Martín Gelabert Ballester, OP
Hay algo en común en la negación de Pedro y en la traición de Judas, aunque evidentemente lo común no quita las diferencias. Y las diferencias son las que hacen que no podamos situarlas al mismo nivel, ni tengan las mismas consecuencias. Pedro y Judas han sido grandes amigos de Jesús. Cuando las cosas vienen mal dadas, Pedro le niega, pero lo hace tan mal, que se nota que es de los suyos (Jn 18,17.25-27). Niega a disgusto, niega de mala gana. Niega, pero se nota que no está cómodo con la negación. Hay dos maneras de pecar: a gusto y a disgusto. Solo cuando aparece el disgusto en el pecado, hay posibilidad de arrepentimiento y de conversión. El disgusto puede aparecer en el mismo hecho del pecado o después. En el caso de Pedro se diría que aparece en el mismo pecado. Ojalá que todos mis pecados fueran así.
Judas vende a Jesús, le traiciona. Y, sin embargo, poco después se arrepiente. Se da cuenta de lo que ha hecho, y eso le desespera. Como está desesperado, acaba quitándose la vida (Mt 27,3-5). Una tragedia por un doble motivo: por lo que le hace a Jesús y por cómo lo que hace le afecta hasta el punto de quitarse la vida. También ahí encontramos un atisbo de arrepentimiento, que no está bien conducido ni orientado. El darse cuenta del horror del pecado cometido, en vez de conducirle a pedir perdón, le conduce a la desesperación. No sabe ver, como Pedro sí lo hizo, el amor que brota de Jesús incluso cuando le traicionamos. Fue no ver el amor, que de todas formas ahí estaba y ahí siguió siempre, porque los amores de Dios y de Jesús son permanentes e irrevocables, lo que condujo a Judas a la desesperación. Es otro modo de enfrentarse con el pecado.
Mantenerse fieles a Jesús no siempre es fácil. Pedro tuvo miedo y le negó. Judas se decepcionó y le traicionó. Pero lo importante es que Jesús amaba a uno y a otro. Los seguidores de Jesús debemos cada día recordar su gran amor, para que nuestras caídas no nos hundan. Con Jesús siempre es posible volver a empezar.
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