Pueblo:
en busca de un concepto
Leonardo Boff
Pocas palabras hay más usadas
por distintas retóricas que esta de «pueblo». Su sentido es tan fluctuante que
las ciencias sociales le tienen poco aprecio prefiriendo hablar de sociedad o
de clases sociales. Pero como nos enseñaba L. Wittgenstein «el significado de
una palabra depende de su uso». Entre nosotros, quienes más usan positivamente
la palabra «pueblo» son aquellos que se interesan por la suerte de las clases
subalternas: el «pueblo».
Vamos
a intentar hacer un esfuerzo teórico para dar un contenido analítico a «pueblo»
a fin de que su uso sirva a aquellos que se sienten excluidos de la sociedad y
quieren ser «pueblo».
El
primer sentido filosófico-social tiene sus raíces en el pensamiento
clásico de la antigüedad. Ya Cicerón y después san Agustín y Tomás de Aquino
afirmaban que «pueblo no es cualquier reunión de hombres de cualquier modo,
es la reunión de una multitud en torno al consenso del derecho y de los
intereses comunes». Corresponde al Estado armonizar los distintos
intereses.
Un
segundo sentido de «pueblo» nos viene de la antropología cultural: es la
población que pertenece a la misma cultura, y habita un determinado territorio.
Tantas culturas, tantos pueblos. Este sentido es legítimo porque distingue un
pueblo de otro: un quechua boliviano es diferente de un brasileño. Pero ese
concepto de «pueblo» oculta las diferencias y hasta las contradicciones
internas: tanto pertenece al «pueblo» un hacendado del agronegocio como el peón
pobre que vive en su hacienda. Pero en el estado moderno el poder solo se
legitima si está enraizado en el «pueblo». Por eso la Constitución reza que
«todo poder emana del pueblo y debe ser ejercido en su nombre».
Un
tercer sentido es clave para la política. Política es la búsqueda común
del bien común (sentido general) o la actividad que busca el poder del Estado
para administrar a partir de él la sociedad (sentido específico). En boca de
los políticos profesionales «pueblo» presenta una gran ambigüedad. Por un lado
expresa el conjunto indiferenciado de los miembros de una sociedad determinada
(populus), y por el otro significa la gente pobre y con escasa
instrucción y marginalizada (plebs = plebe). Cuando los políticos dicen
que «van al pueblo, hablan al pueblo y actúan en beneficio del pueblo, piensan
en las mayorías pobres».
Aquí
surge una dicotomía entre las mayorías y sus dirigentes o entre la masa y las
élites. Como decía N. W. Sodré: «una secreta intuición hace que cada uno se
juzgue más pueblo cuanto más humilde es. Nada tiene, y por eso mismo se
enorgullece de ser «pueblo» (Introdução à revolução brasileira, 1963, p.
188). Por ejemplo, nuestras élites brasileñas no se sienten «pueblo». Como
decía antes de morir en 2013 Antônio Ermírio de Moraes: «las élites nunca
piensan en el pueblo, solamente en sí mismas». Ese es el problema.
Hay
un cuarto sentido de «pueblo» que deriva de la sociología. Aquí se
impone cierto rigor del concepto para no caer en el populismo. Inicialmente
posee un sentido político-ideológico en la medida en que oculta los conflictos
internos del conjunto de personas con sus culturas diferentes, status social y
proyectos distintos.
Ese
sentido tiene escaso valor analítico pues es demasiado globalizador aunque sea
el más usado en el lenguaje de los medios de comunicación y de los poderosos.
Sociológicamente
«pueblo» aparece también como una categoría histórica que se sitúa entre
masa y élites. En una sociedad que fue colonizada y de clases, es clara la
figura de la élite: los que detentan el poder, el tener y el saber. La élite
posee su ethos, sus hábitos y su lenguaje. Frente a ella surgen los nativos,
los que no gozan de plena ciudadanía ni pueden elaborar un proyecto propio.
Asumen, introyectado, el proyecto de las élites. Estas son hábiles en manipular
«al pueblo»: es el populismo. El «pueblo» es cooptado como actor secundario de
un proyecto formulado por las élites y para las élites.
Pero
siempre hay rasgaduras en el proceso de hegemonía o dominación de clase: de la
masa lentamente surgen líderes carismáticos que organizan movimientos sociales
con una visión propia del país y de su futuro. Dejan de ser «pueblo-masa» y
empiezan a ser ciudadanos activos y relativamente autónomos. Surgen sindicatos
nuevos, movimientos de los sin tierra, de los sin techo, de mujeres, de
afrodescendientes, de indígenas, entre otros. De la articulación de esos
movimientos entre sí nace un «pueblo» concreto. Ya no depende de las élites.
Elabora una conciencia propia, un proyecto diferente para el país, ensaya
prácticas de resistencia y de transformación de las relaciones sociales
vigentes. El «pueblo» por lo tanto, nace y es el resultado de la
articulación de los movimientos y de las comunidades activas. Este es el hecho
nuevo en Brasil y en América Latina de los últimos decenios que culmina hoy con
las nuevas democracias de cuño popular y republicano. Bien decía un líder del
nuevo partido Podemos» en España: «no fue el pueblo quien produjo el hecho de
levantarse, fue el levantarse quien produjo el pueblo». (Le Monde
Diplomatique, enero, p. 16).
Ahora podemos hablar con
cierto rigor conceptual: aquí hay un «pueblo» emergente a medida que tiene
conciencia y proyecto propio para el país. «Pueblo» posee también una dimensión
axiológica: todos están llamados a ser pueblo: no haber dominados y
dominadores, élites y masas, sino ciudadanos-actores de una sociedad en la cual
todos pueden participar.
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