Martín Gelabert Ballester, OP
El don de Dios,
¿es la fe o es la revelación?
Cuando se dice que la fe es un don de Dios, surge espontáneamente la pregunta de por qué Dios no otorga este don a todos, porque parece evidente que no todos creen. Para mejor aclarar esta cuestión considero importante distinguir entre revelación y fe. Lo que es un don de Dios, una obra divina, es la revelación. La fe es una respuesta humana. La revelación se ofrece como una iniciativa divina a la “fe” del hombre. Dios mismo, por su revelación, quiere darse a conocer a todos y busca que todos le respondan con amor. Algunos aceptan este don, otros lo rechazan y permanecen en la “no creencia”. Hasta aquí no veo yo problema alguno. La pregunta entonces sería: ¿hay que atribuir a una elección divina el hecho de que entre los seres humanos unos adhieran a la revelación y otros la rechacen?
Hay que tener en cuenta que la revelación de Dios es histórica y llega a los hombres condicionada por las circunstancias y posibilidades de la historia. Esto explica que, aunque Dios quiera que todos le conozcan, su revelación no llega a todos con la misma intensidad ni de la misma manera. La respuesta humana, por tanto, está condicionada por el modo en que se ha recibido la revelación. Y cada uno es responsable en función de los modos en que el don le ha llegado. A quién mucho se le dio, mucho se le pedirá, dice Jesús. A cada uno se le pide en función de su recepción del don.
Cierto, para que se dé la adhesión de fe, además de la revelación, se requiere un cambio en el corazón del creyente. Ahí es donde actúa el Espíritu Santo, que ilumina la inteligencia y mueve nuestra libertad para que se deje seducir por la seducción del Dios que se revela. Pero esta acción de la gracia del Espíritu Santo en la mente y el corazón del ser humano, está también condicionada y limitada por el conocimiento de la revelación. El Espíritu orienta el corazón, la mente y la libertad hacia el conocimiento que cada uno ha recibido, no hacia la totalidad de lo revelado.
Esto no significa poner límites a Dios. Significa cobrar conciencia de nuestros límites. Lo limitados somos nosotros. A Dios nada ni nadie puede limitarle. No es menos cierto que si Dios quiere al ser humano como tal, debe respetar su modo de ser. El respeto al modo de ser del hombre es lo que hace que unas veces parezca que la acción de Dios, que en todos actúa con igual fuerza e interés, sea distinta en unos y en otros. Pero esta apariencia no traduce la voluntad ni el ser de Dios, sino las disposiciones humanas, históricas, psicológicas y afectivas, que en cada uno están orientadas y marcadas de diferente manera.
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