viernes, 26 de abril de 2013


Secularidad bautismal y legítima pluralidad. 
Jesús Martínez Gordo

En los años inmediatamente posteriores a la finalización del concilio Vaticano II aparecen dos grandes cuestiones que –referidas a la identidad y espiritualidad del laicado– son objeto de atención por parte de muchas comunidades cristianas y también por parte del gobierno eclesial: la primera, centrada en la ministerialidad laical y la segunda, ocupada en reflexionar sobre su secularidad. A ellas hay que añadir, pocos años después, el problema de comunión que provoca la espiritualidad de los llamados nuevos movimientos; la petición del sacerdocio para las mujeres y la manera diferenciada de entender la presencia del laicado en el mundo: unitaria o individualmente. Estos tres últimos puntos van a experimentar un mayor (y problemático) desarrollo a lo largo del pontificado de Juan Pablo II.


La ministerialidad laical: impulso… y ocaso

A Pablo VI se debe, en primer lugar, el espectacular desarrollo que experimentan los ministerios laicales –particularmente, en las iglesias alemana, francesa y helvética- gracias al “motu proprio” “Ministeria quaedam” (1972). 

El Papa Montini establece una distinción entre los ministerios instituidos (que pasan a ser dos: el lectorado y el acolitado) y los reconocidos (que pueden ser muchos, en función de las necesidades de las respectivas iglesias locales). Si bien es cierto que esta Carta Apostólica presenta una cierta estrechez al erigir únicamente dos ministerios instituidos y reservarlos exclusivamente a los varones, es igualmente cierto que se concede a las iglesias locales un gran protagonismo en la promoción de otros posibles (catequista, animación litúrgica, consejero conyugal, ayuda a novios, pastoral con jóvenes, caridad y justicia, pastoral penitenciaria, etc.). De hecho, es el texto más definitivo en el desarrollo ministerial que va a experimentar la iglesia en la primera fase de la recepción conciliar.

Esta presencia ministerial del laicado se convertirá durante el pontificado de Juan Pablo II -como se puede comprobar leyendo la Instrucción Interdicasterial de 1997 sobre la “colaboración” de los laicos con los sacerdotes- en una creciente preocupación puesto que es percibida como potencialmente disolvente de la identidad ministerial, particularmente del presbiterado. 

Hay, sin embargo, dos importante excepciones a esta línea de fondo en las Conferencias Episcopales de Brasil (1999) y de los Estados Unidos (2005). Ellas son las que, a pesar de todo, siguen propiciando la aplicación más creativa de la teología conciliar sobre los ministerios laicales en estos últimos años. 


La secularidad bautismal y la apuesta por una presencia organizada

Pero, en segundo lugar, en el postconcilio también se asiste a disolución de la secularidad como una nota propia de todo bautizado (incluidos los religiosos y los ministros ordenados) y se abre el debate (reservado exclusivamente a los “bautizados no-ordenados”) sobre las diferentes maneras de entender la relación de los laicos con la sociedad civil, particularmente en la vida política (como presencia confesional o como fermento en la masa). 

Uno de los momentos culminantes de este debate será el congreso de Loreto de la iglesia italiana (1985) con el decantamiento de Juan Pablo II por una presencia organizada y confesional en la sociedad civil. 

Este posicionamiento papal abrirá una herida en la iglesia italiana de la que todavía no se ha recuperado, a pesar de los encomiables intentos por escenificar un cierre de la misma en verano de 2004 con el abrazo de representantes de Comunión y Liberación y de la Acción Católica en Rimini.

A partir de la encíclica post-sinodal “Christifideles laici” (1988) se replantea la presencia del laicado en una sociedad –como es la europea- que parece haber adoptado la senda de la aconfesionalidad y, en algunos países, de la laicidad (entendida como laicismo militante y excluyente). 

Reaparece, como respuesta, la cuestión sobre los modos de presencia de los cristianos en la sociedad civil e, íntimamente conexo a ella, la oportunidad de favorecer o no la creación de organizaciones civiles presididas por una clara y explícita identidad católica, particularmente en la arena política y en los medios de comunicación social. 

Dentro de esta línea de actuación hay que inscribir, por ejemplo, el apoyo de Mons. M. Iceta y J. I. Munilla a las VI Jornadas “Católicos y Vida Publica en el País Vasco”, organizadas por la “Asociación católica de propagandistas” (Abril, 2011). Y, a partir de entonces, la continuada presencia en las mismas por parte del obispo de Bilbao. 

Y otro tanto hay que decir de la irrupción de determinados colectivos católicos en las ondas de la radio y en la televisión digital terrestre. 


Una sugerencia, mirando hacia el futuro

Queda la esperanza de que la elección de Francisco como nuevo obispo de Roma (y primado del colegio episcopal) reconduzca a sus cauces conciliares también este asunto de la ministerialidad laical (prematuramente truncada en el pontificado de Juan Pablo II) y de la secularidad sin tutelas ni directrices (como así ha venido sucediendo desde Loreto) sobre el modo de organizarse y de estar presente en la sociedad. 

Y sin esperar a estos cambios desde la cúpula eclesial (siempre lentos y demasiadas veces sometidos a correlaciones de fuerzas que se nos escapan), sería deseable, por ejemplo, que nuestro obispo (y mejor, si fueran todos los del País Vasco) no quedara atrapado por una apuesta (legítima y partidaria) como es la de la Asociación Católica de Propagandistas (ACDP) y promoviera encuentros anuales en los que se escuchara la voz de tantos militantes cristianos comprometidos, en cuanto tales, en todo el espectro político de nuestro País. Y que se les permitiera compartir sus diferentes y legítimos diagnósticos y valoraciones a partir de la común fe en el Crucificado que sigue haciéndose presente en los crucificados de este mundo. 

Éste sería (alterando la jerga matemática) el “mínimo común multiplicador”. Y puede que también (visto lo visto) “el máximo común divisor”. Pero ¡bendito sea!, si así fuera

Finalmente, no estaría de más que, también así, se diera a conocer a nuestra sociedad la riqueza y pluralidad de opciones políticas que habita en nuestra diócesis. Riqueza y pluralidad que ni se agotan ni se concentran ni tienen su primera y definitiva expresión en la Asociación Católica de Propagandistas, por mucho que se afanen en ser el núcleo de una democracia cristiana de nuevo cuño. Y riqueza que es particularmente urgente visualizar (por su capacidad positivamente motivadora) en los tiempos que corren. 

Probablemente, la generalización de iniciativas de este calado en todas las  diócesis haría más cautos a nuestros obispos en el momento de aceptar determinadas invitaciones procedentes de asociaciones que, sin dudar de su legitimidad y necesidad, sin  embargo, ni concentran ni agotan la riqueza y pluralidad que ya opera en nuestras comunidades a partir de la misma y única fe en el Crucificado. Y, muy probablemente, el magisterio de nuestros obispos (y su tono) sería más ponderado, además de mejor acogido, no sólo por los cristianos y católicos.

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