sábado, 26 de abril de 2014

El misterio Juan XXIII

José María Castillo










En junio de 1963, pocos días después de la muerte de Juan XXIII, el cronista que entonces tenía en Roma la prestigiosa revista “Études”, de los jesuitas de Francia, el P. Robert Rouquette, escribió un artículo memorable sobre“el misterio Rocalli”. Como hoy - a mi modesto entender - se podría escribir algo semejante sobre “el misterio Bergoglio”. Es evidente, creo yo, el punto de convergencia que se advierte en estos dos hombres enteramente singulares: Juan XXIII, en los años 60 del siglo XX, y Francisco, en la segunda década del siglo XXI.

Refiriéndose a Juan XXIII, Rouquette decía en el artículo que acabo de mencionar: “Me sorprendería si un día me entero de que a Pío XII lo han canonizado, pero no me sorprenderé si Juan XXIII sube a los altares”. El tiempo, al menos de momento, le ha dado la razón al cronista de los jesuitas franceses en el Concilio. Y es que Juan XXIII, como ahora el papa Francisco, entrañó siempre algo (quizá mucho) de misterio. El misterio de una profunda humanidad que toca fibras muy hondas en nuestras vidas. En las vidas (me parece) de todos los seres humanos.
Algunas referencias bastarán para indicar lo que quiero decir. El 6 de marzo de 1939, después de enterrar a su madre le escribía Roncalli a un amigo: “Mi pobre madre me había dicho que no quería morir en mi casa de la nunciatura, una casa burguesa y confortable. Ella quería morir en su casa pobre y campesina, entre los suyos, como una sencilla mujer de pueblo”. Para Roncalli, en efecto, tal como lo dejó escrito en su testamento, la pobreza de su familia era el gran don que Dios le había hecho en su vida. Le tenía horror al “espíritu de carrera”. Exactamente lo mismo que, para él, “los ambiciosos son las criaturas más ridículas y más pobres de este mundo”.
Seguramente no son muchos los que saben que en Roma siempre se le tuvo por “el campesino de la diplomacia vaticana”. Por eso fue destinado como nuncio a Constantinopla, considerada como el último puesto de la diplomacia pontificia. Y si un buen día, en 1944, se le destinó a la siempre prestigiosa nunciatura de Paris, todo se debió a los problemas que a Charles de Gaulle le causó el nuncio Valerio Valeri. A lo que Pío XII respondió, como represalia, humillando a los franceses al mandarles, para la nunciatura, al “campesino de la diplomacia” vaticana, que era, ni más ni menos, que el nuncio Roncalli.
Este fue el hombre que, “por un impulso inesperado”, convocó el Concilio Vaticano II, cuando nadie pensaba en semejante cosa. El hombre que, gracias a su bonhomía, su simplicidad y su humildad transparente, humanizó el papado. Y el hombre que no tuvo pelos en la lengua para decirle, en pleno Concilio, a un observador anglicano: “Han sido los teólogos los que nos han metido en todas estas dificultades; ahora, es a los cristianos ordinarios, como Vd y yo, a los que nos toca salir de todo esto”.

Juan XXIII estuvo en Granada. Cuando era arzobispo de Venecia, vino un verano a conocer nuestra ciudad. Se hospedó en el entonces Hotel Inglaterra, en la calle Cetti Merien, entre la Gran Vía y la calle Elvira. Por la mañana temprano salió del hotel. Y a una mujer que encontró en la calle le preguntó dónde había una iglesia. Quería decir misa. La mujer le dijo que allí cerca estaba la iglesia de los Hospitalicos. Pero añadió la señora: “Mire, Vd parece un cura importante; le llevaré a San Juan de Dios, nuestro patrón”. Y en San Juan de Dios celebró la Eucaristía el hombre de Dios que revolucionó la Iglesia de entonces.

¿Es un misterio este santo hombre? ¿Lo es el actual obispo de Roma, el papa Francisco? Un “misterio” es una cosa difícil de explicar; y que no tiene explicación, a diferencia del “enigma”, que siempre la tiene. Ni Juan XXIII, ni Francisco, han tomado decisiones como para cambiar la Iglesia y el mundo. Pero es un misterio la vida de estos dos hombres. Porque, sin tomar decisiones para un cambio decisivo, ellos son la presencia de un profundo misterio. El misterio de nuestra humanidad. Quiero decir: humanos somos todos. Pero somos también inhumanos. A veces, demasiado inhumanos. Y si algo nos dejó claro Jesús, en su Evangelio, es que, siendo profundamente humanos, es como únicamente podemos imprimir al mundo y a la Iglesia la fuerza de cambio que tanta falta nos hace.

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