El sentido de una bioeconomía
o de un
ecodesarrollo
Leonardo Boff
Las actuales elecciones presidenciales han sacado a la luz la cuestión del
desarrollo, tema clásico de la macroeconomía globalizada. Temas de absoluta
gravedad como las amenazas que pesan sobre la vida y sobre nuestra
civilización, que pueden ser destruidas ya sea por la máquina nuclear, química
y biológica, o por el calentamiento creciente, eventualmente abrupto, que, como
sugieren muchos científicos, destruiría gran parte de la vida que conocemos y
podría poner en peligro la propia especie humana, ni siquiera fueron
mencionados, bien por ignorancia, bien porque los candidatos se habrían dado
cuenta de que tendrían que cambiar todo. Como dice la Carta de la Tierra: «el
destino común nos convoca a un nuevo comienzo». Nadie ha tenido ese tipo de
osadía, ni siquiera Marina que suscitó – ese es su gran mérito– el paradigma de
la sostenibilidad.
Lo
que podemos decir con toda certeza es que así como está no podemos continuar.
El precio de nuestra supervivencia es un cambio radical en la forma de habitar
la Tierra. La propuesta de un ecodesarrollo o de una bioeconomía como nos la
presentan Ladislau Dowbor e Ignacy Sachs, entre otros, nos anima a caminar en
esa dirección.
Uno
de los primeros en ver la relación intrínseca entre economía y biología fue el
matemático y economista rumano Nicholas Georgescu Roegen (1906-1994). En contra
el pensamiento dominante, este autor, ya en los años 60 del siglo pasado,
llamaba la atención sobre la insostenibilidad del crecimiento debido a los
límites de los bienes y servicios de la Tierra. Se empezó a hablar de
«decrecimiento económico para la sostenibilidad ambiental y la equidad social»
(www.degrowth.net). Ese decrecimiento,
mejor sería llamarlo “crecimiento”, significa reducir el crecimiento cuantitativo
para dar más importancia al cualitativo en el sentido de preservar los
bienes y servicios que les serán necesarios a las futuras generaciones. La
bioeconomía es en realidad un subsistema del sistema de la naturaleza, siempre
limitada, y, por eso, objeto de permanente cuidado por parte del ser humano. La
economía debe obedecer y seguir los niveles de preservación y regeneración de
la naturaleza (vea las tesis de Roegen en la entrevista de Andrei Cechin en IHU
(28/10/2011).
Un
modelo semejante, llamado ecodesarrollo y bioeconomía viene siendo
propuesto entre otros por el ya mencionado profesor de economía de la PUC-SP
Ladislau Dowbor, que piensa en la línea de otro economista, Ignacy Sachs, un
polaco, naturalizado francés y brasilero por amor. Vino a Brasil en 1941,
trabajó aquí varios años y mantiene actualmente un centro de estudios
brasileros en la Universidad de Paris. Es un economista que a partir de 1980
despertó a la cuestión ecológica y es posiblemente el primero que hace sus
reflexiones en el contexto del antropoceno. Es decir, en el contexto de
la fuerte presión que las actividades humanas hacen sobre los ecosistemas y
sobre el planeta Tierra como un todo hasta el punto de hacerle perder su
equilibrio sistémico, que se manifiesta por los eventos extremos. El
antropoceno inauguraría, entonces, una nueva era geológica, que tendría al ser
humano como factor de riesgo global, un peligroso meteoro rasante y
avasallador. Sachs tiene en cuenta ese dato nuevo en el discurso
ecológico-social.
Los
análisis de Dowbor y de Sachs combinan economía, ecología, justicia e inclusión
social. De ahí nace un concepto de sostenibilidad posible, dentro todavía de
las limitaciones impuestas por el modo de producción predominante,
industrialista, consumista, individualista, predador y contaminador.
Ambos
están convencidos de que no se alcanzará una sostenibilidad aceptable si no hay
una disminución sensible de las desigualdades sociales, incorporación de la
ciudadanía como participación popular en el juego democrático, respeto a las
diferencias culturales, la introducción de valores éticos de respeto a toda la
vida y sin un cuidado permanente del medio ambiente. Cumplidos estos
requisitos, se crearían las condiciones de un ecodesarrollo sostenible.
La
sostenibilidad exige cierta equidad social, o sea, «nivelación promedio entre
países ricos y pobres» y una distribución más o menos homogénea de los costes y
los beneficios del desarrollo. Así, por ejemplo, los países más pobres tienen
derecho de expandir más su huella ecológica (sus necesidades de tierra, agua,
nutrientes y energía) para atender sus demandas, mientras que los más ricos
deben reducirla o controlarla. No se trata de asumir la tesis equivocada del
decrecimiento, sino de dar otro rumbo al desarrollo, descarbonizando la
producción, reduciendo el impacto ambiental y propiciando la vigencia de
valores intangibles como la generosidad, la cooperación, la solidaridad y la
compasión. Enfáticamente repiten Dowbor y Sachs que la solidaridad es un dato
esencial al fenómeno humano y el individualismo cruel que estamos presenciando
en los días actuales, expresión de la competencia sin freno y de la ganancia de
acumular, significa una excrecencia que destruye los lazos de la convivencia,
volviendo a la sociedad fatalmente insostenible.
Es
de ellos la hermosa expresión «biocivilización», una civilización que da
centralidad a la vida, a la Tierra, a los ecosistemas y a cada persona. De ahí
surge, en su bella manera de decir, la «Tierra de la Buena Esperanza» (vea Ecodesarrollo:
crecer sin destruir. 1986 y la entrevista en Carta Maior del 29/8/2011).
Esta
propuesta nos parece una de la más sensatas y responsables frente los peligros
que corre el planeta y el futuro de la especie humana. La propuesta de Dowbor (http://dowbor.org) y de Sachs merece ser
considerada pues muestra gran funcionalidad y viabilidad.
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