Martín Gelabert Ballester, OP
La fe, presupuesto de la ciencia
La fe y la ciencia están intrínsecamente relacionadas, hasta el punto de que en la base de toda búsqueda humana de verdad, incluida la investigación científica, está la confianza. Los niños, en la escuela, aprenden porque se fían del maestro. Y las ciencias progresan porque los investigadores no parten de cero, sino que aceptan (creen) las conclusiones a las que otros han llegado. Pero el motivo radical por el que la fe está en la base de toda ciencia no es solo práctico, sino más profundo, filosófico y teológico. El científico parte, explícita o implícitamente, de una premisa de fe: confía en que el mundo natural es inteligible y en que merece la pena buscar la verdad. La ciencia presupone que buscar la verdad merece la pena y que la realidad es inteligible. La teología ofrece una respuesta a la pregunta de si esa confianza que subyace a toda investigación es justificable.
Según explica la ciencia, y explica bien, la mente humana procede por evolución del mundo natural. Pero si nuestras mentes han evolucionado gradualmente a partir de un mundo natural desprovisto de cualidades mentales, ¿por qué deberíamos confiar en que esas mismas mentes sean capaces de ponernos en contacto con la realidad?, ¿dónde ha adquirido la mente competencia tan excelsa, dado su origen puramente natural?, pregunta acertadamente John F. Haught, uno de los grandes expertos en las relaciones entre ciencia y teología. De hecho, si la mente humana es un resultado azaroso y casual de una evolución desprovista de sentido y propósito, lo lógico sería no confiar demasiado en ella.
Haugt cita una carta de Darwin dirigida a uno de sus amigos en la que se pregunta si la última consecuencia de la selección natural no será desconfiar de nuestra mente para alcanzar la realidad: “De continuo surge en mi la horrenda duda de si las convicciones de la mente humana, que se ha desarrollado a partir de la mente de animales inferiores, tienen algún valor, si son verdaderamente dignas de confianza. ¿Confiaría alguien en las convicciones de la mente de un mono, suponiendo que una mente así pueda albergar algún tipo de convicción?”.
La ciencia evolutiva no puede justificar por sí sola la confianza que depositamos en nuestra mente. Y, sin embargo, confiamos. La teología ofrece una respuesta: el universo es inteligible y la mente es digna de confianza porque ambos tienen su origen último en un Logos, en una Razón divina que nos envuelve y nos precede.
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