jueves, 26 de febrero de 2015

Escarceos bíblicos 40 años de dictadura del santo y genocida David.

Humanismos sin Credos


El II Libro de Samuel cuenta el ascenso y auge del pueblo de Israel bajo la égida gloriosa de David. Recordemos algunas anécdotas del proceso.

A la par que se muestra claramente el sustrato religioso --Yahvé ha escogido al pueblo de Israel como suyo-- se narran hechos entre curiosos y gloriosos, como aquél en que David perdona la vida a Saúl cuando éste se esconde en una cueva a hacer sus necesidades. ¡Qué detalle! Muere Samuel en loor popular (hoy dirían “en olor de santidad”). David toma dos esposas, Abigail y Ahinoam, después de que su suegro Saúl le arrebatara a Mical (la recuperó estéril más tarde). David encuentra refugio entre los filisteos en su permanente huida del asesino Saúl (I S 27) a pesar de haber matado al héroe filisteo Goliath. Con él van 700 guerreros con sus familias: ¡y se pone a su servicio durante 16 meses! Eso sí, no contra los judíos sino contra los geshuritas, girzitas y amaleqitas, “…sin dejar vivo hombre ni mujer, y se apoderaba de ganado menor, ganado mayor, asnos, camellos y vestidos”.
Mientras tanto Saúl vivía desesperado: Yahvé no le hablaba y los filisteos preparaban una nueva algarada. No se le ocurre otra cosa que ofender a Yahvé, consultando a una pitonisa (práctica que perdurará hasta nuestros días), la cual, como es lógico, predijo su muerte. Samuel, al que acude una y otra vez, se muestra inflexible por el "gran pecado de Saúl": no exterminó al pueblo de Amaleq, por eso Yahvé se apartó de él. Sorprende que de nada sirviera el arrepentimiento de Saúl.
Hay detalles realistas como el hambre de Saúl producida por la depresión en que cae; la sospecha de los filisteos de que David podría cambiar de bando; la incursión de los amaleqitas con rapto de las hijas de Israel, entre ellas las dos mujeres de David; el espía egipcio que les guía hacia ellos; la saña y crueldad con que se venga…
Termina el Libro I de Samuel con la muerte de Saúl. Mientras David masacraba a los amalequitas en el Sur, Saúl moría al N. Superado en fuerzas por los filisteos, perdido el ánimo y sobre todo el favor de Yahvé, Saúl es derrotado y sus huestes desperdigadas. Mueren dos de sus hijos en el combate. Saúl se deja caer sobre su espada. Llegan los filisteos, le cortan la cabeza y la exhiben como trofeo. Sucedió en las colinas de Gilboa (Gelboé) a pocos kilómetros al S de Nazaret.
Comienza el II Libro con el lamento hipócrita de David. Resulta del todo extraño que sea un amalequita el que lleve tal “buena nueva” a David (al que da muerte, no se sabe si por perturbar su siesta o por arrogarse la muerte de Saúl). Extraño es, asimismo, que David se rasgue las vestiduras y alce ayes al cielo, cuando eso suponía el inicio de su reinado. Y extraño que sabiendo el pueblo de Israel –Judá al S, Israel al N—que David hubiera sido proclamado sucesor, una parte de Israel aceptase como rey a otro hijo de Saúl, Ishbósheth, proclamado por el ejército, con lo que suponía eso de guerra civil (como así fue). En fin, que tampoco se entiende la endecha por Abner, asesinado a traición por Joab. Abner había erigido rey al hijo de Saúl y por su parte Joab se había pasado al bando de David. Y se excusa David diciendo (II S 3.28) “Inocente soy, lo mismo que mi reino, ante Yahveh para siempre, de la sangre de Abner” (“excusatio non petita…” o "el que se excusa, se acusa" de cosecha propia). Y sigue fingiendo que se entristece cuando, por fin, le traen la cabeza de Ishbósheth: llora, se lamenta y… manda matar –y cortar manos y pies y colgarlos junto a una alberca-- a quienes se habían deshecho de él. Camino libre para David.
Unificado el reino, es entonces cuando se ponen a sus pies los ancianos, los sacerdotes y el pueblo todo. Para quien quiera hacer cábalas numerológicas: David reinó 40 años, 7 años sobre Judá y 33 en Jerusalén sobre Israel y Judá (II S 5.5).
Comienza entonces la consolidación del reino, desbaratando las repetidas embestidas de los filisteos. Hace tributarios a otros reinos: sirios, moabitas, amonitas, filisteos, amalecitas y edomitas. Y tiene sus corifeos, entre ellos el profeta Natán, que le augura un reinado eterno a través de sus descendientes (como el III Reich milenario). Hasta Yahvé descansa… o busca el descanso: Natán le dice a David que Yahvé “necesita” un templo (no a su medida, desde luego, pero casi).
Es entonces cuando comienzan los culebrones davídicos. A poco de decir que “practicaba la equidad y la justicia para con todo su pueblo” (II S 8.15) surge el turbio asunto de Betsabé, “una mujer que se estaba bañando, la cual era de extraordinaria belleza” (II, 11.2), mujer de Urías, el hitita. El taimado David, al saber que Betsabé esperaba un hijo suyo, llama a Urías, le invita a comer, le emborracha… (II S 11.13) para que regrese a su casa y se acueste con Betsabé: podrían tener un hijo sietemesino. Urías no va a su casa. Y es entonces cuando David urde su muerte y acoge, tras el oportuno duelo, a Betsabé. “Pero aquella acción que David había cometido desagradó a los ojos de Yahvé” (11.27). ¿Quién pagó el pato? ¡El niño nacido, que, a pesar de los lamentos de David, murió! ¡Pero como luego le dio otro hijo, que se llamó Salomón, asunto arreglado! Júzguese como se quiera este capítulo, pero David cometió dos pecados abominables: adulterio y asesinato. ¿Y Yahvé sólo siente “desagrado”?
El juicio de Voltaire:
Nosotros debemos juzgar las acciones y no el nombre que tenga el culpable, porque el nombre no aumenta ni disminuye el crimen. Cuanto más se reverencie a David por haberse reconciliado con Dios por medio de su arrepentimiento, más deben condenarse las crueldades que cometió
O el de Spinoza:
«El arrepentimiento no es virtud, porque no surge de la razón, el que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente enfermo y miserable»
Otro detalle familiar: el incesto de Amnón, hijo de David, con Tamar, también hija de David y el asesinato de Amnón a manos de Absalón. David no quiere saber nada de Absalón y éste --reacción freudiana típica-- odia a su padre y conspira contra él, hasta tal punto que muchos en Israel le prestan obediencia. “Y la guerra se extendió por la superficie de todo el país” (18.8). Tras unos años de turbulencia, Joab, general de los ejércitos de David, da muerte a Absalón. Y David de nuevo recurre al teatro para que se haga teatro y música sobre este hecho: “Absalón, fili mi, fili mi”. El único que parece tener cordura es Joab, espetando a David con este retruécano: “…amas a quienes te odian y odias a quienes te aman” (19.8)
Después de un capítulo (20) dedicado a otro rebelde, Sheba, llega la curiosa explicación de los tres años de hambre en Israel (21): la culpa la tenía Saúl –y sus descendientes—por haber masacrado a los gabaonitas, aliados de los israelitas en el desierto (ver Josué, 9), relato por cierto que no aparece en la Biblia. ¿Solución? La deja en sus manos: crucifican a 2 hijos y 5 nietos de Saúl “delante de Yahvé”. ¿Y ésa era la causa del hambre? Yahvé parece tomar por tontos a todos. Después de tantas guerras de exterminio, de tantas muertes, de tanta quema de cosechas y de tanta desolación, sin hombres para cultivar la tierra y recoger las cosechas, lo lógico sería pensar en que todo esto produjo una hambruna general.
Por si faltara algo, vino una peste que duró sólo tres días, pero aniquiló a 70 mil. ¿Motivo? Algo que no se le había ocurrido a Yahvé y que realizó David, un censo. Tardaron 9 meses y 20 días exactos. Esto molesta a Yahvé, de ello se arrepiente David… Y ahora viene el chiste, que el castigo lo tiene que elegir David entre tres posibles: siete años de hambre, tres meses huyendo ante el enemigo o tres días de peste. Con un altar y unos bueyes en sacrificio a Yahvé, todo arreglado. Fin, II Sam. 24.25.

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