Hay quienes se sienten dueños de la eucaristía
José Manuel Bernal
Hay un acuerdo unánime entre los maestros de la fe para manifestar y confesar que la eucaristía es un don de Dios a la Iglesia. El sacramento del banquete, en el que compartimos juntos el cuerpo y la sangre del Señor a través del pan y del vino, no es un invento de la comunidad cristiana, algo que la Iglesia ha venido ideando por su cuenta. Cuando Pablo nos comenta la institución de la eucaristía comienza diciendo «porque yo recibí del Señor» (1Cor 11, 23). No fue Pablo el que creó a su antojo la eucaristía; él la recibió del Señor. El mismo lo confiesa así de claro : «yo recibí». No la inventó él; él recibió la eucaristía como un don del Señor. La eucaristía es algo que se hereda, que se recibe, que se transmite, que pasa de mano en mano, de una generación a otra.
Es un don preciado de Dios, un don al que no podemos renunciar. Porque en la eucaristía se nos dona el regalo de un Dios que se entrega y se reparte, de un Dios que nos llena de vida y rejuvenece, de un Dios que nos reúne, nos congrega en torno a su mesa, nos convierte en hermanos y comensales. Por eso le alabamos y le damos gracias con todas nuestras fuerzas.
Es un don y una herencia; una herencia que hemos de transmitir sin mancillarla a las generaciones futuras. Una herencia que debemos cuidar, revitalizar, enriquecer; sin adulterarla, sin desdibujarla, sin traicionar su identidad. En la eucaristía celebramos el gran misterio desvelado en Jesús; el memorial de un acontecimiento único, por el que Jesús de Nazaret entrega su vida sacrificada y comprometida, vence a la muerte para siempre y pasa como un triunfador de este mundo al Padre. Ese es el Cristo de la Pascua al que los creyentes nos unimos cuando celebramos la eucaristía. Este es el gran misterio que celebramos, sublime, impresionante, sobrecogedor.
La eucaristía que se nos ha transmitido celebra este gran misterio. Nuestro deber es transmitirla, también nosotros, íntegra y limpia, vivificante y vigorosa, incesantemente renovada, sin manosearla ni mancillarla. Porque nosotros no somos los dueños de la eucaristía; ni podemos cambiarla a nuestro antojo. Hay que tratarla con todo respeto y veneración, pasarla intacta y resplandeciente, limpia, siempre renovada.
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