miércoles, 30 de abril de 2014

Mauricio Rosencof: 

El pacto de resistir desde la memoria

El escritor uruguayo, combatiente de Tupamaros En los 70, rememora su experiencia en prisión en “Diez minutos”.


La primera imagen que uno encuentra luego de que Mauricio Rosencof abre la puerta de su departamento, ubicado a cien metros de Playa Malvín, es una reproducción de “La última cena” de Leonardo da Vinci, colocada encima de una mesa en la que el mantel deja descubrir que todo –platos y pocillos de café, servilletas, cestos con panes– siempre está dispuesto allí para hacer una pausa, comer y beber algo o seguir una tradición familiar. La segunda imagen que atrae la atención es otra obra colocada junto a la ventana, casi al borde, como si su destino fuera el de estar siempre dispuesta a saltar al vacío, a un abismo poblado de utopías realizables. Se trata de un original de David Alfaro Siqueiros, quien se lo obsequió a una figura muy ligada a la vida de Rosencof: José “Tape” López Silveira, un militar que desertó del ejército uruguayo y que llegó a ser, en la lucha contra el franquismo, capitán de la 46ª brigada mixta del Ejército Republicano, cuyo coronel justamente fue el artista mexicano. Parado entre ambas imágenes, sonriente por sus 80 años recién cumplidos y con el mate humeante entre las manos, el autor de Las cartas que no llegaron dejó que esa tibieza acariciara su memoria y que en ese roce apareciera el recuerdo de cuando conoció al Che Guevara (ver recuadro) a comienzos de la década de 1960, el de la primera noche que volvió a ver a Isaac y Rosa –sus padres– luego de peregrinar durante trece años de un cuartel a otro del Uruguay, sobre todo, el de esos escasos diez minutos que hacia fines de 1972 tuvo para mostrarle a su padre que, a pesar de la brutalidad del destino, estaba vivo.
–La historia de esa visita ya la había contado en “Memorias del calabozo”, el libro que hizo junto al “Ñato” Eleuterio Fernández Huidobro. Pero ahora, el tiempo que recae sobre ese hecho parece que hubiera aportado más detalles, como para 130 páginas.
–Sí, pero no. La memoria tiene algo curioso e interesante: no tiene cronología. Este hecho lo recuerdo con la misma nitidez que lo recordaba a las 24 horas o a los 15 días o al año de producirse. Cuando recordás imágenes de tu infancia, no tenés la sensación de que ha transcurrido muchísimo tiempo, está todo ahí, clarito. La memoria se acumula toda en un mismo territorio, sin almanaque, sin calendario…

–¿Pero no trampea la memoria en ese lugar, en ese territorio?
–Y, sí, puede ser. No sé, no me detuve en eso. Pienso que la memoria selecciona.

–¿Y no será que la memoria a veces sirve para olvidarse de las cosas?
–Este libro está relacionado con eso porque si bien se trata de un acto de creación, en este caso un escritor que construye una novela, también es un acto de compromiso y militancia que empezó cuando estábamos en cana, bajo tierra, en calabozos de menos de un metro y medio, comiendo cucarachas y bebiendo nuestra propia orina. El libro es parte de ese pacto que hicimos con el Ñato de, si salíamos con vida y en condiciones, dejar testimonio. ¿Para qué sirve entonces la memoria? En este caso, para armar la gran barricada y contar esa peripecia en la que nos habían metido, porque fijate que el coronel encargado del operativo que nos llevó a la condición de rehenes declaró, públicamente, que ya que no habían podido matarnos cuando caímos, nos iban a volver locos. La memoria es ese pacto que dio origen aMemorias del calabozo , que se lo dedicamos a todos los compañeros que quedaron por el camino porque los muertos no tienen divisa, son la divisa. Desde entonces estoy en eso… El BatarazSala 8, todo lo que sigo escribiendo tiene que ver con la misma historia.

–Hasta “La Margarita”, que es una historia de amor de barrio, la escribió en un calabozo, ¿no? Más allá de esos diez minutos que duró la visita de su padre, ¿qué pasó antes?
–Yo estaba, hacía como nueve meses o más, no sé, en la etapa de los interrogatorios. El que interrogaba, mirá vos, era (José) Gavazzo. Para ese entonces ya había estado en el Hospital Militar con dos internaciones, una en silla de ruedas porque me la habían dado mal y no se me movían las patas, y la otra, por ahí… también. Para resumirlo, estuve en la biaba corrida.

–¿Todavía no era rehén?
–No, esa condición fue posterior. Entonces era una acción directa sobre el sujeto, la otra fue con lentitud, llevándonos a un grado de animalización tal que facilitaba la represión hasta del último guardia. Pero ya que preguntaste por el antes, te cuento una de yapa. Resulta que Zelmar (Michelini) estaba denunciando en el Parlamento el tema de las torturas e incluso, por esa época, se rumoreaba que yo estaba muerto, es por eso que le dan a mi viejo esos diez minutos para verme, para confirmar que estaba vivo. El punto es que en medio de uno de esos interrogatorios lo llaman a Gavazzo y se va. Al rato, caliente, vuelve hablando a los gritos, diciendo: “¡Me llamaron del Comando General para decirme que tome medidas de seguridad en mi casa porque tu amigo Zelmar está denunciando que yo esto y lo otro! ¡Mejor que él vaya tomando medidas de seguridad!” Mirá vos qué dato. A raíz de eso decidieron un día sacarme del interrogatorio y le conceden a mi viejo diez minutos para verme. Ahí empieza el libro, cuando el viejo me mira y dice: “¿Dónde está mi hijo? Yo vine a ver a mi hijo. Ese no es mi hijo.”

–Dice allí: “No tengo la más puta idea de cómo soy desde la última vez que me vi”. ¿Llegó a pensar que era otro?
–¡Pero claro! Cuando perdías la categoría de humano para ser un objeto despreciable te enajenabas, porque ahí no era posible vivir en el mundo real. Una de las cosas que te quitaban era el nombre, pasabas a ser un número. Esa es la historia más profunda de Diez minutos , la de la identidad, por eso cuento de dónde vengo y dónde estoy. La identidad es que tu madre te vea venir y te nombre, que te nombre el canillita en la esquina, que te nombren en el mostrador del boliche. Si no te nombran no sabés si sos vos.

–Y su padre no lo nombró… 
–No me dio ni bola, pero tampoco podía dejarme morir por eso.

–¿Y ante esa situación, cómo no ablandarse, cómo no dejar de resistir? ¿Por qué no gritar? “¡Viejo, soy yo!”
–Esto que decís es interesante, porque otro pacto que nos hicimos con el Pepe (José Mujica) y el Ñato fue decidir que nuestra militancia, en ese momento, era resistir. Nada de dejarse tentar por la locura, nada de suicidios, nada de nada. Si sabíamos que teníamos una visita nos rearmábamos para no mostrar cómo nos tenían. La idea era no transmitir desazón ni angustia, eso lo mascábamos nosotros. Esa resistencia es inherente a la condición humana, no es un hecho ideológico.

–¿Y si hubiese sido su madre la de la visita de diez minutos?
–La noche que salimos de la cana, después de la conferencia de prensa en Conventuales, salí a ver a mis viejos, que estaban en un hogar de ancianos. Hacía muchísimo que no los veía y entré como si me hubiese ido por unos días. Estaban en la cama porque era tarde. El viejo me vio y sonrió. Pero mi madre, que hablaba como preguntando, me dijo: “¿Comiste?”. Si hubiese venido la vieja habría pedido que me dieran de comer. Pero esa es otra novela.

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