, sosiego, serenidad, paz. Su tesis fundamental es que se está dando una huida acelerada del pensar. Y él distingue en el pensar dos vertientes: la que llama “pensamiento calculador” y la que denomina “pensamiento meditativo”. El pensamiento calculador lo necesitamos para vivir, sin él no habríamos accedido a la técnica ni al progreso; pero el pensamiento meditativo, contemplativo, constitutivo de la espiritualidad, lo necesitamos para acceder a la vida buena, al humanismo, a la propia interioridad.

Personalmente, yo tendría también en cuenta la distinción que hace Savater entre creyente y religioso. El creyente es el que se adhiere a un credo, a unos símbolos, a unos ritos determinados. Religioso, en cambio, es algo más difuso, más impreciso. Tiene que ver con el dicho de Goethe: si buscas el Infinito, corre tras lo finito en todas direcciones. Ser religioso es ser sensible a lo que nos supera, a lo que nos coloca al borde de lo desorbitado; es tener antenas para la gratuidad, para el amor, para lo Otro. Se puede, por supuesto, ser religioso sin ser creyente, y uno esperaría que nunca se dé el caso contrario: ser creyente sin ser religioso. Pero desgraciadamente la vida enseña que también esto es posible. Existen, aunque solo como excepción, funcionarios del altar sin mayor sensibilidad para lo religioso. Lo creen todo, pero también les resbala todo. Justo lo contrario de la experiencia que tuvo R. Otto, el gran fenomenólogo de la religión, al entrar en la sinagoga de Tánger y escuchar el tres veces “santo” de Isaías. Allí nació el título de su libro Lo santo, probablemente el libro de teología más leído del siglo XX. Fue allí donde comprendió que la experiencia religiosa posee una doble vertiente: es “fascinante” (asombrosa, iluminadora, cercana a la felicidad), pero también “tremenda” (exigente, rigurosa, próxima al temor).

También considero muy acertada, si me permitís que continúe pidiendo ayuda a los amigos de la tradición filosófico-teológica, la mirada de Walter Benjamin sobre la figura del flaneur: el flâneur es el paseante solitario en el París del siglo XIX, abandonado entre la multitud, que se va fijando en las claraboyas y en el cemento que todo lo invade. Por todas partes se alza el progreso moderno, pero Benjamin echa de menos la experiencia. El concepto de experiencia, el contacto directo con las cosas, piensa Benjamin, es algo que se está perdiendo. Esta falta de sensibilidad se manifiesta también en la ausencia de citas. Citar es un acto de espiritualidad, es tener en cuenta el pasado del que venimos. Él era un coleccionista de citas. La misión de las citas es interrumpir los discursos lineales de la modernidad. Es necesario pararse, mirar hacia atrás, como hace la cita. A esta sensibilidad la llama Benjamin “cultura del corazón”.

Como veis, amplío, tal vez salvajemente, el concepto de espiritualidad; pero soy incapaz de hablar de ella sin rodeos. Y con los rodeos continúo: en un seminario en Tubinga, al que asistió como invitado Gadamer, el gran especialista en hermenéutica, nos lanzó la siguiente pregunta: ¿Y qué entienden ustedes por hermenéutica? Todos, sin gran originalidad, fuimos respondiendo que era una interpretación de los textos, de la música, de la historia, de la vida, etc. Y, concluida la ronda, le espetó al catedrático que tenía a su lado: “¿y quién le interpreta a usted, querido colega, quién nos interpreta a todos?”. Se hizo un silencio que pareció no tener fin… Esto me trae al recuerdo que también nuestro José Luis Aranguren pedía una “última comprensión”, tal vez a la Deidad “ante la cual hayamos existido…”.

Pienso que la espiritualidad no puede ser ajena a todo lo que vengo narrando. Tampoco la considero ajena a las tres experiencias que nos legó el filósofo vienés L Wittgenstein. La primera de ellas es el asombro: uno es espiritual cuando se asombra. Por el asombro comenzó la filosofía. “Vete por el mundo y maravíllate”, escribió nuestro R. Lulio. La segunda experiencia alude al sentirse seguro pase lo que pase. La formula en tiempos de penumbra, en vísperas de partir para un campo de batalla del que no sabe si retornará. Y la tercera experiencia lleva el nombre de sentimiento de culpa. Es inútil exculparse siempre. Algo dentro de nosotros nos dice “ese hombre eres tú”.

Como complemento de la pregunta anterior, ¿nos podrías mencionar algunas de las principales corrientes de espiritualidad hoy y decirnos cuáles de ellas son más auténticas, más ricas y creativas, y cuáles serían más pobres o incluso problemáticas?

Hay una frase del filósofo judío francés Lévinas que siempre me ha impresionado. Escribe: “no hay nada en una gran espiritualidad que esté absolutamente ausente en otra gran espiritualidad”. Hay, pues, un aire de familia entre las grandes espiritualidades. El teólogo suizo Urs von Balthasar distingue tres clases de espiritualidad: la trascendental, que consiste en salir de sí mismo hacia el Absoluto; la activista, centrada en el compromiso con el mundo; y la pasiva, que sería la indiferencia frente al mundo. Tengamos en cuenta que, como afirma K. Rahner, la espiritualidad es una “ciencia no identificada, o no suficientemente identificada”. Caben, pues, muchas aproximaciones a ella.

Personalmente considero que las formas de espiritualidad van muy unidas a sus respectivas religiones. Max Weber hablaba de dos tipos ideales de religión: las proféticas y las místicas. Después de Weber hemos añadido otro tipo: el de las religiones sapienciales. Cuando se habla de la espiritualidad profética -evidentemente con variantes entre judaísmo, cristianismo e Islam, aunque también con mucho en común- se alude a espiritualidades activas, emprendedoras, transformadoras, que se vuelcan en el trabajo y en la acción. En ellas la figura central es el profeta. Cuentan también con una rica herencia dogmática, asertiva; tienen mucho que defender. De ahí que el diálogo con ellas se torne laborioso. Pero, por otra parte, son necesarios los asertos. Decía Lutero: “suprime los asertos y acabarás con el cristianismo”. Ninguna de las religiones proféticas es muda. En la medida en que han perfilado más su capital dogmático, asertivo, etc., y que lo han desarrollado más filosóficamente, como es el caso del cristianismo, es más difícil dialogar con ellas. O, al menos, es más difícil alcanzar acuerdos doctrinales (siempre serán más fáciles los acuerdos operativos). Nietzsche decía que su mayor objeción contra el cristianismo era que los cristianos están “agobiados de convicciones”. Por eso, prefería el budismo (que, además, no insiste en el concepto de pecado).

Siguiendo con nuestra clasificación, el siguiente tipo de religión es el de las religiones místicas, sobre todo el hinduismo y el budismo que son las que nos resultan más familiares. En ellas se cultiva la interioridad, la indiferencia (en el buen sentido) frente al mundo. No ignoro que hay quien acusa al budismo de la pobreza de la India. Justo porque le falta lo que tienen las religiones proféticas: el espíritu transformador, activo. De todas formas, no debemos olvidar que en Japón hay budismo y no hay pobreza. Con todo, es posible que la pasividad de las religiones místicas tenga algo que ver con la pobreza de sus gentes, no lo sé. Ciertamente lo que predomina en ellas es la contemplación, la meditación, la búsqueda de la paz, el sosiego, la tolerancia, la compasión (no son tan agresivas como han sido y siguen siendo las proféticas). Lo que más me impresiona de estas religiones es que tienen una gran confianza antropológica. Creen posible la victoria sobre nuestro agitado mundo interior. Creen que, si nos lo proponemos, podemos alcanzar el “nada te turbe” y convertirnos en señores de nosotros mismos. Hay una gran confianza antropológica en la capacidad del ser humano para conducir su propia interioridad.

En tercer lugar vendrían las religiones sapienciales, el confucianismo y el taoísmo. Hay quien no habla de religiones ni de espiritualidad, sino de sabiduría. Serían más bien filosofías, modos de afrontar la vida. En mi opinión, se puede hablar de una espiritualidad sapiencial. Lo propio de estas religiones o filosofías es el ordenar y organizar la vida de una forma sobria y prudente en todos sus aspectos; organizar la sociedad, la economía, la política, la familia, etc., de forma sabia. Y algo determinante en esta espiritualidad es el culto a los antepasados. Algo que se da también en las religiones tradicionales africanas. En ellas, cuando alguien muere, se le entierra en el propio patio de la casa o se le conduce al lugar donde nació para unirlo a la gran familia de los antepasados. Pues, mientras se recuerda el lugar y el nombre, el difunto no ha muerto del todo, es un muerto viviente. El confucianismo, que es la religión de los funcionarios chinos, es una religión urbana y muy volcada en la transformación de la civilización. En cambio, el taoísmo, que es la religión de los campesinos, desconfía mucho de la civilización y de sus logros, tiene mucho contacto con la naturaleza, desarrolla más la contemplación y la gratuidad. De modo que, más que hablar de otro tipo de corrientes dentro de la espiritualidad, considero que la espiritualidad viene dada por estos tres grandes bloques de religiones y por lo que cada uno de ellos significa.

Sin embargo, la espiritualidad no tendría por qué ser una dimensión, un cultivo reservado a las mujeres y los hombres religiosos…, ¿no te parece? Tú vienes de la teología, pero te mueves en el ancho mundo de las religiones y del pensamiento abierto y crítico. En ese ancho mundo habrás escuchado hablar, seguro, de “espiritualidad laica”. ¿Es una ficción, o acaso, incluso, una ofensa para algunos, o bien una posibilidad, incluso una oportunidad humanizadora?

La espiritualidad no es algo exclusivo de las religiones, pero sí está muy ligada a ellas. En la visita de Benedicto XVI a Francia, Sarkozy le dijo: “prescindir de la religión es una locura, un ataque contra la cultura”. Y Fernando Savater preguntaba a este propósito: “¿quién le ha dicho a Sarkozy que solo se puede buscar la espiritualidad en la religión?”. Pero, en honor a la verdad, Sarkozy solo había dicho que en la búsqueda de la espiritualidad no se debería prescindir de las religiones, algo con lo que estoy fundamentalmente de acuerdo. Debemos tener en cuenta que las religiones lo han configurado casi todo. Habría tal vez que precisar que la espiritualidad va ligada a las religiones, aunque no tanto a las instituciones religiosas. Las religiones han sido el humus, el terreno de cultivo de las culturas en las que ha emergido la espiritualidad. Los grandes sistemas filosóficos de la India coinciden con el surgir de sus grandes religiones, el hinduismo y el budismo. Y aquí mismo, en España, nuestra espiritualidad va muy ligada al cristianismo. Ser enteramente no cristiano, sostenía Kolakowski, sería no pertenecer a esta cultura. Y es que las religiones son también cultura. Son muchos los sociólogos que reconocen su contribución a nuestra concepción del orden, de la normatividad, del sentido.

Pero también hay que poner el acento en la primera parte de la afirmación anterior: la espiritualidad no es algo exclusivo de las religiones. De hecho, todo lo que he dicho hasta ahora es, también, propio de una espiritualidad laica. En otros tiempos, no tan lejanos, en el cristianismo solo se hablaba de una espiritualidad, la monástica. Ni siquiera había una espiritualidad del clero. Pero, volviendo sobre vuestra pregunta: lo que yo entiendo por espiritualidad laica lo dejó reflejado maravillosamente Ignacio Ellacuría, basándose en la filosofía de Zubiri. Ellacuría habla de la espiritualidad de hacerse cargo misericordiosamente de la realidad, algo que constituye un imperativo de la espiritualidad laica. A continuación se refiere a la espiritualidad de cargar con la realidad mediante el compromiso personal. Y, en tercer lugar, habla de la espiritualidad de encargarse de la realidad, de su transformación, de su liberación. Poco tendría yo que añadir a este hermoso credo. Es verdad que Ellacuría añade a continuación que se trata de una espiritualidad que cree en la presencia del Espíritu Santo en la vida de las personas, de las comunidades y de las instituciones. Algo que, por lo demás, no tiene por qué estar ausente de una espiritualidad laica.

Casiano Floristán –me complace tener un recuerdo cariñoso para su memoria– hablaba también de la espiritualidad litúrgica, de la espiritualidad carismática y de la espiritualidad liberadora. Citando a Gustavo Gutiérrez lo resumía todo en dos palabras: “contemplar y practicar o silencio y acción”. Es el silencio al que apelaba Wittgenstein cuando evocaba “lo inexpresable, lo inefable”. Inexpresable, según él, es el mundo, no cómo sea el mundo sino “que el mundo sea”, es decir, el hecho de que el mundo exista, de que exista algo y no nada. Esta ha sido la gran pregunta no solo para Wittgenstein, sino para toda la historia de la filosofía. Inexpresable es también la ética, inexpresable es el sentido del mundo que, según Wittgenstein, está fuera del mundo; e inexpresable es Dios, la supervivencia, la vida…Todo esto forma parte, creo, de experiencias de espiritualidad laica.

A veces, simplificando, se ha entendido por espiritualidad “rezar mucho”. Sin duda, la oración es parte esencial de la vida espiritual, incluso la oración de petición. Mediante ella no se pretende informar a Dios de lo que él ya sabe (la necesidad concreta por la que se atraviesa); el destinatario final de la oración de petición es la persona que ora y suplica. Por medio de la oración se sentirá mejor, se habrá abierto a un Tú bondadoso y personal que le proporcionará paz y sosiego. La oración no es solo, como quería Wittgenstein, “pensar en el sentido del mundo”. Es, también, lenguaje entrecortado, llanto, protesta y, tal vez, aceptación final y serena.

Existe también la espiritualidad de las grandes preguntas. Alguien ha dicho que es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica. Y es que el ámbito de lo significativo es mucho más amplio que el de lo científico. Podría incluso darse el caso (se da) de que, aunque se hubiesen solucionado todos los problemas científico-técnicos, los humanos se siguiesen preguntando por el sentido último de la realidad y de la vida.

Y ahora, después de perfilar qué queremos decir cuando hablamos de espiritualidad y volviendo al inicio, ¿crees que la política está necesitada, hoy sobre todo, de un impulso de espiritualidad, si quieres, como lo expresaba el teólogo político Metz, de mística, una mística, evidentemente, “de ojos abiertos”, como decía él?

Me impresionó mucho que Habermas, al recibir el premio de los libreros alemanes, no tuviese reparos en aludir a la resurrección de los muertos. Ante él se encontraba el gobierno alemán en pleno, con el canciller Schroeder a la cabeza. Y nadie se extrañó (ni protestó). Y es que, cuando la espiritualidad se expone con profundidad, puede tener cabida en la política. Porque, como sostenía el filósofo crítico Max Horkheimer, una política (y una ética) que no conserve en sí un momento de teología se reduce a mero negocio. Quizás de esta separación sea más culpable la religión que la política. Porque no ha sabido llegar a la política de una forma convincente, de una forma inteligible.

En realidad, si uno repasa un poco la historia, pronto cae en la cuenta de que ni Tomás de Aquino, ni Maquiavelo, ni Leibniz, ni Hegel fueron meros catedráticos de gabinete que pasaron de puntillas sobre la configuración social, política, cultural, económica de su tiempo. Fueron auténticos ideólogos e iluminadores de lo que ocurría. Había una fusión entre política y filosofía, entre política y teología. Por ejemplo, no se comprendería hoy la Revolución Francesa sin Voltaire y Rousseau. Por eso, lo primero que hizo la Revolución fue desenterrar sus cadáveres y pasearlos solemnemente por las calles de un París engalanado; el pueblo francés reconocía que estas personas habían estado en la base de la transformación política, económica, social, y también religiosa que había originado la Revolución.

Creo que hay que ir hacia una política culta, que tenga en cuenta todas estas grandes preguntas. Una política exclusivamente economicista es un fenómeno reciente, un regalo envenenado de Bruselas. La historia es testigo de la fecundación mutua entre religión y política. Habría que volver a este tipo de fecundación. Hay un texto evangélico que nadie debería despreciar. Es una página memorable del evangelio de Mateo. Me refiero al capítulo 25 de su evangelio, un capítulo que forma parte de la Biblia del increyente y de la política, de las dos cosas. El texto nos es familiar: en el juicio final se nos preguntará si dimos de comer al hambriento, de beber al sediento, si acogimos al forastero, si visitamos a quienes están en la cárcel… Si de la Biblia solo pudiésemos salvar una página, sería necesariamente ésta. Jesús no habla ahí del judío, sino del ser humano en general. En tiempos de Jesús había 200 millones de personas sobre la tierra. Y, de esos 200 millones, Jesús se dirigió fundamentalmente a su pueblo, pero esa página está dirigida a todos y, en parte, ha configurado hasta hoy los sistemas axiológicos de Occidente.

La espiritualidad, por tanto, no tiene por qué “distraer” del compromiso por la tierra, por los seres humanos y la historia –en contra de las malas experiencias que llevaron a la crítica radical ilustrada, marxista y tantas otras…

En efecto, yo creo más bien que hay una espiritualidad de la inmediatez. Lo decía Camus: “lo urgente es curar”. Esos cinco millones largos de parados que tenemos en España están reclamando una espiritualidad y una política de la inmediatez. Pero además de esa, como en la Escuela de Frankfurt, existe otra espiritualidad y otra política que se sobrecarga con otro tipo de preguntas sobre el sentido de la vida, sobre el mal y el bien, sobre la felicidad, sobre la justicia final, etc. Creo que la política tendría que estar haciendo las dos cosas a la vez. Desde luego, lo urgente es la inmediatez, pero, al mismo tiempo, no se pueden olvidar, como pone de manifiesto el debate entre Walter Benjamin y Max Horkheimer, las preguntas sobre el futuro de las víctimas, sobre la memoria y el sentido de la historia.

Y, en un plano más concreto, estoy pensando en políticos cristianos, como Aldo Moro, un hombre de mediación, de reconciliación, el hombre que ponía paz, que sabía negociar. Algo de esto puede ofrecer la religión a la política: la cercanía, la bondad, la fiabilidad. Recuerda H. Küng que la Europa actual hubiera sido casi impensable sin el abrazo entre Adenauer y De Gaulle. Abrazo que quedó sellado religiosamente en la catedral de Reims. Ahí se escenificó el perdón entre Alemania y Francia. Sin ese perdón, probablemente no existiría hoy la Unión Europea. Esto quiere decir que el planteamiento de los grandes políticos no tiene que ser meramente burocrático y tecnológico, al estilo de la política de Bruselas, sino ético- religioso. Y aquí las religiones tienen mucho que decir.

Cabe recordar también cómo el entonces obispo de Berlín, Julius Döpfner, en los años cincuenta del siglo pasado, hizo una llamada a la reconciliación entre Alemania y los Estados del Pacto de Varsovia. No tuvo éxito, pero, después, en 1965, la Iglesia Evangélica Alemana publicó un conocido Memorándum, bien fundamentado teológica y políticamente, que puso las bases de la reconciliación entre alemanes, rusos, polacos y checos. Posteriormente se llegaría a los Pactos del Este, pero en toda aquella historia estuvo muy presente la religión. Y todos esos pactos se sellaron definitivamente cuando un gran canciller, que no era creyente pero a lo mejor era religioso, Willy Brandt, cayó de rodillas en Varsovia ante el monumento a las víctimas del nazismo. Un canciller alemán arrodillado era demasiado para muchos alemanes y Alemania se dividió entre partidarios y detractores de aquel gesto histórico. Pero, poco después, le dieron el premio nobel de la paz. ¡Qué pocos nobel de la paz se habrán dado con tanta justicia como aquel!

En definitiva, difícilmente concibo la espiritualidad al margen de las religiones, porque veo que estas lo han moldeado todo, incluida la política. Lo que no quiere decir que se trate de restaurar ahora la Democracia Cristiana o partidos parecidos. Hablo de una política profunda, con sentido, en línea con eso que hemos citado antes: “tuve hambre y me disteis de comer…” Lo que me recuerda inmediatamente aquella frase del ya citado filósofo marxista E. Bloch: “el estómago es la primera lámpara que reclama su aceite”. A pesar de múltiples esfuerzos, la realidad sigue siendo cruel. Un informe de Cristianisme i justicia indica que la escolarización primaria de todos los niños podría hacerse realidad dentro de 33 años; que la nutrición de los niños menores de cinco años podría ser posible dentro de 59 años; que la mortalidad de los niños menores de un año podría desaparecer dentro de 23 años; y, pasados 20 años, es posible que haya agua potable para todos… Estamos lejos del cumplimiento de Mateo 25.

Para concluir, quisiera aludir al libro de L. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. El autor informa de que los beneficios que acarreaba el ser cristiano no quedaban confinados al otro mundo; no es que la gente se hiciera cristiana para salvar su alma en el otro mundo, sino porque la Iglesia cristiana ofrecía una especie de seguridad social: cuidaba huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados, tenía un fondo común para funerales de los pobres y un servicio para las épocas de epidemia. Y Dodds acaba diciendo que tampoco eso era lo esencial que ofrecía el cristianismo, sino que su principal ayuda consistía en mitigar la soledad. Y cita a Epicteto, que habla del horrible desamparo que puede experimentar el ser humano en medio de sus semejantes. El cristianismo venía a llenar los tres ámbitos: el del alivio de la existencia presente, el del más allá, y el del desamparo y la soledad. ¡Una espiritualidad a la medida de aquellos tiempos!

Hoy, a cincuenta años del 11 del octubre de 1962, estamos recordando la apertura del Vaticano II. ¿Qué te dice la figura del Juan XXIII respecto a la espiritualidad y política de Occidente?

Fue un hito en la historia de la espiritualidad y de la política mundial. Cuando en 1963 se publicó la encíclica Pacem in terris, un canto a la libertad, al amor, a la justicia, fue un acontecimiento saludado y favorablemente acogido en todos los ámbitos políticos. Se convirtió en un vademécum para innumerables personas. Aparte de sus encíclicas, me impresionó mucho la sensibilidad de Juan XXIII frente al sufrimiento. En una ocasión le proyectaron una película sobre el holocausto. Y, al terminar la película y ver aquellos cuerpos destrozados, dijo: “hoc est corpus Christi”, y se retiró a sus habitaciones a rezar. Se comprende así que el gran rabino de Roma, rodeado de muchos otros judíos, se pasara la última noche de Juan XXIII, la que precedió a su muerte, debajo de la ventana del pontífice rezando por él. Sa - bían que era de los suyos. La gente lloraba por las calles de Roma la muerte del papa bueno. Su espiritualidad, sencilla, evangélica, solidaria, nos marcó a todos. La convocatoria del concilio Vaticano II supuso un hito memorable. José Luis López Aranguren afirmó que aquel concilio había sido el acontecimiento más importante del siglo XX. Es una lástima que cincuenta años después aquellas esperanzas se hayan visto radicalmente frustradas. Roma es al cristianismo lo que Bruselas es a la economía: una instancia fría, inmisericorde, desfasada, legalista, y ajena a las verdaderas y candentes necesidades de las personas.

Como última pregunta, nos gustaría una reflexión sobre la vinculación espiritual y política del ser humano con la tierra, la casa común. Algo sobre la relación cosmológica y planetaria del ser humano…

Es verdad que se está volviendo a una espiritualidad sencilla, casi poética y mística de la tierra. El esfuerzo de L. Boff y otros muchos movimientos ecologistas ha sido pionero. No olvidemos que, para los primeros filósofos, junto con el fuego, el agua y el aire, la tierra era uno de los elementos fundamentales. A ella volveremos al término de nuestra travesía por la historia. Estamos, pues, retornando a aquello que los primeros filósofos consideraban fundamental. Creo que esta vuelta es necesaria. Rahner reconocía que algunos símbolos de la creación ya no tienen la fuerza de antaño, pero no podemos sustituirlos arbitrariamente. El agua, el vino, el pan, el aceite tienen larga vida asegurada. No hay recambio simbólico para ellos. Rahner distinguía entre símbolo primario y símbolos secundarios. Símbolo primario es el propio ser humano, caído, indigente, roto, y sometido a las situaciones dramáticas que tan acertadamente describió Karl Jasper. Pero el símbolo secundario (el pan, el agua, el vino, el aceite, la tierra), que no quiere decir que sea menos importante, es el que viene a iluminar esas situaciones duras, amargas. Valoro mucho esta vuelta a la tierra y a los elementos y alimentos que ella produce, aunque lo ignoro casi todo sobre el tema. Tenéis que preguntar a L. Boff y a los movimientos que con entrega y desinterés han comprendido la urgencia e importancia del tema.




Manuel Fraijó (Guadalcázar, Córdoba, España, 1942), teólogo y filósofo español, discípulo y amigo de grandes pensadores en el ámbito de la teología y la filosofía, como K. Rahner, W. Pannenberg, H. Küng, J. Moltmann y J. B. Metz, en Europa, y José Luis López Aranguren, en España.

Uno de los teólogos españoles con más bagaje filosófico y, desde luego, uno de los filósofos con mayor y más profundo conocimiento de la teología, Fraijó es un pensador de frontera entre la teología y la filosofía, entre la fe y la razón, la religión y la cultura, entre la vida con sus dramas y esperanzas, con sus interrogantes abiertos, y la razón atenta al dolor humano y abierta al horizonte ilimitado donde se anuncia el sentido, y con él la esperanza. Su pensamiento es, por eso, tan hondo y riguroso como abierto y sensible a lo que acucia al ser humano, a las esperanzas incumplidas de las víctimas de la historia.

Para abrir boca: con la que está cayendo en esta crisis, ¿no es extraño que se nos ocurra hablar de espiritualidad en lugar de… economía, por ejemplo?

Pienso que es el momento para hablar de espiritualidad, dado que, en nuestros días, se está cumpliendo aquello que decía Bergson, premio nobel de literatura y uno de los referentes espirituales más importantes del pasado siglo: que tenemos un cuerpo muy grande y un alma muy pequeña. Y murió en 1941 pidiendo un suplemento de alma. Es la espiritualidad que estamos buscando. Decía también Bergson que la mecánica exige una mística. Hemos desarrollado mucho la mecánica y nos falta la mística. Por eso es muy apropiado hablar hoy día de este tipo de espiritualidad. De Bergson son importantes, a mi modo de ver, dos cosas: el argumento y el testimonio. Él supo hacer ambas cosas: argumentó, por supuesto, desde la filosofía, desde las fuentes de la moral y de la religión, y dejó un testimonio que, en el campo de la espiritualidad, ha quedado como paradigma.

Procedía del judaísmo, pero, con el paso del tiempo, fue cayendo en la cuenta de que la culminación del judaísmo era el catolicismo. Y quiso convertirse al catolicismo. Pero justamente en ese momento, en el fragor de la Segunda Guerra Mundial, es cuando Hitler estaba machacando a los judíos. Bergson no dio el paso al catolicismo por fidelidad a su pueblo. Antes de su muerte dejó escrita una nota a su mujer diciendo que, llegada esa hora, llamara un sacerdote católico. Advirtiéndole, eso sí, que no se había podido convertir al catolicismo por la situación que estaba atravesando su pueblo. Y, ya anciano y gravemente enfermo, movido por esta opción y sostenido por dos familiares, se puso en cola para registrarse como judío desaprovechando “la indulgencia” de Hitler para con los judíos ilustres que residían en París.

Entiendo la espiritualidad en este sentido bergsoniano: argumento y testimonio. Algo parecido encuentro en la obra La consolación de la filosofía, de Boecio: mientras espera en la cárcel una muerte injusta, fruto de intrigas y calumnias, acude a la filosofía, buscando sentido a lo que le está ocurriendo; buscando, tal vez, el “consuelo” tan ensalzado por nuestro Unamuno (credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela). Es cierto que, como veremos, hay muchas clases de espiritualidad, pero es muy importante, en estos momentos, la que reclama “un suplemento de alma”.

Evidentemente, también nosotros pensamos que es momento para hablar de espiritualidad. Justamente en este tiempo de crisis. La crisis es, sin duda, fruto podrido de una profunda carencia de ética. Pero, bien pensado, ¿no podríamos decir que lo es también de una no menos profunda carencia de espiritualidad, de una falta de aquella “profundidad” de la que hablaba el gran teólogo Paul Tillich?

Sí. Me gustó mucho aquel librito de Paul Tillich titulado La dimensión perdida, que sigue teniendo actualidad. Ahí identificaba él espiritualidad con profundidad. Hablando de la espiritualidad perdida, quisiera decir varias cosas. En primer lugar, para empezar por lo positivo, estoy convencido de que ninguna persona puede vivir sin espiritualidad. La espiritualidad está en todas la personas, en todos los pueblos –todos los pueblos tienen su historia espiritual, hecha de la forma como viven y mueren, hecha de sus filoso - fías y teologías, de su literatura, su ciencia, su arte, etc.– Nadie puede vivir sin espiritualidad. En algún sentido, también la filosofía es espiritualidad. El filósofo, como el teólogo, se inclina sin cesar sobre el misterio de la vida y de la muerte. Es, según Ortega, lo que siempre hizo Dilthey. Evocando lo importante que es el misterio, escribe G. Scholem en su libro Hay un misterio en el mundo: “Si el sentimiento de que el mundo esconde un misterio desaparece alguna vez de la humanidad, todo habrá acabado. No creo, en cualquier caso, que lleguemos tan lejos”.

Precisando un poco más, y dicho de una forma algo simple, entiendo por espiritualidad “el rechazo de la tentación de la obviedad”. Todo lo que nos rodea es misterioso. Poco antes de morir, decía Severo Ochoa: “siento irme de este mundo sin saber exactamente dónde he estado”. Me impresiona que un científico de su importancia llegase a esta conclusión. Pienso, pues, que la espiritualidad es lo contrario de la banalidad. Solía decir y escribir Bloch: “la sola banalidad no salva”. La banalidad no tiene ningún carácter salvífico. El auge de la banalidad corre paralelo con la escasez de ofertas de salvación. El mismo Bloch distinguía entre “Trascender” (con mayúscula) y “trascender” (con minúscula). La Trascendencia, con mayúscula, se refiere evidentemente a Dios, y es patrimonio de los creyentes en su existencia. Pero la otra trascendencia, la escrita con minúscula, es de todos. A través de ella nos elevamos sobre el reino animal, creamos obras de arte y alumbramos el mundo de la ciencia y la técnica. El epitafio que se puede leer en la tumba de Bloch, en el cementerio de la hermosa ciudad de Tubinga, reza: “pensar es trascender”. Trascender, con minúscula, es lo que siempre hizo el gran espíritu que fue Bloch. Hay, por tanto, un trascender con minúscula que es esta apertura del espíritu a la historia, a la ciencia, a la teología, a la filosofía, al arte, a la vida, a la muerte. Entiendo que a ese “trascender” se le puede llamar “espiritualidad”, sin forzar en absoluto el concepto de espiritualidad. Y, si todavía me continuáis pidiendo aproximaciones al concepto de espiritualidad, os remitiría al bueno de Kant. Pienso, como él, que quien eleve sus ojos al cielo estrellado y contemple la ley moral dentro de nosotros es profundamente espiritual. Mirar a los cielos y practicar la “autopercatación” (Ortega) sitúa en el ámbito de la espiritualidad.  Hay ya bastantes pensadores religiosos, pero también laicos, el papa actual Benedicto XVI por supuesto, pero también, por ejemplo, el pensador crítico J. Habermas, que hablan de una “secularización descarrilada”, es decir, de una secularización excesivamente plana que está conduciendo al “auge de la banalidad”, como avisaba ya el pensador griego C. Castoriadis. ¿Estarías de acuerdo con este diagnóstico? ¿Lo matizarías, acaso?

Esta pregunta me devuelve a mis recuerdos de estudiante doctorando en la Universidad de Tubinga. Hubo una época en la que, entraras a la clase que entraras (la de Küng, la de Kasper, la de Grainacher, la de Moltmann, la de Käsemann, etc.), en todas se estaba hablando de secularización. Se tenía miedo de que la secularización se convirtiera en secularismo, como temía Gogarten. Todos pensaban que la secularización es un fenómeno muy positivo, que estaba ya en el Antiguo Testamento; que la religión, y el cristianismo en concreto, necesitan la secularización. Pero se temía que ésta derivase en un secularismo que condujera al ateísmo y redujera la religión a un simple gueto.

En cambio, hace unos años, en un seminario sobre la secularización, celebrado no lejos de Tubinga, en el que participaba el teólogo protestante Pannenberg y otros grandes pensadores, no se preocupaban por el futuro de la religión, afectada por la secularización como en los años 70, sino por el futuro de la secularización misma. ¿En qué sentido? Consideraban que, en otro tiempo, la secularización fue una gran ayuda para la religión, pero, en las actuales circunstancias, es la cultura secular la que necesita del apoyo de la religión. Tengo la impresión de que así piensan también Benedicto XVI y Habermas. El título del seminario al que acabo de aludir era “salvemos la secularización”. Y la tesis era esta: las instituciones seculares (la política, la economía, la justicia, etc.) han degenerado tanto que necesitan salvación. Y la religión, en la medida en que pueda, debe ayudarlas. La tesis es que las instituciones seculares están perdiendo hoy día tal grado de legitimidad que están poniendo en peligro el futuro de la sociedad. Y ahí es donde Ratzinger y Habermas quieren introducir el tema de la religión, algo que a mí no me parece disparatado. Porque cualquier cosa que ayude -y la religión también puede hacerlo- será bienvenida. Sería lamentable que la secularización, que tanto nos costó conquistar, se convirtiera hoy en decadencia y fuente de conflictos. Sería dar la razón al islam, que considera a la secularización como la madre de todos los desaguisados. Llenos de orgullo, los musulmanes proclaman que, como ellos nunca estuvieron clericalizados, también se ahorraron la secularización. No es el caso del Occidente cristiano (ni, por cierto, tampoco del islam, pero no entraremos en ese tema) que sufrió los rigores del clericalismo, casi como forma de vida.

¿Urge, pues, una vuelta a la espiritualidad? Nos dirás -o lo pensarás- que todo depende de qué queremos decir con ello... ¿Puedes decirnos en qué consistiría ese retorno? ¿De qué hablamos cuando hablamos de espiritualidad? ¿Cual sería su meollo genuino? ¿Cuáles sus formas perversas?

En la Edad Media se definía la espiritualidad como “extensio animi ad magna” (apertura del espíritu a cosas grandes) que, a mi modo de ver, va muy unida a otras dos palabras: la “humilitas”, tan propia de la Edad Media, y la “curiositas” (curiosidad, búsqueda, afán de saber), convertida casi en lema del Renacimiento. Esta mezcla entre “humilitas” y “curiositas” puede formar parte de la definición de espiritualidad. Ambas continúan en la línea de la profundidad, de la que ya hemos hablado. Heidegger lo dijo muy acertadamente en un pequeño escrito, titulado Gelassenheit y que podríamos traducir como distendimiento, sosiego, serenidad, paz. Su tesis fundamental es que se está dando una huida acelerada del pensar. Y él distingue en el pensar dos vertientes: la que llama “pensamiento calculador” y la que denomina “pensamiento meditativo”. El pensamiento calculador lo necesitamos para vivir, sin él no habríamos accedido a la técnica ni al progreso; pero el pensamiento meditativo, contemplativo, constitutivo de la espiritualidad, lo necesitamos para acceder a la vida buena, al humanismo, a la propia interioridad.

Personalmente, yo tendría también en cuenta la distinción que hace Savater entre creyente y religioso. El creyente es el que se adhiere a un credo, a unos símbolos, a unos ritos determinados. Religioso, en cambio, es algo más difuso, más impreciso. Tiene que ver con el dicho de Goethe: si buscas el Infinito, corre tras lo finito en todas direcciones. Ser religioso es ser sensible a lo que nos supera, a lo que nos coloca al borde de lo desorbitado; es tener antenas para la gratuidad, para el amor, para lo Otro. Se puede, por supuesto, ser religioso sin ser creyente, y uno esperaría que nunca se dé el caso contrario: ser creyente sin ser religioso. Pero desgraciadamente la vida enseña que también esto es posible. Existen, aunque solo como excepción, funcionarios del altar sin mayor sensibilidad para lo religioso. Lo creen todo, pero también les resbala todo. Justo lo contrario de la experiencia que tuvo R. Otto, el gran fenomenólogo de la religión, al entrar en la sinagoga de Tánger y escuchar el tres veces “santo” de Isaías. Allí nació el título de su libro Lo santo, probablemente el libro de teología más leído del siglo XX. Fue allí donde comprendió que la experiencia religiosa posee una doble vertiente: es “fascinante” (asombrosa, iluminadora, cercana a la felicidad), pero también “tremenda” (exigente, rigurosa, próxima al temor).

También considero muy acertada, si me permitís que continúe pidiendo ayuda a los amigos de la tradición filosófico-teológica, la mirada de Walter Benjamin sobre la figura del flaneur: el flâneur es el paseante solitario en el París del siglo XIX, abandonado entre la multitud, que se va fijando en las claraboyas y en el cemento que todo lo invade. Por todas partes se alza el progreso moderno, pero Benjamin echa de menos la experiencia. El concepto de experiencia, el contacto directo con las cosas, piensa Benjamin, es algo que se está perdiendo. Esta falta de sensibilidad se manifiesta también en la ausencia de citas. Citar es un acto de espiritualidad, es tener en cuenta el pasado del que venimos. Él era un coleccionista de citas. La misión de las citas es interrumpir los discursos lineales de la modernidad. Es necesario pararse, mirar hacia atrás, como hace la cita. A esta sensibilidad la llama Benjamin “cultura del corazón”.

Como veis, amplío, tal vez salvajemente, el concepto de espiritualidad; pero soy incapaz de hablar de ella sin rodeos. Y con los rodeos continúo: en un seminario en Tubinga, al que asistió como invitado Gadamer, el gran especialista en hermenéutica, nos lanzó la siguiente pregunta: ¿Y qué entienden ustedes por hermenéutica? Todos, sin gran originalidad, fuimos respondiendo que era una interpretación de los textos, de la música, de la historia, de la vida, etc. Y, concluida la ronda, le espetó al catedrático que tenía a su lado: “¿y quién le interpreta a usted, querido colega, quién nos interpreta a todos?”. Se hizo un silencio que pareció no tener fin… Esto me trae al recuerdo que también nuestro José Luis Aranguren pedía una “última comprensión”, tal vez a la Deidad “ante la cual hayamos existido…”.

Pienso que la espiritualidad no puede ser ajena a todo lo que vengo narrando. Tampoco la considero ajena a las tres experiencias que nos legó el filósofo vienés L Wittgenstein. La primera de ellas es el asombro: uno es espiritual cuando se asombra. Por el asombro comenzó la filosofía. “Vete por el mundo y maravíllate”, escribió nuestro R. Lulio. La segunda experiencia alude al sentirse seguro pase lo que pase. La formula en tiempos de penumbra, en vísperas de partir para un campo de batalla del que no sabe si retornará. Y la tercera experiencia lleva el nombre de sentimiento de culpa. Es inútil exculparse siempre. Algo dentro de nosotros nos dice “ese hombre eres tú”.

Como complemento de la pregunta anterior, ¿nos podrías mencionar algunas de las principales corrientes de espiritualidad hoy y decirnos cuáles de ellas son más auténticas, más ricas y creativas, y cuáles serían más pobres o incluso problemáticas?

Hay una frase del filósofo judío francés Lévinas que siempre me ha impresionado. Escribe: “no hay nada en una gran espiritualidad que esté absolutamente ausente en otra gran espiritualidad”. Hay, pues, un aire de familia entre las grandes espiritualidades. El teólogo suizo Urs von Balthasar distingue tres clases de espiritualidad: la trascendental, que consiste en salir de sí mismo hacia el Absoluto; la activista, centrada en el compromiso con el mundo; y la pasiva, que sería la indiferencia frente al mundo. Tengamos en cuenta que, como afirma K. Rahner, la espiritualidad es una “ciencia no identificada, o no suficientemente identificada”. Caben, pues, muchas aproximaciones a ella.

Personalmente considero que las formas de espiritualidad van muy unidas a sus respectivas religiones. Max Weber hablaba de dos tipos ideales de religión: las proféticas y las místicas. Después de Weber hemos añadido otro tipo: el de las religiones sapienciales. Cuando se habla de la espiritualidad profética -evidentemente con variantes entre judaísmo, cristianismo e Islam, aunque también con mucho en común- se alude a espiritualidades activas, emprendedoras, transformadoras, que se vuelcan en el trabajo y en la acción. En ellas la figura central es el profeta. Cuentan también con una rica herencia dogmática, asertiva; tienen mucho que defender. De ahí que el diálogo con ellas se torne laborioso. Pero, por otra parte, son necesarios los asertos. Decía Lutero: “suprime los asertos y acabarás con el cristianismo”. Ninguna de las religiones proféticas es muda. En la medida en que han perfilado más su capital dogmático, asertivo, etc., y que lo han desarrollado más filosóficamente, como es el caso del cristianismo, es más difícil dialogar con ellas. O, al menos, es más difícil alcanzar acuerdos doctrinales (siempre serán más fáciles los acuerdos operativos). Nietzsche decía que su mayor objeción contra el cristianismo era que los cristianos están “agobiados de convicciones”. Por eso, prefería el budismo (que, además, no insiste en el concepto de pecado).

Siguiendo con nuestra clasificación, el siguiente tipo de religión es el de las religiones místicas, sobre todo el hinduismo y el budismo que son las que nos resultan más familiares. En ellas se cultiva la interioridad, la indiferencia (en el buen sentido) frente al mundo. No ignoro que hay quien acusa al budismo de la pobreza de la India. Justo porque le falta lo que tienen las religiones proféticas: el espíritu transformador, activo. De todas formas, no debemos olvidar que en Japón hay budismo y no hay pobreza. Con todo, es posible que la pasividad de las religiones místicas tenga algo que ver con la pobreza de sus gentes, no lo sé. Ciertamente lo que predomina en ellas es la contemplación, la meditación, la búsqueda de la paz, el sosiego, la tolerancia, la compasión (no son tan agresivas como han sido y siguen siendo las proféticas). Lo que más me impresiona de estas religiones es que tienen una gran confianza antropológica. Creen posible la victoria sobre nuestro agitado mundo interior. Creen que, si nos lo proponemos, podemos alcanzar el “nada te turbe” y convertirnos en señores de nosotros mismos. Hay una gran confianza antropológica en la capacidad del ser humano para conducir su propia interioridad.

En tercer lugar vendrían las religiones sapienciales, el confucianismo y el taoísmo. Hay quien no habla de religiones ni de espiritualidad, sino de sabiduría. Serían más bien filosofías, modos de afrontar la vida. En mi opinión, se puede hablar de una espiritualidad sapiencial. Lo propio de estas religiones o filosofías es el ordenar y organizar la vida de una forma sobria y prudente en todos sus aspectos; organizar la sociedad, la economía, la política, la familia, etc., de forma sabia. Y algo determinante en esta espiritualidad es el culto a los antepasados. Algo que se da también en las religiones tradicionales africanas. En ellas, cuando alguien muere, se le entierra en el propio patio de la casa o se le conduce al lugar donde nació para unirlo a la gran familia de los antepasados. Pues, mientras se recuerda el lugar y el nombre, el difunto no ha muerto del todo, es un muerto viviente. El confucianismo, que es la religión de los funcionarios chinos, es una religión urbana y muy volcada en la transformación de la civilización. En cambio, el taoísmo, que es la religión de los campesinos, desconfía mucho de la civilización y de sus logros, tiene mucho contacto con la naturaleza, desarrolla más la contemplación y la gratuidad. De modo que, más que hablar de otro tipo de corrientes dentro de la espiritualidad, considero que la espiritualidad viene dada por estos tres grandes bloques de religiones y por lo que cada uno de ellos significa.

Sin embargo, la espiritualidad no tendría por qué ser una dimensión, un cultivo reservado a las mujeres y los hombres religiosos…, ¿no te parece? Tú vienes de la teología, pero te mueves en el ancho mundo de las religiones y del pensamiento abierto y crítico. En ese ancho mundo habrás escuchado hablar, seguro, de “espiritualidad laica”. ¿Es una ficción, o acaso, incluso, una ofensa para algunos, o bien una posibilidad, incluso una oportunidad humanizadora?

La espiritualidad no es algo exclusivo de las religiones, pero sí está muy ligada a ellas. En la visita de Benedicto XVI a Francia, Sarkozy le dijo: “prescindir de la religión es una locura, un ataque contra la cultura”. Y Fernando Savater preguntaba a este propósito: “¿quién le ha dicho a Sarkozy que solo se puede buscar la espiritualidad en la religión?”. Pero, en honor a la verdad, Sarkozy solo había dicho que en la búsqueda de la espiritualidad no se debería prescindir de las religiones, algo con lo que estoy fundamentalmente de acuerdo. Debemos tener en cuenta que las religiones lo han configurado casi todo. Habría tal vez que precisar que la espiritualidad va ligada a las religiones, aunque no tanto a las instituciones religiosas. Las religiones han sido el humus, el terreno de cultivo de las culturas en las que ha emergido la espiritualidad. Los grandes sistemas filosóficos de la India coinciden con el surgir de sus grandes religiones, el hinduismo y el budismo. Y aquí mismo, en España, nuestra espiritualidad va muy ligada al cristianismo. Ser enteramente no cristiano, sostenía Kolakowski, sería no pertenecer a esta cultura. Y es que las religiones son también cultura. Son muchos los sociólogos que reconocen su contribución a nuestra concepción del orden, de la normatividad, del sentido.

Pero también hay que poner el acento en la primera parte de la afirmación anterior: la espiritualidad no es algo exclusivo de las religiones. De hecho, todo lo que he dicho hasta ahora es, también, propio de una espiritualidad laica. En otros tiempos, no tan lejanos, en el cristianismo solo se hablaba de una espiritualidad, la monástica. Ni siquiera había una espiritualidad del clero. Pero, volviendo sobre vuestra pregunta: lo que yo entiendo por espiritualidad laica lo dejó reflejado maravillosamente Ignacio Ellacuría, basándose en la filosofía de Zubiri. Ellacuría habla de la espiritualidad de hacerse cargo misericordiosamente de la realidad, algo que constituye un imperativo de la espiritualidad laica. A continuación se refiere a la espiritualidad de cargar con la realidad mediante el compromiso personal. Y, en tercer lugar, habla de la espiritualidad de encargarse de la realidad, de su transformación, de su liberación. Poco tendría yo que añadir a este hermoso credo. Es verdad que Ellacuría añade a continuación que se trata de una espiritualidad que cree en la presencia del Espíritu Santo en la vida de las personas, de las comunidades y de las instituciones. Algo que, por lo demás, no tiene por qué estar ausente de una espiritualidad laica.

Casiano Floristán –me complace tener un recuerdo cariñoso para su memoria– hablaba también de la espiritualidad litúrgica, de la espiritualidad carismática y de la espiritualidad liberadora. Citando a Gustavo Gutiérrez lo resumía todo en dos palabras: “contemplar y practicar o silencio y acción”. Es el silencio al que apelaba Wittgenstein cuando evocaba “lo inexpresable, lo inefable”. Inexpresable, según él, es el mundo, no cómo sea el mundo sino “que el mundo sea”, es decir, el hecho de que el mundo exista, de que exista algo y no nada. Esta ha sido la gran pregunta no solo para Wittgenstein, sino para toda la historia de la filosofía. Inexpresable es también la ética, inexpresable es el sentido del mundo que, según Wittgenstein, está fuera del mundo; e inexpresable es Dios, la supervivencia, la vida…Todo esto forma parte, creo, de experiencias de espiritualidad laica.

A veces, simplificando, se ha entendido por espiritualidad “rezar mucho”. Sin duda, la oración es parte esencial de la vida espiritual, incluso la oración de petición. Mediante ella no se pretende informar a Dios de lo que él ya sabe (la necesidad concreta por la que se atraviesa); el destinatario final de la oración de petición es la persona que ora y suplica. Por medio de la oración se sentirá mejor, se habrá abierto a un Tú bondadoso y personal que le proporcionará paz y sosiego. La oración no es solo, como quería Wittgenstein, “pensar en el sentido del mundo”. Es, también, lenguaje entrecortado, llanto, protesta y, tal vez, aceptación final y serena.

Existe también la espiritualidad de las grandes preguntas. Alguien ha dicho que es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica. Y es que el ámbito de lo significativo es mucho más amplio que el de lo científico. Podría incluso darse el caso (se da) de que, aunque se hubiesen solucionado todos los problemas científico-técnicos, los humanos se siguiesen preguntando por el sentido último de la realidad y de la vida.

Y ahora, después de perfilar qué queremos decir cuando hablamos de espiritualidad y volviendo al inicio, ¿crees que la política está necesitada, hoy sobre todo, de un impulso de espiritualidad, si quieres, como lo expresaba el teólogo político Metz, de mística, una mística, evidentemente, “de ojos abiertos”, como decía él?

Me impresionó mucho que Habermas, al recibir el premio de los libreros alemanes, no tuviese reparos en aludir a la resurrección de los muertos. Ante él se encontraba el gobierno alemán en pleno, con el canciller Schroeder a la cabeza. Y nadie se extrañó (ni protestó). Y es que, cuando la espiritualidad se expone con profundidad, puede tener cabida en la política. Porque, como sostenía el filósofo crítico Max Horkheimer, una política (y una ética) que no conserve en sí un momento de teología se reduce a mero negocio. Quizás de esta separación sea más culpable la religión que la política. Porque no ha sabido llegar a la política de una forma convincente, de una forma inteligible.

En realidad, si uno repasa un poco la historia, pronto cae en la cuenta de que ni Tomás de Aquino, ni Maquiavelo, ni Leibniz, ni Hegel fueron meros catedráticos de gabinete que pasaron de puntillas sobre la configuración social, política, cultural, económica de su tiempo. Fueron auténticos ideólogos e iluminadores de lo que ocurría. Había una fusión entre política y filosofía, entre política y teología. Por ejemplo, no se comprendería hoy la Revolución Francesa sin Voltaire y Rousseau. Por eso, lo primero que hizo la Revolución fue desenterrar sus cadáveres y pasearlos solemnemente por las calles de un París engalanado; el pueblo francés reconocía que estas personas habían estado en la base de la transformación política, económica, social, y también religiosa que había originado la Revolución.

Creo que hay que ir hacia una política culta, que tenga en cuenta todas estas grandes preguntas. Una política exclusivamente economicista es un fenómeno reciente, un regalo envenenado de Bruselas. La historia es testigo de la fecundación mutua entre religión y política. Habría que volver a este tipo de fecundación. Hay un texto evangélico que nadie debería despreciar. Es una página memorable del evangelio de Mateo. Me refiero al capítulo 25 de su evangelio, un capítulo que forma parte de la Biblia del increyente y de la política, de las dos cosas. El texto nos es familiar: en el juicio final se nos preguntará si dimos de comer al hambriento, de beber al sediento, si acogimos al forastero, si visitamos a quienes están en la cárcel… Si de la Biblia solo pudiésemos salvar una página, sería necesariamente ésta. Jesús no habla ahí del judío, sino del ser humano en general. En tiempos de Jesús había 200 millones de personas sobre la tierra. Y, de esos 200 millones, Jesús se dirigió fundamentalmente a su pueblo, pero esa página está dirigida a todos y, en parte, ha configurado hasta hoy los sistemas axiológicos de Occidente.

La espiritualidad, por tanto, no tiene por qué “distraer” del compromiso por la tierra, por los seres humanos y la historia –en contra de las malas experiencias que llevaron a la crítica radical ilustrada, marxista y tantas otras…

En efecto, yo creo más bien que hay una espiritualidad de la inmediatez. Lo decía Camus: “lo urgente es curar”. Esos cinco millones largos de parados que tenemos en España están reclamando una espiritualidad y una política de la inmediatez. Pero además de esa, como en la Escuela de Frankfurt, existe otra espiritualidad y otra política que se sobrecarga con otro tipo de preguntas sobre el sentido de la vida, sobre el mal y el bien, sobre la felicidad, sobre la justicia final, etc. Creo que la política tendría que estar haciendo las dos cosas a la vez. Desde luego, lo urgente es la inmediatez, pero, al mismo tiempo, no se pueden olvidar, como pone de manifiesto el debate entre Walter Benjamin y Max Horkheimer, las preguntas sobre el futuro de las víctimas, sobre la memoria y el sentido de la historia.

Y, en un plano más concreto, estoy pensando en políticos cristianos, como Aldo Moro, un hombre de mediación, de reconciliación, el hombre que ponía paz, que sabía negociar. Algo de esto puede ofrecer la religión a la política: la cercanía, la bondad, la fiabilidad. Recuerda H. Küng que la Europa actual hubiera sido casi impensable sin el abrazo entre Adenauer y De Gaulle. Abrazo que quedó sellado religiosamente en la catedral de Reims. Ahí se escenificó el perdón entre Alemania y Francia. Sin ese perdón, probablemente no existiría hoy la Unión Europea. Esto quiere decir que el planteamiento de los grandes políticos no tiene que ser meramente burocrático y tecnológico, al estilo de la política de Bruselas, sino ético- religioso. Y aquí las religiones tienen mucho que decir.

Cabe recordar también cómo el entonces obispo de Berlín, Julius Döpfner, en los años cincuenta del siglo pasado, hizo una llamada a la reconciliación entre Alemania y los Estados del Pacto de Varsovia. No tuvo éxito, pero, después, en 1965, la Iglesia Evangélica Alemana publicó un conocido Memorándum, bien fundamentado teológica y políticamente, que puso las bases de la reconciliación entre alemanes, rusos, polacos y checos. Posteriormente se llegaría a los Pactos del Este, pero en toda aquella historia estuvo muy presente la religión. Y todos esos pactos se sellaron definitivamente cuando un gran canciller, que no era creyente pero a lo mejor era religioso, Willy Brandt, cayó de rodillas en Varsovia ante el monumento a las víctimas del nazismo. Un canciller alemán arrodillado era demasiado para muchos alemanes y Alemania se dividió entre partidarios y detractores de aquel gesto histórico. Pero, poco después, le dieron el premio nobel de la paz. ¡Qué pocos nobel de la paz se habrán dado con tanta justicia como aquel!

En definitiva, difícilmente concibo la espiritualidad al margen de las religiones, porque veo que estas lo han moldeado todo, incluida la política. Lo que no quiere decir que se trate de restaurar ahora la Democracia Cristiana o partidos parecidos. Hablo de una política profunda, con sentido, en línea con eso que hemos citado antes: “tuve hambre y me disteis de comer…” Lo que me recuerda inmediatamente aquella frase del ya citado filósofo marxista E. Bloch: “el estómago es la primera lámpara que reclama su aceite”. A pesar de múltiples esfuerzos, la realidad sigue siendo cruel. Un informe de Cristianisme i justicia indica que la escolarización primaria de todos los niños podría hacerse realidad dentro de 33 años; que la nutrición de los niños menores de cinco años podría ser posible dentro de 59 años; que la mortalidad de los niños menores de un año podría desaparecer dentro de 23 años; y, pasados 20 años, es posible que haya agua potable para todos… Estamos lejos del cumplimiento de Mateo 25.

Para concluir, quisiera aludir al libro de L. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. El autor informa de que los beneficios que acarreaba el ser cristiano no quedaban confinados al otro mundo; no es que la gente se hiciera cristiana para salvar su alma en el otro mundo, sino porque la Iglesia cristiana ofrecía una especie de seguridad social: cuidaba huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados, tenía un fondo común para funerales de los pobres y un servicio para las épocas de epidemia. Y Dodds acaba diciendo que tampoco eso era lo esencial que ofrecía el cristianismo, sino que su principal ayuda consistía en mitigar la soledad. Y cita a Epicteto, que habla del horrible desamparo que puede experimentar el ser humano en medio de sus semejantes. El cristianismo venía a llenar los tres ámbitos: el del alivio de la existencia presente, el del más allá, y el del desamparo y la soledad. ¡Una espiritualidad a la medida de aquellos tiempos!

Hoy, a cincuenta años del 11 del octubre de 1962, estamos recordando la apertura del Vaticano II. ¿Qué te dice la figura del Juan XXIII respecto a la espiritualidad y política de Occidente?

Fue un hito en la historia de la espiritualidad y de la política mundial. Cuando en 1963 se publicó la encíclica Pacem in terris, un canto a la libertad, al amor, a la justicia, fue un acontecimiento saludado y favorablemente acogido en todos los ámbitos políticos. Se convirtió en un vademécum para innumerables personas. Aparte de sus encíclicas, me impresionó mucho la sensibilidad de Juan XXIII frente al sufrimiento. En una ocasión le proyectaron una película sobre el holocausto. Y, al terminar la película y ver aquellos cuerpos destrozados, dijo: “hoc est corpus Christi”, y se retiró a sus habitaciones a rezar. Se comprende así que el gran rabino de Roma, rodeado de muchos otros judíos, se pasara la última noche de Juan XXIII, la que precedió a su muerte, debajo de la ventana del pontífice rezando por él. Sa - bían que era de los suyos. La gente lloraba por las calles de Roma la muerte del papa bueno. Su espiritualidad, sencilla, evangélica, solidaria, nos marcó a todos. La convocatoria del concilio Vaticano II supuso un hito memorable. José Luis López Aranguren afirmó que aquel concilio había sido el acontecimiento más importante del siglo XX. Es una lástima que cincuenta años después aquellas esperanzas se hayan visto radicalmente frustradas. Roma es al cristianismo lo que Bruselas es a la economía: una instancia fría, inmisericorde, desfasada, legalista, y ajena a las verdaderas y candentes necesidades de las personas.

Como última pregunta, nos gustaría una reflexión sobre la vinculación espiritual y política del ser humano con la tierra, la casa común. Algo sobre la relación cosmológica y planetaria del ser humano…

Es verdad que se está volviendo a una espiritualidad sencilla, casi poética y mística de la tierra. El esfuerzo de L. Boff y otros muchos movimientos ecologistas ha sido pionero. No olvidemos que, para los primeros filósofos, junto con el fuego, el agua y el aire, la tierra era uno de los elementos fundamentales. A ella volveremos al término de nuestra travesía por la historia. Estamos, pues, retornando a aquello que los primeros filósofos consideraban fundamental. Creo que esta vuelta es necesaria. Rahner reconocía que algunos símbolos de la creación ya no tienen la fuerza de antaño, pero no podemos sustituirlos arbitrariamente. El agua, el vino, el pan, el aceite tienen larga vida asegurada. No hay recambio simbólico para ellos. Rahner distinguía entre símbolo primario y símbolos secundarios. Símbolo primario es el propio ser humano, caído, indigente, roto, y sometido a las situaciones dramáticas que tan acertadamente describió Karl Jasper. Pero el símbolo secundario (el pan, el agua, el vino, el aceite, la tierra), que no quiere decir que sea menos importante, es el que viene a iluminar esas situaciones duras, amargas. Valoro mucho esta vuelta a la tierra y a los elementos y alimentos que ella produce, aunque lo ignoro casi todo sobre el tema. Tenéis que preguntar a L. Boff y a los movimientos que con entrega y desinterés han comprendido la urgencia e importancia del tema.

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