Dónde está el nudo de la cuestión ecológica? (I)
Leonardo Boff
Estamos acostumbrados al
discurso ambientalista generalizado por los medios de comunicación y por la
conciencia colectiva. Pero hay que reconocer que restringir la ecología al
ambientalismo es incidir en un grave reduccionismo. No basta una producción de
bajo carbono pero manteniendo la misma actitud de explotación irresponsable de
los bienes y servicios de la naturaleza. Sería como limar los dientes de un
lobo con la ilusión de quitarle su ferocidad. Su ferocidad reside en su
naturaleza, no en sus dientes. Algo similar ocurre con nuestro sistema
industrial, productivista y consumista. Está en su naturaleza tratar a la
Tierra como un mostrador de mercancías a ser colocadas en el mercado. Tenemos
que superar esta visión si queremos alcanzar otro paradigma de relación con la
Tierra y así parar un proceso que puede llevarnos al abismo.
Estamos
cansados de medio ambiente. Queremos el ambiente entero, es decir, una visión
global del sistema-Tierra, del sistema-vida y del sistema-civilización humana,
formando un gran todo, hecho de redes de interdependencias, complementaciones y
reciprocidades.
Con
razón la Carta de la Tierra tiende a sustituir medio ambiente por comunidad
de vida, pues la biología y la cosmología modernas nos enseñan que todos
los seres vivos son portadores del mismo código genético de base – los veinte
aminoácidos y las cuatro bases fosfatadas– desde la bacteria más originaria
surgida hace 3,8 mil millones de años, pasando por las grandes selvas, los
dinosaurios, los colibrís y llegando hasta nosotros. La combinación
diferenciada de esos aminoácidos con las bases fosfatadas origina la diversidad
de los seres vivos. El resultado de esta constatación es que un lazo de
parentesco une a todos los vivientes, formando de hecho una comunidad de vida
que debe ser «cuidada con comprensión, compasión y amor» (Carta de la Tierra,
n. I, 2). Lo que Francisco de Asís intuía en su mística cósmica, llamando a
todos los seres con el dulce nombre de hermanos y hermanas, nosotros lo sabemos
por un experimento científico.
Entre
esos seres vivos resalta el planeta Tierra. Desde los años 70 del siglo pasado
se afirmó, en gran parte de la comunidad científica, primero la hipótesis, y
desde 2001 la teoría de que la Tierra no solo tiene vida sobre ella. Ella misma
está viva, y ha sido llamada por su formulador principal, James Lovelock, y en
Brasil por José Lutzenberger, Gaia, uno de los nombres de la mitología griega
para la Tierra viva. Ella combina lo químico, lo físico, lo ecológico y lo
antropológico de forma tan sutil que se vuelve siempre capaz de producir y
reproducir vida. En razón de esta constatación la propia ONU, en una famosa
sesión general el 22 de abril de 2009, aprobó por unanimidad llamar a la
Tierra, Madre Tierra, Magna Mater y Pachamama. Es como decir que ella es
un super Ente vivo, complejo, a veces contradictorio a nuestros ojos (hace
convivir el orden con el desorden), pero siempre generadora de todos los seres,
en sus distintos órdenes, especialmente es gestadora de los seres vivos, máxime
de los seres humanos, hombres y mujeres.
Se
añade aún este dato, que, según el bioquímico y divulgador de asuntos
científicos Isaac Asimov, es el gran legado de los viajes espaciales: la
unicidad de la Tierra y de la humanidad. Desde allá arriba, desde las naves
espaciales y la Luna, dice él y lo confirman los astronautas, no hay diferencia
entre ser humano y Tierra. Ambos forman una única entidad. En otras palabras,
el ser humano, dotado de inteligencia, de cuidado y de amor resulta de un
momento avanzado y altamente complejo de la propia Tierra. Esta evolucionó
hasta tal punto que comenzó a sentir, a pensar, a amar, a cuidar y a venerar,
como ya señalaba el gran cantor y poeta argentino indígena Atahualpa Yupanqui.
Y he aquí que irrumpió el ser humano en el escenario de este minúsculo planeta
Tierra. Por eso se dice que el hombre deriva de humus: tierra buena y
fértil; o adamah en hebreo bíblico: hijo e hija de la tierra arable y
fecunda.
Todo
ese proceso de la gestación de la vida sería imposible si no existiese todo el
sustrato físico-químico (la escala de Mendeleiev) que se formó hace miles de
millones de años en el corazón de las grandes estrellas rojas, que al explotar
lanzaron tales elementos en todas las direcciones, creando las galaxias, las
estrellas, los planetas, la Tierra y nosotros mismos. Por lo tanto, esta parte
que parece inerte, también pertenece a la vida, porque sin ella, ayer al igual
que hoy, la vida y la vida humana serían imposibles.
La
sostenibilidad –categoría central de esta visión– es todo lo que se
ordena a mantener la existencia de todos los seres especialmente los seres
vivos y nuestra cultura sobre el planeta.
¿Qué
concluimos de este rápido recorrido? Que debemos cambiar nuestra mirada sobre
la Tierra, sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Ella es nuestra gran
madre que al igual que nuestras madres merece respeto y veneración. Es decir,
conocer y respetar sus ritmos y ciclos, su capacidad de reproducción, no
devastarla como hemos hecho desde el adviento de la tecnociencia y del espíritu
antropocentrista que piensa que ella solo tiene valor en la medida en que nos
es útil. Pero ella no necesita de nosotros, somos nosotros los que necesitamos
de ella.
Este
paradigma está llegando a su límite, porque la Madre Tierra está dando señales
inequívocas de estar extenuada y enferma. O reinventamos otra forma de atender
nuestras necesidades vitales en relación con la Tierra o ella, que está viva,
podrá no querernos más sobre su suelo.
Asumir
esta nueva mirada y esta nueva práctica es para mí el gran nudo y el desafío
decisivo de la cuestión ecológica actual.
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