Las religiones y el terrorismo
Leonardo Boff
Los principales conflictos
del final del siglo XX y de los inicios del nuevo milenio tienen un trasfondo
religioso. Así en Irlanda, en Kosovo, en Cachemira, en Afganistán, en Iraq y en
el nuevo Estado islámico, extremadamente violento. Quedó claro en París, con el
asesinato de los caricaturistas y otras personas por fundamentalistas
islámicos. ¿Cómo entra la religión en esto?
No
sin razón escribió Samuel P. Huntington en su conocido libro El choque de
civilizaciones: «En el mundo moderno, la religión es una fuerza central,
tal vez la fuerza central que motiva y moviliza a las personas… Lo que
en último término cuenta para las personas no es la ideología política ni el
interés económico, aquello con lo que las personas se identifican son las
convicciones religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas luchan y
hasta estarían dispuestas a dar su vida» (1997, p.79). Critica la política
exterior norteamericana por no haber dado nunca el debido peso al factor
religioso, considerado algo pasado y superado. Craso error. Es el sustrato de
los conflictos más graves que estamos viviendo.
Nos
guste o no nos guste, a pesar del proceso de secularización y el eclipse de lo
sagrado, gran parte de la humanidad se orienta por la cosmovisión religiosa,
judaica, cristiana, islámica, sintoísta, budista y otras.
Como
afirmaba ya Christopher Dawson (1889-1970), el gran historiador inglés de las
culturas: «las grandes religiones son los cimientos sobre los cuales reposan
las civilizaciones» (Dynamics of World History, 1957, p.128). Las
religiones son el point d’honneur de una cultura, pues a través de ella
proyectan sus grandes sueños, elaboran sus dictámenes éticos, confieren un
sentido a la historia y tienen una palabra que decir sobre los fines últimos de
la vida y del universo. Solamente la cultura moderna no ha producido ninguna
religión. Encontró sustitutivos con funciones idolátricas, como la Razón, el
progreso sin fin, el consumo ilimitado, la acumulación sin límites y otros. La consecuencia
fue denunciada por Nietzsche que proclamó la muerte de Dios. No que Dios haya
muerto, pues no sería Dios. Es el hecho de que los hombres mataron a Dios. Con
eso quería significar que Dios no es ya punto de referencia para valores
fundamentales, para una cohesión por encima entre los humanos. Los efectos los
estamos viviendo a nivel planetario: una humanidad sin rumbo, una soledad atroz
y el sentimiento de desenraizamiento, sin saber hacia dónde nos lleva la
historia.
Si
queremos tener paz en este mundo necesitamos recuperar el sentimiento de lo
sagrado, la dimensión espiritual de la vida que están en los orígenes de las
religiones. A decir verdad, más importante que las religiones es la
espiritualidad, que se presenta como la dimensión de lo humano profundo. Pero
la espiritualidad se exterioriza bajo la forma de religiones, cuyo sentido es
alimentar, sustentar e impregnar la vida de espiritualidad. No siempre lo
realizan porque casi todas las religiones, al institucionalizarse, entran en el
juego del poder, de las jerarquías y pueden asumir formas patológicas. Todo lo
que es sano puede enfermar. Pero por lo “sano” medimos las religiones, así como
a las personas, y no por lo “patológico”. Y ahí vemos que ellas cumplen una
función insustituible: el intento de dar un sentido último a la vida y ofrecer
un cuadro esperanzador de la historia. Sucede que hoy el fundamentalismo y el
terrorismo, que son patologías religiosas, han adquirido relevancia. En gran
parte debido al devastador proceso de globalización (en verdad es
occidentalización del mundo) que pasa por encima de las diferencias, destruye
identidades e impone hábitos extraños a ellas.
Por
lo general, cuando eso ocurre, los pueblos se agarran a aquellas instancias que
son los guardianes de su identidad. En las religiones guardan sus memorias y
sus mejores símbolos. Al sentirse invadidos como en Iraq y en Afganistán, con
miles de víctimas, se refugian en sus religiones como forma de resistencia.
Entonces la cuestión no es tanto religiosa. Es antes política que usa la
religión para autodefenderse. La invasión genera rabia y deseo de venganza. El
fundamentalismo y el terrorismo encuentran en ese complejo de cuestiones su
nicho de origen. De ahí los atentados del terror.
¿Cómo
superar este impasse civilizacional? Es fundamental vivir la ética de la
hospitalidad, disponerse a dialogar y aprender con el diferente, vivir la
tolerancia activa, sentirnos humanos.
Las
religiones necesitan reconocerse mutuamente, entrar en diálogo y buscar
convergencias mínimas que les permiten convivir pacíficamente.
Antes
de nada es importante reconocer el pluralismo religioso, de hecho y de derecho.
La pluralidad se deriva de una correcta comprensión de Dios. Ninguna religión
puede pretender encuadrar el Misterio, la Fuente originaria de todo ser o
cualquier otro nombre que quieran dar a la Suprema Realidad, en las mallas de
su discurso y de sus ritos. Si así fuera, Dios sería un pedazo del mundo, en
realidad, un ídolo. Él está siempre más allá y siempre más arriba. Entonces hay
espacio para otras expresiones y otras formas de celebrarlo que no sea
exclusivamente a través de una religión concreta.
Los
once primeros capítulos del Génesis encierran una gran lección. En ellos no se
habla de Israel como pueblo elegido. Se hace referencia a todos los pueblos de
la Tierra, todos como pueblos de Dios. Sobre ellos se eleva el arco iris de la
alianza divina. Este mensaje nos recuerda todavía hoy que todos los pueblos,
con sus religiones y tradiciones, son pueblos de Dios, todos viven en la
Tierra, jardín de Dios y forman la única Especie Humana compuesta de muchas
familias con sus tradiciones, culturas y religiones.
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