Semana Santa:
Del misterio al drama
José Manuel Bernal
Voy a seguir con el tema de mi último post sobre la semana santa. Comentaba yo en ese escrito que el comportamiento de la comunidad cristiana durante esos días había experimentado un desarrollo extraordinario a lo largo de los siglos. Abogaba además por una vuelta a una liturgia más lineal, más simple, sin tantos aderezos. Ahora voy a comentar de manera resumida, como siempre, cuál fue el horizonte en que se movió el desarrollo histórico al que me refiero.
Del misterio al drama. Ese es exactamente el horizonte en que se movieron los cambios y las evoluciones. Durante los primeros siglos, hasta bien entrado el siglo IV, la Iglesia no conoce la semana santa; ni el domingo de ramos, ni el jueves santo, ni el viernes santo; solo la celebración de la santa noche de pascua, la vigilia pascual. La semana es llana, lineal, sin celebraciones, sin distracciones especiales. Solo el ayuno intenso, progresivo, “porque el Esposos ha sido arrebatado por la muerte”; y la espera, una espera impaciente, ardiente, hasta el encuentro pascual con el resucitado al partir el pan, en la santa noche de pascua. Este clima celebrativo no conoce referencias históricas a lo que pasó en Jerusalén. Todo debe ser interpretado en clave de misterio, en un horizonte sacramental, de trascendencia y de profundidad interior.
Pero a finales del siglo IV y principios del V las cosas cambian. Un giro copernicano, diríamos. Lo sabemos por Egeria, la peregrina gallega que nos legó un escrito fantástico, una especie de cuaderno de notas donde ella fue describiendo los avatares de un viaje suyo a tierra santa. Es el Itinerarium Egeriae, documento de finales del siglo IV. Ahí nos describe Egeria pormenorizadamente, con agudeza femenina, el desarrollo de las celebraciones litúrgicas practicadas en Jerusalén.
No es cuestión de descender a detalles. Quien desee hacerlo, puede acceder al texto de Egeria; en sus páginas la peregrina gallega comienza describiendo las celebraciones del domingo de ramos, con la entrada de Jesús en Jerusalén, reproducida plásticamente, sacralmente, por los fieles, entrando también ellos procesionalmente en la ciudad, acompañando al obispo que todos lo reconocen como el representante de Jesús. Casi pasa desapercibido el jueves santo, sin celebraciones especiales. Los teólogos comentan que la verdadera eucaristía la celebró Jesús el viernes santo en la cruz. En efecto, Egeria describe con profusión de detalles la liturgia del viernes santo practicada en Jerusalén; la afluencia de fieles es ingente, extraordinaria; a la luz de sus observaciones, hay que decir que las celebraciones descritas por Egeria están cargadas de sentimiento y tienen, por supuesto, un ferviente carácter popular. La peregrina dedica una atención especial al rito de la adoración de la cruz, celebrada justamente en el lugar donde fue clavada la cruz del Señor. Los ritos de la vigilia pascual se describen de forma escueta; quizás porque apenas ofrecían interés a los lectores hispanos, ya que esa liturgia era muy semejante a la que se practicaba en la tradición hispano-visigoda que ella conocía.
El salto ha sido importante. Seguramente tengamos que considerar a la ciudad santa de Jerusalén como el lugar emblemático en desde el que comienza a operarse el cambio de sentido. Aquí, las circunstancias topográficas, el escenario de la ciudad, ha propiciado unas celebraciones litúrgicas en las que se ha pretendido reproducir el itinerario histórico de los acontecimientos, reproduciéndolos sacralmente, como si se estuviera representando un drama sagrado. Con frecuencia el escrito de la peregrina española apunta que, en determinaos momentos y lugares, se proclaman lecturas y se cantan salmos “ajustados al lugar y a la hora”. Efectivamente, la comunidad cristiana de Jerusalén, celebra la semana santa recorriendo y reproduciendo litúrgicamente los diferentes momentos que vivió Jesús en Jerusalén aquéllos días. Ya lo tenemos: se ha pasado del misterio al drama; de una celebración inspirada en motivos de trascendencia sacramental, mistérica, a una celebración dramatizante, preocupada por las referencias históricas.
Las tradiciones que perviven en la actualidad, no solo las de carácter popular sino también las oficiales, de carácter litúrgico, están marcadas en buena parte por la preocupación histórica. Son actos religiosos inspirados en la cronología histórica, en la experiencia dramática de Jesús, en sus padecimientos y dolores; son actos que provocan sentimientos de compasión y de ternura, pero no una vivencia sacramental profunda. Es como si hubiéramos pasado del gran pantocrátor de las basílicas romanas, con perfil de hombre común, sin identidad propia, en el que están representados todos los hombres, al retablo medieval, pintoresco y plural, cargado de pequeñas visiones pormenorizadas, de reproducciones de episodios menores.
No voy a decantarme por ninguna de las dos visiones. Las dos son legítimas y resultado de una respetable experiencia eclesial. Lo importante es ser consciente de lo troncal y de lo periférico, de lo genuino y de lo adulterado. En momentos de revisión y de crítica, como los nuestros, es imprescindible saber dónde estamos y a dónde nos dirigimos.
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