martes, 22 de enero de 2013


Ciencia y religión hoy (III)
El telescopio de Galileo 
y el gato de Schrödinger 
(con un excurso sobre ciencia y resurrección)
Andrés Torres Queiruga

Andrés Torres Queiruga, en Encrucillada.



- La historia resulta a veces maestra de la vida, y una de sus enseñanzas consiste en escarmentar en cabeza ajena. Las iglesias tuvieron que aprender la dura lección de ser desmentidas y desprestigiadas cuando invadieron el terreno de la ciencia. Hoy los papeles tienden a invertirse.

Los avances científicos y los éxitos tecnológicos resultan tan evidentes, que la ciencia pasó al primer plano. Su prestigio es indiscutible, y surge la tentación del imperialismo epistemológico: sólo sus métodos serían legítimos y únicamente sus resultados merecerían aceptación. La religión, reconociendo humildemente su error histórico en este campo, puede entonces prestarle el gran servicio de precaverla contra el demonio, siempre al acecho, de reproducir la vieja tentación de traspasar los propios límites, intentando colonizar la rica polifonía del misterio humano.

Ser premio Nobel en física no implica competencia en literatura, ni en filosofía ni en religión. Le escuché a García-Sabell que Ortega había dicho un día: "Einstein sabe tanta física, que de vez en cuando puede permitirse decir alguna tontería en filosofía". Y leer los libros de los "nuevos ateos" produce en más de una ocasión vergüenza ajena, tanto desde el punto de vista filosófico como del religioso.

3.1. En concreto, existe una trampa muy común que, recordando a Babel, cabría calificar de "confusión de las lenguas". Consiste en tomar una conclusión científica, verdadera en su campo y expresada en el juego lingüístico propio, para transportarla sin más, sin traducción adecuada, al lenguaje común, con consecuencias ilegítimas en la filosofía o en la religión. Consecuencias que, avaladas por nombres famosos o atribuidas la ellos, como en el caso de Hawking, suelen saltar a los titulares con resultados catastróficos.

Para aclarar esto, nada mejor que acudir al famoso experimento- mental, no real- del "gato de Schödinger":
Supóngase un "ingenio diabólico" -son palabras suyas- consistente en una caja hermética de acero en cuyo interior, invisible para nosotros, hay un gato junto a una substancia radiactiva y un frasco con un veneno mortal, de suerte que, cuando se produce una desintegración atómica, se rompe el frasco y el veneno mata el gato. Supóngase también que en el intervalo de una hora hay la misma probabilidad, 50%, de que se desintegre un átomo o no se desintegre. Dado que cuánticamente resulta imposible determinar si hubo o no desintegración, se produce una situación extraña: según los principios de la mecánica cuántica, la descripción correcta del sistema en ese momento "expresará este hecho por medio de la combinación de dos términos que se refieren al gato vivo y al gato muerto ... dos situaciones mezcladas o indefinidas a partes iguales".

Es decir que, cuánticamente -como por ejemplo, para efectos de un cálculo científico al respecto- cabe decir que el gato no está ni vivo ni muerto, o que está vivo y muerto al mismo tiempo, o que será la observación directa la que decida si está vivo o muerto ... Todas estas hipótesis se hicieron. Schrödinger usó el experimento para mostrar las contradicciones de la Escuela de Copenhage.

Aquí ni tengo competencia ni me interesa entrar en la discusión cuántica. Lo que sí importa es decir que, aun en el supuesto de que en el lenguaje científico se pueda afirmar, por ejemplo, que el gato está vivo y muerto al mismo tiempo, eso no puede traducirse sin más al lenguaje común: todos estamos seguros de que en la realidad el gato o está vivo o está muerto.

Esto es tan importante, que se me ocurre aclararlo aun con un ejemplo jurídico, más sencillo y comprensible. Imagínese una mujer cuyo marido se da por muerto, pero sin que aparezca el cadáver ni lo confirmen pruebas contundentes. Cuando pida la pensión de viudedad, podrán decirle con razón: no se la podemos dar aún, porque para la ley su marido no está ni vivo ni muerto. Y tendrán razón jurídicamente, aunque ni ella ni los oficiales duden de que realmente el marido está o bien vivo o bien muerto.

Puede parecer un juego, y algo tiene de eso. Pero tomarlo seriamente en cuenta no sólo ayuda para ahorrar discusiones, sino para mostrar lo absurdo de muchas consecuencias que se dan por válidas simplemente porque se visten con ropaje científico. Y digamos también, de paso, que esto vale lo mismo cuando se usan para atacar a la religión que cuando se acude a ellas para defenderla.

3.2. Como ilustración, que de algún modo me afecta, vale la pena aludir al tema de la resurrección, fijándonos en un artículo del profesor Manuel M. Carreira. Artículo excelente, por la claridad, la información y el rigor de la exposición, mientras se mueve en el plano de su reconocida competencia científica. Pero no sucede lo mismo cuando, saliendo de la propia especialidad, entra en la teología.

Empieza por apoyarse en una lectura literalista de los relatos evangélicos -incluida la capacidad "de comer" por parte del Resucitado- que hoy resultan exegéticamente y teológicamente inaceptables. En consecuencia, al tomar todo eso al pie de la letra, se siente obligado a aclarar mediante mecanismos físicos la realidad trascendente del Cristo realmente resucitado, es decir, en el sentido auténtico y verdadero de la resurrección, que es algo toto coelo distinto de la revivificación de un cadáver.

Se comprende que le influyan ciertas especulaciones tradicionales acerca de las "propiedades del cuerpo glorioso", acaso inevitables cuando reinaba el literalismo bíblico y persistían los restos de una mentalidad mítica, que no contaba con la autonomía de las leyes naturales. Pero después del reconocimiento solemne por parte de la iglesia, sobre todo en el Vaticano II, de la necesidad de tener en cuenta no sólo la crítica bíblica sino también la autonomía "absolutamente legítima" tanto "de las cosas creadas" como también "de la misma sociedad" (Gaudium et Spes, n. 36), el discurso teológico debe ser radicalmente distinto.

De hecho, él mismo cuando habla científicamente pone, con precisión magistral, las condiciones que hoy determinan el ámbito de competencia de la física: 
La Física reconoce solamente cuatro interacciones (fuerzas) y define la materia por su capacidad de actuar por alguna de ellas: la fuerza gravitacional, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Si hay una realidad que no puede describirse en términos de estas interacciones (como son la conciencia, el pensamiento abstracto y la actividad libre), no entrará dentro del concepto de materia y la Física no tendrá nada que decir de ella.

Pero, si reconoce que esto vale para la conciencia, el pensamiento y la libertad, no se comprende como luego intente, en largas y polémicas páginas, incluir en estos parámetros la realidad estrictamente trascendente del Señor resucitado:
Ciertamente es difícil entender la materia, y no debemos negar fácilmente la posibilidad de que, por concesión divina, se comporte en niveles macroscópicos como vemos que lo hace en nuestros laboratorios al nivel de lo increíblemente pequeño. Eso es aplicable al cuerpo resucitado.

Hechas con buena voluntad desde una innegable competencia científica, este tipo de afirmaciones corren el típico riesgo de buscar huecos para "el dios tapa-agujeros", una vez desplazado de un espacio anterior. En todo caso, se salen claramente del marco de la teología: tan empíricas y tan pertenecientes a la específica intencionalidad científica son la física cuántica como la newtoniana y, por consiguiente, tan empirista resulta una aplicación teológica como la otra.

De esa manera, sin pretenderlo y queriendo defender la fe, se hace imposible su comprensión actual y su fundamentación se introduce en el terreno de lo literalmente increíble. La parábola del "jardinero invisible", de A. Flew (cuando era ateo), y la del "Júpiter tonante", de N. R. Hanson, deberían ser hoy aviso suficiente para una fundamentación de la fe que, a fuerza de defensas en apariencia piadosas, sucumbe a la mentalidad empirista y hace imposible la verdadera racionalidad de la creencia .

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