La plebe y la nobleza
Frei Betto
Había una vez un reino gobernado por un rey despótico. Su Majestad oprimía a los súbditos y mandaba detener, torturar, asesinar a quien hiciera oposición. El reinado de terror duró 21 años. Los plebeyos, inconformes, reaccionaron contra el déspota. Demostraron que estaba desnudo, denunciaron sus atrocidades, tomaron los caminos y las plazas del reino, hasta que el rey perdiera la corona.
Varios ministros del rey depuesto ocuparon sucesivamente el trono, sin que las condiciones económicas de los súbditos experimentaran mejoría. Se decidió incluso cambiar la moneda y bautizar a la nueva con un título nobiliario: el real. Tal medida, si no trajo grandes beneficios a la plebe, al menos redujo las turbulencias que con frecuencia afectaban a las finanzas de la corte.
Aunque insatisfecha, la plebe logró llevar al trono a uno de los suyos. Una vez coronado, el rey plebeyo trató de combatir el hambre en el reino, facilitar créditos a los súbditos, desgravar productos de primera necesidad, al mismo tiempo que favorecía los negocios de duques, condes y barones, sin escuchar el clamor de los siervos que trabajaban en las tierras de enormes feudos y clamaban por el derecho a poseer su propia parcela.
El reino tuvo, de hecho, sucesivas mejoras con el rey plebeyo. Pero éste al poco tiempo dejó de prestarle oídos a sus vasallos y se rodeó de nobles y señores feudales, cuyos consejos escuchaba y a quienes beneficiaba con los recursos del tesoro real. Se hicieron obras fastuosas, despalando selvas, contaminando ríos y, lo más grave, amenazando la vida de los primitivos habitantes del reino.
Para asegurarse en el poder la casa real hizo un pacto con todas las familias de sangre azul, aunque muchas hubieran puesto sus manos sobre el tesoro real.
En la parte exterior del castillo los plebeyos sentían que su vida mejoraba, veían reducirse la miseria, tenían acceso a créditos para adquirir su vehículo propio.
Pero se proyectaba sobre el reino una insatisfacción. Los vasallos eran conducidos a su trabajo en carrozas apretujadas y pagaban mucho dinero por un transporte precario. Las escuelas apenas enseñaban algo más que el beabá, y los servicios de salud eran tan inaccesibles como las joyas de la corona. En caso de enfermedad los súbditos padecían, además de los dolores del mal que padecían, el abandono de la casa real y la inoperancia de un SUStema que con frecuencia mataba en la cola de espera al paciente que buscaba curación.
Los plebeyos se quejaban, pero la casa real no prestaba oídos, excepto a los aplausos reflejados en las encuestas realizadas por los corifeos del reino.
El castillo se aisló del clamor de los súbditos, sobre todo después de que el rey abdicó en favor de la reina. Infestado de cocodrilos el foso alrededor, fueron recogidos los puentes levadizos y canceladas las audiencias con los representantes de la plebe o, cuando mucho, llevadas a cabo por un afable ministro que apenas tenía ningún poder para cambiar el rumbo de las cosas.
A mediados de año la corte promovió, con gran alarde, los juegos reales. Vinieron atletas de todos los rincones del mundo. Fueron construidos estadios magníficos en un tiempo récord, y el tesoro real hizo la alegría y la fortuna de muchos que presupuestaban uno y embolsaban cien.
Fue entonces cuando se derramó el agua del vaso. La plebe, inconforme con el alto precio de los ingresos y el aumento de los billetes de transporte en las carrozas, ocupó los caminos y las plazas. También pesó en ello la indignación ante la impunidad de los corruptos y el intento por hacer callar a los defensores de los derechos de los súbditos contra los abusos de los nobles.
El vasallaje quería más: educación de igual calidad que la ofrecida a los hijos de la nobleza; salud asegurada para todos; control del dragón inflacionario cuya bocaza volvía a vomitar llamas amenazadoras, capaces de calcinar en pocos minutos las pocas monedas que tenía la gente.
Entonces la casa real recordó. Y se encendieron antorchas en el castillo. La reina, perpleja, le fue a solicitar un consejo al rey que había abdicado. Y rápido fueron rebajados los precios de los billetes en carrozas.
Ahora el reino, en medio de la turbulencia, recuerda que el pueblo existe y detenta un poder invencible. Y algunos príncipes hostiles a la reina amenazan con quitarle el trono. Se cierne en el horizonte el peligro de que algún déspota aproveche el descontento popular para imponerle de nuevo al pueblo un régimen de terror.
La esperanza es que se abran los canales entre la plebe y el trono, que el clamor popular sea escuchado en el castillo y que las demandas sean atendidas con prontitud. Sobre todo que la casa real preste oídos a los jóvenes del país que todavía no saben cómo transformar su indignación y su revuelta en propuestas y proyectos de una verdadera democracia, para que no se corra el riesgo de que retornen al castillo déspotas corruptos y demagogos, lacayos de los señores feudales y de casas reales extranjeras.
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