lunes, 15 de abril de 2013


Misterio de Cristo y misterio pascual
José Manuel Bernal




No voy a entrar aquí en la gran discusión sobre el sentido de los relatos bíblicos relativos a la resurrección de Jesús. Es una preocupación, de sumo interés, por supuesto, pero que escapa a mi preocupación en este momento. Lo que pretendo ahora es descubrir como el misterio pascual impregna y da sentido a la totalidad del misterio de Cristo. Para ello voy a examinar un hermoso texto trasmitido por Pablo y algunas expresiones que encontramos en el evangelio de Juan. De este modo quiero encuadrar la resurrección de Jesús en el contexto global de la pascua e interpretarla en el proceso de regeneración pascual que afecta a toda la humanidad.

Me refiero primero a la pascua personal de Jesús para distinguirla de la pascua participada y compartida por todos los que creemos en él y hemos sido bautizados en su nombre. Ahora bien, la pascua personal de Jesús hay que entenderla en el marco de la totalidad del misterio de Cristo contemplado en clave pascual y de modo unitario. Esta visión unitaria y pascual del misterio de Cristo aparece, tanto en los escritos de Pablo como en los de Juan. 

Nos ha transmitido Pablo un antiguo himno cristológico en el que se describe, de forma concisa y casi simétrica, la totalidad del misterio de Cristo en su doble vertiente de humillación o abajamiento (kénosis) y de glorificación. Se trata de una visión del misterio de Cristo interpretado en clave pascual y de forma unitaria: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2, 6-11). 

Habría que destacar en este texto algunos aspectos de interés. De entrada, resulta importante la inclusión del tema de la encarnación en esta síntesis. La encarnación es un gesto misericordioso de Dios que irrumpe en la historia humana para hacerse solidario con el hombre, compartiendo con él su pobreza y su miseria. El que era Señor del universo acaba haciéndose esclavo, rebajándose hasta los niveles más hondos de la miseria humana y sometiéndose al trance fatal de la muerte. Aquí, en la muerte, el gesto solidario de Dios reviste los perfiles más dramáticos. Es aquí donde la comunión con el hombre llega a los límites más extremos. Es entonces cuando el proceso de abajamiento se convierte en un progresivo alejamiento del Padre y cuando la soledad del crucificado provoca aquel grito desgarrador del «por qué me has abandonado». 

Pero no termina todo en la muerte. La etapa final, la culminación de la encarnación hay que situarla en la resurrección, en la glorificación. Ése es el desenlace final y definitivo. Es entonces cuando lo humano de Jesús aparece definitivamente transformado y cuando el siervo crucificado y muerto es levantado en alto y constituido Señor de la vida y de la muerte.

Más tarde, Juan, después de hacer una relectura de los acontecimientos pascuales, ofrece una interpretación teológica de la experiencia pascual de Jesús. Para ello resume el acontecimiento con estas palabras: «Habiendo llegado la hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 12, 1). Juan utiliza la palabra «pasar» correspondiente al vocablo hebreo phase que los escritores griegos tradujeron por pascha e interpretaron como diábasis (paso). Esta expresión pertenece al vocabulario tradicional de la pascua, utilizado en los más antiguos testimonios cristianos, empezando por Melitón de Sardes y culminando en san Agustín. La expresión de Juan resume e interpreta el sentido de la resurrección de Jesús integrándola en un proceso de transformación. Eso significa «pasar de este mundo al Padre».

En un horizonte más amplio, el mismo Juan despliega lo que en la frase anterior está contenido en la palabra «paso»: «Salí del Padre –dice Jesús- y vine al mundo; nuevamente dejo el mundo y retorno al Padre» (Jn 16, 28). En ambos casos, al hablar del retorno al Padre, el punto de partida es el «mundo»; por supuesto, no el mundo en sentido cosmológico, como emplazamiento local o geográfico, sino el mundo de los hombres, como espacio donde éstos construyen la historia. Este mundo, enfrentado a Dios, está marcado por el pecado, por la ruptura y por el caos. De ahí el perfil negativo que le caracteriza. Después de haberse sometido, por la encarnación, al proceso de inmersión y presencia solidaria con el hombre en el mundo, Cristo experimenta, por la pascua, el tránsito, el paso de este mundo al Padre. Es el proceso de glorificación definitiva de Jesús junto al Padre. De este modo Juan se hace eco de la dinámica contenida en el himno transmitido por Pablo, comentado anteriormente.





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