Cómo hacer fiesta en tiempos de injusticia
José Manuel Bernal
Hoy estamos ejerciendo un derecho constitucional que nos reconoce la opción de hacer huelga. No es un día de alegría. Nos estamos enfrentando a la dura realidad provocada por la crisis, y que está sumiendo a la población española en los más duros niveles de pobreza y desesperación.
Al verme inmerso en este angustioso escenario, no dejo yo de preguntarme, con preocupación y con vergüenza, cómo puedo seguir escribiendo sobre ritos litúrgicos, sobre cantos religiosos, anáforas y músicas gregorianas, cuando la gente anda loca por la calle gritando angustiada contra los recortes, contra los desahucios, contra el despotismo de los gobiernos, de las leyes y de los bancos. Recuerdo aquellas angustiosas palabras del salmo 137, cuando los judíos sufrían el azote del destierro: «A las orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos llorando, acordándonos de Sion. En los álamos de sus orillas colgábamos nuestras arpas. Nuestros opresores nos pedían que cantáramos para divertirlos: ¡Cantad para nosotros un cántico de Sion! ¿Cómo podríamos cantar un canto a Yahvé en tierra extraña?». Ese es nuestro mismo grito. Cómo vamos a poder hacer fiesta; cómo vamos a poder cantar, y a llenar de flores nuestros altares, y a estrenar lujosos manteles, y a brindar con costosos vasos de oro y plata, y a perfumar con incienso nuestras iglesias; cómo vamos a poder hacer fiesta, sin que se nos caiga la cara de vergüenza, mientras la gente, nuestros hermanos, se mueren de hambre, son expulsados de sus casas y echados impunemente a la calle.
Esta es la cruda realidad. Como a los judíos en el exilio, también a mi me asalta la tentación de colgar la pluma en los sauces de las orillas, igual que ellos colgaron sus cítaras y sus arpas. Tengo el presentimiento de que no es posible seguir escribiendo de liturgia mientras los hermanos son echados de la mesa de la abundancia. Busco una palabra de aliento, pero no la encuentro. Busco, sobre todo, nuevos modos de celebrar el amor desbordante y total de Jesús, entregando su vida y dejándonos el banquete como memorial de su vida rota y entregada. Quizás debamos elevar a categoría de insignia, de símbolo emblemático, el banquete eucarístico como mesa de la solidaridad y de la fraternidad universal; como mesa de la justicia, del pan repartido para todos, sin excluir a nadie; del vino gozoso de la alegría y de la esperanza, escanciado y servido como presagio de un futuro lleno de ilusiones.
Desde la fe en Jesús; desde una confianza plena en su mensaje de las bienaventuranzas, y de la providencia, y del gozo de los redimidos; quizás desde ahí podamos entrever atisbos de luz y horizontes abiertos; quizás desde esa fe podamos abrir nuestro corazón al mensaje estimulante, y siempre sorprendente, de la palabra de Dios; una palabra que es luz, que abre caminos; y que es esperanza, cargada de optimismo.
Seguro que, desde esas pautas, podremos hacer fiesta y celebrar la misericordia del Señor, siempre dispuesto a abrir caminos en la estepa; seguro que podremos descolgar de los árboles nuestros instrumentos de música para cantar y hacer fiesta, para soñar mundos nuevos más justos y más fraternos; seguro que la experiencia de la fiesta podrá llenarnos de energía para condenar las injusticias que nos abruman, para luchar contra ellas y para programar, todos juntos, futuros de esperanza. Desde esta dimensión -digámoslo con palabras solemnes- escatológica, nos abriremos con aliento a la gran utopía del Reino y podremos vivir en las celebraciones una estimulante experiencia del futuro de la promesa.
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