martes, 4 de junio de 2013

Dios, ¿fruto del deseo o activador del mismo? 
El debate entre los “nuevos ateos” y la teología “católica”
Jesús Martínez Gordo


La discusión entre los llamados “nuevos ateos” y la teología (y, en concreto, “católica”) frecuentemente gira en torno a la verdad y al método. Pero éstos, siendo asuntos importantes, no son los únicos. Más pronto que tarde, acaba apareciendo el problema de sus diferenciadas (y yuxtapuestas) cosmovisiones[1]. 

Es lo que califico como el debate dogmático. Una cuestión compleja, enfrentada, rica y, frecuentemente, ocupada en problemas de tanto alcance como “Dios” (¿fruto del deseo o activador del mismo?), la “realidad” (¿finita o anclada en la infinitud?), la “moralidad” (¿fundada en el egoísmo o en la solidaridad?). 

La entidad y extensión de estas preguntas obliga a centrarse, por limitaciones de espacio y tiempo, en  la primera de ellas: cuál es el fundamento de “Dios”. 

1.- La teoría de la proyección 

Según los “nuevos ateos”, lo que los creyentes entienden por “Dios” no es sino el resultado de proyectar en un ser ideal lo que nos gustaría ser y no podemos ser. Ésta es la primera de las verdades (además de la imposibilidad de verificar científicamente la existencia de la divinidad) en la que “creen” los “nuevos ateos”. Es lo que se conoce, desde L. Feuerbach, como la teoría de la proyección.

Según el pensador alemán, el ser humano experimenta continuamente no sólo la fragilidad y la debilidad de una existencia sometida al dictado del tiempo y a su perecimiento inexorable, sino también lo extensa e insondable que es su ignorancia. 

La consecuencia de todo ello es una incontestable y, a la vez, inaceptable experiencia (y conciencia) de fragilidad que intenta superar proyectando en un ser ideal los deseos más íntimos e imposibles, es decir, lo que le gustaría ser para, así, superar la fragilidad, el perecimiento, el horror, la ignorancia y la maldad que permanentemente se muestran como insoslayables e inabordables. “Dios”, sentencia L. Feuerbach, en realidad es el ser que nos gustaría ser y que, sin embargo, no podemos ser, por mucho que nos lo propongamos. 

Pero, además de una proyección a través de la que canalizamos nuestros deseos y nuestra voluntad de superar la repulsión que nos provoca el perecer, la ignorancia y la fealdad, es también una idea fantástica a la que se atribuye la existencia: la idea de Dios, al ser “la más perfecta por encima de la cual nada mayor se puede pensar” –sostenía San Anselmo en su argumento ontológico y en respuesta a Gaunilón- lógica y necesariamente tiene que existir ya que si no fuera así, no se habría pensado en “la idea más perfecta por encima de la cual nada mayor se puede pensar”, sino en otra idea limitada, más imaginada que lógica y necesariamente existente. La idea de Dios tiene una singularidad que no presentan otras: la de vincular existencia y perfección como condición imprescindible para su misma posibilidad. 

El deseo y la fantasía, aliados con una lógica idealista, han llevado a afirmar la existencia de una idea perfecta, absoluta, omnipotente, bella y omnisciente, es decir, de un Dios todopoderoso y, por ello, eterno.  

Todos los “nuevos ateos” asumen y modulan esta tesis de L. Feuerbach. “La religión es una creación del ser humano”. “Dios no creó al ser humano a su imagen y semejanza. Evidentemente, fue al revés” (H. Hitchens). Es “una ficción, una creación de los hombres, una invención” que busca “asegurarse el poder sobre sus semejantes” (M. Onfray). “La última ilusión, el refugio post-metafísico contra el desencanto, el artefacto filosófico para huir de lo (del miedo a lo) finito, para  no vivirlo, para no estar en el” (P. Flores d’Arcais). La clave de todo ello está en que “somos capaces de ideas que no padecen nuestras limitaciones” (F. Savater). R. Dawkins –impregnado de un talante beligerante desconocido desde hacía décadas- anatematizará semejante constructo ya que engendra “rituales que provocan hostilidad”. 

Pero L. Feuerbach va un poco más allá y propone una solución alternativa: como mucho, se es eterno, bueno, sabio y bello formando parte del género humano y siendo uno con él o, en todo caso, sumándose a él. “Los humanos no venimos al mundo para morir, sino para engendrar nuevas acciones y nuevos seres: somos hijos de nuestras propias obras y también padres de quienes emprenderán, a partir de ellas o contra ellas, proyectos inéditos” (F. Savater). Según los “nuevos ateos”, hemos sido engendrados y estamos capacitados para engendrar: somos la continuidad de otros y nos prolongamos en nuestros hijos y en nuestras obras. Es así como formamos parte del género humano y como lo “eternizamos”. Hasta ahí llega nuestra posible perennidad.

Desde que L. Feuerbach formulara esta interpretación, el ateísmo antropológico se ha convertido en una de las cuestiones fundamentales para la teología y, también, para la increencia, incluida la que profesan los llamados “nuevos ateos”. 

Para la teología, en primer lugar, porque tiene que mostrar que Dios (y la idea o el imaginario que se tiene de Él) no es el resultado de proyectar en un ser fantástico nuestros deseos (lo cual no quiere decir que no exista un componente desiderativo), sino que, más bien, se desea y se anhela a Dios porque, siendo lo más íntimo a nosotros mismos, es, a la vez, lo radicalmente distinto y diferente, es decir, el Principio y Fundamento de la vida y de la realidad  sin, por eso, confundirse con ella. 

Pero también lo es, en segundo lugar, para el ateísmo, en general, y para el “nuevo ateísmo”, en particular, porque tienen que mostrar (sin limitarse a repetir lo dicho en su día por L. Feuerbach) la consistencia argumentativa  y veritativa de la teoría de la proyección ante, por ejemplo, un Dios frágil y ante la fe entendida y vivida como seguimiento del Crucificado en los crucificados de este mundo. Un imaginario de Dios de este calado, ¿es fruto de nuestros deseos?

2.- Dios, en sus anticipaciones, activador del deseo

Ante la interpretación del deseo como fundamento de la divinidad, los creyentes argumentan que el discurso sobre Dios y con Él es posible porque existen anticipaciones, huellas, señales o chispazos de esa verdad, bondad y belleza final que, siendo propios y exclusivos de Dios, activan por sí mismos (y en quienes los perciben como tales) el deseo de unirse y confundirse con “la realidad que todo lo determina”. Y son dichas anticipaciones las que fundan la idea y los diferentes imaginarios sobre Dios, algo perfectamente compatible con la existencia de un componente desiderativo. Es más, lo habitual es que se desee abrazarlo, poseerlo, controlarlo y hasta dominarlo, sin dejar de reconocer, por ello, su radical singularidad, su equilibrio -permanentemente inestable- de cercanía y alteridad. 

W. Pannenberg ha analizado en su “antropología en perspectiva teológica” siete de estas huellas, anticipaciones o chispazos de eternidad: la apertura al mundo, la creatividad, la confianza, el esperar más allá de la muerte, la búsqueda de una identidad, la sociabilidad y la historicidad. 

En el análisis de dichas experiencias humanas (y de otras posibles) se muestra que no es el deseo el que funda el misterio de Dios, sino que el deseo es, más bien, activado y dinamizado por la presencia de “la realidad que todo lo determina”. Dios no es fruto de una fantasía desbocada, sino una idea que brota a partir de sus anticipaciones en lo singular. Por ello, el teólogo alemán se atreve a sostener que la persona que niega o reniega de Dios, es decir, de su fundamento y destino definitivos es la que se encuentra alienada ya que está ideológicamente condicionada por su fantasía prometeica o por su nihilismo, sea del signo que sea.  

Más allá de lo provocadora que resulte la tesis de W. Pannenberg sobre la alienación de los ateos en general (y, por extensión de “los nuevos ateos”), lo cierto es que de Dios sólo se puede hablar al modo humano, a saber, marcados por las cargas desiderativas y por las fantasías e imaginarios que resultan de percibirlo en sus mediaciones. Por ello, toda conceptualización será siempre limitada y permanentemente superable. En este sentido, tienen razón “los nuevos ateos” cuando sostienen que “tras la sombra de los tres Dioses podemos detectar la presencia muy activa de los hombres” (M. Onfray). Las formulaciones, ideas o teorizaciones sobre Dios no son Dios. Son limitados e históricos balbuceos de los seres humanos. 

Y no pueden ser otra cosa porque la parte nunca puede encerrar y abarcar (aunque lo pretenda) el todo, de la misma manera nunca se puede encerrar el misterio de grandeza y debilidad (que es toda persona) en una descripción (aunque parezca muy elocuente o extensa en páginas), en una ficha (por muy completa que se pretenda) o en un número (aunque sea el carnet de identidad). Evidentemente, éste es un lenguaje que repugna a los “nuevos ateos”, pero no deja de ser, por ello, razonable y sensato en su indudable modestia: de Dios sólo se puede hablar de manera humana. Y no puede ser de otra manera.

Hace unos años argumentaba, en diálogo con G. Puente Ojea y recurriendo a un ejemplo, que “el problema estriba en saber si el ser humano desea beber un buen rioja porque se encuentra con él y a partir de ese momento comienza a desearlo o si, más bien, hay excelentes riojas porque el ser humano lo ha deseado -llevado por su fantasía creadora- y se ha puesto manos a la obra, creándolo y generando el deseo a partir de este momento. Dicho de una manera más clara y directa: o bien deseo seguir y conocer a Jesús (y, por ello, fantaseo su existencia), o bien, le sigo y quiero conocerle porque su persona, su mensaje y su destino me fascinan y seducen. Y éstos existen independientemente de mi imaginación creadora y de mi deseo” (J. Martínez Gordo). 

Esta manera de argumentar será descalificada por G. Puente Ojea como una “petitio principii”. Se trata, como se puede apreciar, de un intento de desautorización que no aplica a la hipótesis contraria, es decir, a la que sostiene que Dios es fruto de nuestro deseo. Es mucho más sensato (y menos condicionado ideológicamente) entender que las dos hipótesis son “petitio principii”, axiomas o verdades experimentadas: la que sostiene que el deseo funda la idea de Dios y la que afirma que Dios funda el deseo de Él. 

La resolución sobre cuál de ellas es la verdadera (algo que frecuentemente olvidan los “nuevos ateos”) pasa por invalidar las experiencias humanas propuestas como anticipaciones o mediaciones de la verdad final. Y también, por evaluar la consistencia veritativa de las diferentes dogmáticas en curso (la atea o antiteísta, la agnóstica y la católica). En el caso de los cristianos, pasa por mostrar que la nostalgia de Dios es un deseo puesto por Dios mismo en el ser humano que se activa con particular potencia ante su anticipación histórica que es Jesús el Crucificado y Resucitado (y, por esto último, reconocido y acogido como Cristo). Por eso, es uno de los objetivos (si no, el objetivo) de la iniciación cristiana y de la teología.

3.- La permanente novedad del Dios “católico” 

Pero el discurso ateo fundado en la teoría de la proyección ignora, además, la existencia de representaciones “católicas” y cristianas de la divinidad que chocan, total o parcialmente, con todos los imaginarios posibles de la misma y, particularmente, con los deducidos a partir de la filosofía teológica griega. 

Así, por ejemplo, la diferencia que los luteranos establecen entre lo que llaman “religión” (un Dios, en buena parte, a la medida de los deseos humanos) y lo que entienden por “revelación” (el Dios que se entrega en el Crucificado) es una clara señal, entre otras posibles, de la radical novedad y singularidad que se anticipa en Jesús y, concretamente, del disparate que sigue siendo defender la teoría de la proyección a los pies del Dios cristiano.

La revelación de Dios en el Crucificado no sólo es un acontecimiento que se encuentra más allá de los deseos y fantasías humanas, sino, sobre todo, es un dato que rompe todas las expectativas posibles. Sencillamente, está en las antípodas de todo lo desiderativamente razonable. Por ello, sorprende y descoloca. 

Nada que ver con el Dios “violento, celoso, vengativo, misógino, agresivo, tiránico, intolerante…” que inevitablemente brota cuando queda esculpido por el deseo de eternidad y la pulsión de muerte (M. Onfray). Y sí mucho que ver con la experiencia y con el discurso del salmista cuando reconoce que su alma y su carne están sedientas de Dios como tierra reseca, agostada, sin agua (Cf. Salmo 63, 2) o cuando, contemplando la belleza que se anticipa en la creación y la pequeñez de quien disfruta de ella no puede evitar cantar agradecidamente: “Señor, Dios nuestro ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” para preguntarse, a continuación: “¿qué es el hombre para te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te cuides de él?” (Salmo 8, 2.5).

Pero hay más. Si lo propio de la “y” católica es hacerse cargo del equilibrio permanentemente inestable que caracteriza al misterio de Dios, es lógico que la experiencia de dicho misterio sea igualmente “católica”, es decir, creativa y fecunda articulación de deseo y novedad, de proyección y sorpresa, de anhelo y asombro, de ansia y admiración. Por ello, defender que el deseo no funda el misterio de Dios no quiere decir que Dios no satisfaga algunos o muchos de dichos deseos y aspiraciones. Y menos sistemáticamente. Más bien, quiere decir que puede culminarlos, sobrepasarlos e, incluso, reconducirlos. La novedad y la capacidad de sorpresa es una nota distintiva y permanente del Dios cristiano. En cambio, no lo es de la idea de la divinidad que brota y se funda en el deseo humano. 

Más todavía. La teología cristiana recuerda que la relación con Dios es, a la vez, caricia y aguijón, profecía y consolación, denuncia y reparación. El imaginario cristiano manifiesta una inagotable capacidad para ir y llevar más allá de lo deseable e, incluso, de lo razonable. Es semejante capacidad de descolocar lo que permite reconocer y proclamar, desde los primeros momentos, que Dios es escándalo para los judíos y necedad para los griegos y latinos (1 Cor. 1, 23), sin dejar de ser, a la vez, tranquilidad para unos y sabiduría para otros. Y siempre, permanente novedad.

Sin embargo, este crítico y radical desmarque de la teoría de la proyección no impide reconocer (y criticar) la influencia (también en la actualidad) del imaginario greco-latino en la idea del Dios cristiano o la persistencia de un Dios “a la carta” entre muchos creyentes. Son constataciones que frecuentemente coexisten con la sorpresa, la novedad y la descolocación que, más tarde o más temprano, acaban apareciendo en toda representación cristiana de Dios, por muy contaminada que pueda estar de la filosofía teológica griega o arrasada por la fantasía desiderativa.

En cualquier caso, es preciso reconocer que de esta crítica feuerbachiana brota un reto de indudable calado, a cuya altura no siempre suele estar la teología cristiana y, por extensión, los cristianos: dejar a Dios ser libre y no tomar nuestros discursos e inevitables proyecciones sobre Él como la palabra última y definitiva; como si fueran dogmas intocados e intocables. Este suele ser un error bastante frecuente en el lado católico.

Quizá, por ello, cada día es mayor la importancia del lenguaje “católico” para hablar de la novedad de Dios. Curiosamente, el Dios al que nos referimos es, a la vez, (y no puede ser de otra manera, si es que hablamos de Él) “interior intimo meo” y “superior summo meo” (S. Agustín). La teología de mayor calidad no ha tenido otro remedio que recurrir frecuentemente al lenguaje paradójico: cercana transcendencia, omnipotente debilidad, tranquilidad inquietante, universal concreto, amor crucificado, etc…

Al hablar así, pretende contagiar, entusiasmar, descolocar y, en definitiva, enamorar. Ya poco importa que se pretenda descalificar semejante pretensión (algo que también anida en la dogmática atea) recurriendo a la imagen de “las drogas adictivas”: “la fe religiosa tiene algo del mismo carácter que el enamoramiento (y ambos tienen muchos de los atributos de estar colocado con drogas adictivas)” (R. Dawkins).

Ante un comentario de este calado (y en la medida en que se haya tenido la suerte –o la gracia- de experimentar a Dios en alguna o en varias de sus anticipaciones) no queda más remedio que exclamar: ¡Bendito “colocón”!

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