Discutir el aborto
por amor a la vida
Leonardo Boff
Me
cuesta creer que haya personas que defiendan el aborto por el aborto. Implica
eliminar la vida o interferir en un proceso vital que culmina con la aparición
de la vida humana. Yo personalmente estoy en contra del aborto pues amo la vida
en cada una de sus fases y en todas sus formas.
Pero
esta afirmación no me vuelve ciego a una realidad macabra que no puede ser
ignorada y que desafía el buen sentido y a los poderes públicos. Cada año se
hacen en Brasil cerca de 800 mil abortos clandestinos. Cada dos días muere una
mujer víctima de un aborto clandestino mal asistido.
Esta
realidad debe ser enfrentada no con la policía sino con una salud pública
responsable y con sentido realista. Considero farisaica la actitud de aquellos
que de forma intransigente defienden la vida embrionaria y no adoptan la misma
actitud ante los miles de niños lanzados a la miseria, sin comida y sin cariño,
deambulando por las calles de nuestras ciudades. La vida debe ser amada en
todas sus formas y edades y no solo en su primer despertar en el seno de la
madre. Corresponde al Estado y a toda la sociedad crear las condiciones para
que las madres no necesiten abortar.
Yo
mismo asistí, en las gradas de la catedral de Fortaleza, a una madre famélica,
pidiendo limosna y amamantando a su hijo con sangre de su pecho. Era la figura
del pelícano. Perplejo y lleno de compasión la llevé hasta la casa del Cardenal
Dom Aloisio Lorscheider donde le dimos toda la asistencia posible. Incluso así
ocurren abortos, siempre dolorosos y que afectan profundamente a la psique de
la madre. Narro lo que escribió un eminente psicoanalista de la escuela
junguiana de São Paulo, Léon Bonaventure, narrado en la introducción que
escribió a un libro de otra psicoanalista junguiana italiana, Eva Pattis,
titulado: Aborto, pérdida y renovación: paradoja en la búsqueda de la identidad
femenina (Paulus 2001).
Cuenta
Léon Bonaventure, con la sutileza de un fino psicoanalista para quien la
espiritualidad constituye una fuente de integración y de cura de heridas del
alma.
«Un
sacerdote confesaba a una mujer que en el pasado había abortado. Después de oír
la confesión, le preguntó: “¿Qué nombre le diste a tu hijo?” La mujer,
sorprendida, quedó callada largo rato pues no había dado nombre a su hijo.
“Entonces”
–dijo el cura–, “vamos darle un nombre y si está usted de acuerdo vamos a
bautizarlo”. La mujer asintió con la cabeza y así lo hicieron simbólicamente.
Después
el cura hizo algunas consideraciones sobre el misterio de la vida: “existe la
vida” –dijo–, “que viene a la luz del día para ser vivida en la Tierra,
durante 10, 50, 100 años. Otras vidas nunca van a ver la luz del sol. En el
calendario litúrgico católico existe, el día 28 de diciembre, la fiesta de los
santos inocentes, los recién nacidos que murieron gratuitamente cuando nació el
Niño divino en Belén. Que ese día sea también el día de la fiesta de tu hijo”.
Y
siguió diciendo: “en la tradición cristiana el nacimiento de un hijo es siempre
un regalo de Dios, una bendición. En el pasado era costumbre ir al templo para
ofrecer el niño a Dios. Nunca es demasiado tarde para que ofrezcas tu hijo a
Dios”.
Terminó
diciendo: “como ser humano no puedo juzgarte, si pecaste contra la vida, el
propio Dios de la vida puede reconciliarte con ella. Vete en paz y vive”» (p.
9).
El
Papa Francisco recomienda siempre misericordia, comprensión y ternura en la
relación de los sacerdotes con los fieles. Ese sacerdote vivió avant la lettre
esos valores profundamente humanos y que pertenecen a la práctica del Jesús
histórico. Que ellos puedan inspirar a otros sacerdotes a tener la misma
humanidad.
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