martes, 1 de enero de 2013


  Martín Gelabert Ballester, OP 
La oración no mueve a Dios, sino a nosotros 



Cuando pedimos a Dios que suceda alguna cosa, ¿qué podemos esperar? ¿Será la oración el equivalente a la varita mágica de los cuentos de hadas, que consigue lo que toca a gusto del peticionario? Cuando algunos textos de la Escritura suscitan la impresión de que Dios cambia gracias a las peticiones del orante, se trata de expresiones figuradas con las que los hombres atribuyen el cambio de su situación a un cambio en la actitud de Dios.
  

Bonhoeffer decía que Dios no cumple todos nuestros deseos, pero sí cumple sus promesas. Por eso el creyente puede estar seguro de que Dios está en todas partes, acompañándole en su caminar, con una presencia salvífica, pero esto no significa que Dios manipule los acontecimientos y los transforme a gusto del creyente. En realidad, nuestra oración es ya una respuesta a una palabra previa de amor que Dios ha pronunciado al crearnos. El nos ama desde siempre con todo su amor y no hay acción nuestra que pueda incrementar este amor. Así se comprende esta extraña palabra de Jesús: “todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis” (Mc 11,24).
  

¿Por qué entonces tenemos que seguir orando, si no podemos hacer cambiar a Dios ni incrementar su amor hacia nosotros? Porque Dios actúa a través de nuestra oración. Al orar, Dios nos mueve a realizar aquello mismo que pedimos. No se trata, pues, de pedir: “acuérdate de los pobres”, sino de suplicar sinceramente: “hazme sensible al clamor de los pobres para que yo me decida a ayudarles y me convierta así en tu mano providente”. No es Dios quién se pone en movimiento a través de nuestra oración, sino que somos nosotros los movidos para que nuestra vida sea cada vez más transparencia de Dios y portadora de Dios a los demás.
  

Por otra parte, la oración, al hacernos caer en la cuenta de que Dios siempre nos acompaña en nuestras alegrías y sufrimientos, en nuestras esperanzas y nuestras penas, nos ayuda a no convertir ninguna pena ni ningún sufrimiento en una desgracia, en una falta de gracia; nos ayuda a que nada, ni el dolor, ni el hambre, ni la persecución, ni la enfermedad incurable, ni la muerte, puedan apartarnos del amor de Dios. En estas circunstancias difíciles, orar significa confiar en el poder del amor de Dios que se hace fuerte en nuestra debilidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario