Ballet de los cuerpos
Frei Betto
En la fiesta del Cuerpo de Cristo dejaré a mi cuerpo mecerse en alturas abisales. Acariciaré una por una mis arrugas, cantaré himnos al alborear la vejez, desvelaré historias del futuro, prenderé en la yema de los dedos mi perfil interior.
No recurriré al bisturí de las falsas impresiones. Ni al espectro de la delgadez anoréxica. El tiempo proseguirá masajeando mis músculos hasta volverlos flácidos como las delicadezas del espíritu.
Suspenderé todas las flexiones, excepto las que aprendo en la academia de los místicos. Beberé de mi propio pozo y abriré el corazón para que el ángel de la limpieza tire por la ventana de la compasión iras, envidias y amarguras.
Pisaré sin zapatos el calor de la tierra viva. Cual bailarín ambiental danzaré abrazado a Gaia al son ardiente de canciones primitivas. De ella recibiré el pan, y yo le daré la paz. Y esperaré sus mañanas como quien levanta cometas al son de las cítaras.
Alcanzadas las estrellas, contemplaré en la penumbra del misterio ese cuerpo glorioso que nos funde, a Gaia y a mí, en un único sacramento divino. Su trigo brotará como alimento para todas las bocas, sus uvas harán correr ríos embriagantes de saciedad, su Espíritu habrá de impregnar todas las hendiduras de lo humano.
En la mesa cósmica ofreceré las primicias de mis sueños. Con las manos vacías acogeré el cuerpo del Señor en el cáliz de mis carencias. Doblaré las rodillas ante el misterio de la vida y contemplaré el rostro divino en la cara de aquellos que nunca supieron que cosmo y cosmético son palabras griegas gemelas, y echan sus raíces en la misma belleza.
Alejaré mis ojos de todos los prejuicios y pondré la fe por encima de todos los preceptos. Como Ezequiel, contemplaré el campo de los muertos hasta ver el polvo consolidado en huesos, a los huesos juntarse en esqueletos, a los esqueletos recubrirse de carne y a la carne hincharse de vida en el Espíritu de Dios.
Proclamaré el silencio como un acto de profunda subversión. Desconectado del mundo, expulsaré del alma todos los ruidos que me inquietan y, vacío de mí mismo, seré plenificado por Aquel que me envuelve por dentro y por fuera, por encima y por abajo.
Alejaré de la mente la profusión de imágenes y daré al olvido el remolino de ideas. Privaré de sentido a las palabras. Absorto por el silencio, presionaré a los oídos para escuchar la brisa de Elías, y a los ojos para admirar lo que extasió a Simeón.
Nunca más haré de mi cuerpo un mero apoyo extraño al espíritu. Seré una sola unidad, onda y partícula, ánima y ánimus. El pan, y no más la cruz, será el símbolo de mi fe, pues él está grávido de vida, sacramento de resurrección.
Recogeré por las esquinas todos los cuerpos indeseados para lavarlos en la sangre de Cristo, antes de que se desprendan de sus envoltorios para alzar el vuelo de las mariposas.
Curaré de la ceguera a los que se miran en la mirada ajena y untaré con cremas bíblicas el rostro de todos los que se creen feos, hasta que se perciba en ellos el esplendor de la semejanza divina.
Arrancaré del piso de hierro los pies congelados de la insolidaridad y haré soplar un viento fuerte sobre los que temen el peso de sus propias alas. Al subir a la cima del mundo verán que todos somos un solo cuerpo y un solo espíritu.
Haré de mi cuerpo una hostia viva; y de la sangre un vino de alegría. Ebrio de efusiones y gracias, abarcaré en un abrazo cósmico todos los cuerpos y, en el salón dorado de la Vía Láctea, bailaremos valses hasta que la música sideral haya agotado la sinfonía escatológica.
En la concretez de la fe cristiana anunciaré a los cuatro vientos la certeza de la resurrección de la carne y de todo el Universo redimido por el cuerpo místico de Cristo. Entonces, cuando la muerte nos transvivencie, lo que es tierno se volverá, en los límites de la vida, eterno.
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