¿Podemos todavía sonreír en medio del miedo y
la consternación de nuestros días?
Leonardo Boff
En
mi ya larga trayectoria teológica, desde el principio, en los años 69 del siglo
pasado, han sido siempre centrales dos temas que representan singularidades
propias del cristianismo: la concepción societaria de Dios (Trinidad) y la idea
de la resurrección en la muerte. Si dejásemos fuera estos dos temas, no
cambiaría casi nada en el cristianismo tradicional. Éste predica
fundamentalmente el monoteísmo (un solo Dios) como si fuésemos judíos o
musulmanes. Y en lugar de la resurrección prefirió el tema platónico de la
inmortalidad del alma. Es una pérdida lamentable, porque dejamos de profesar algo
especial, diría casi exclusivo del cristianismo, cargado de jovialidad, de
esperanza y de un sentido innovador del futuro.
Dios no es la soledad del uno, terror de los filósofos y de los teólogos. Es
la comunión de tres Únicos, que por ser únicos no son números sino un
movimiento dinámico de relaciones entre diversos igualmente eternos e
infinitos, relaciones tan íntimas y entrelazadas que impide que haya tres
dioses, sino un solo Dios-amor-comunión-inter-retro-comunicación. El nuestro es
un monoteísmo trinitario y no atrinitario o pre-trinitario. En esto nos
distinguimos de los judíos y de los musulmanes y de otras tradiciones
monoteístas.
Decir que Dios es relación y comunión de amor infinito y que de Él se
derivan todas las cosas es permitirnos entender lo que la física cuántica viene
afirmando desde hace ya casi un siglo: todo en el universo es relación,
entrelazamiento de todos con todos, formando una red intrincadísima de
conexiones que forman el único y mismo universo. Él es, efectivamente, a imagen
y semejanza del Creador, fuente de interrelaciones infinitas entre diversos,
que vienen bajo la representación de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta
concepción quita el fundamento a todo y cualquier centralismo, monarquismo,
autoritarismo y patriarcalismo, que encontraba en un único Dios y único Señor
su justificación, como algunos teólogos críticos ya observaron. El Dios
societario, proporciona, sin embargo, el soporte metafísico a todo tipo de
socialidad, de participación y de democracia.
Pero como los predicadores por lo general no se refieren a la Trinidad, sino
solo a Dios (solitario y único) se pierde una fuente de crítica, de creatividad
y de transformaciones sociales en la línea de la democracia y de la
participación abierta y sin fin.
Algo semejante ocurre con el tema de la resurrección. Esta constituye el
núcleo central del cristianismo, su point d’honneur. Lo que volvió a reunir a
la comunidad de los apóstoles después de la ejecución de Jesús de Nazaret en la
cruz (todos estaban regresando, desesperanzados, a sus casas) fue el testimonio
de las mujeres diciendo: “ese Jesús que fue muerto y sepultado vive y ha
resucitado”. La resurrección no es una especie de reanimación de un cadáver
como el de Lázaro que luego acabó muriendo como todos, sino la revelación del
novissimus Adam en la feliz expresión de Pablo: la irrupción del Adán
definitivo, del ser humano nuevo, como si el fin bueno de todo el proceso de la
antropogénesis y de la cosmogénesis se hubiese anticipado. Por lo tanto, una
revolución en la evolución.
El cristianismo de los primeros tiempos vivía de esta fe en la resurrección
resumida por san Pablo al decir: “Si Cristo no resucitó nuestra predicación es
vacía y vana nuestra fe” (1Cor 15,14). En tal caso sería mejor pensar: “comamos
y bebamos porque mañana moriremos” (15,22). Pero si Jesús resucitó, todo
cambia. Nosotros también vamos a resucitar, pues él es el primero entre muchos
hermanos y hermanas, “las primicias de los que murieron” (1Cor 15,20). En otras
palabras, y esto vale contra todos los que nos dicen que somos
seres-para-la-muerte, nosotros morimos, sí, pero morimos para resucitar, para
dar un salto hacia el término de la evolución y anticiparla en el aquí y el
ahora de nuestra temporalidad.
No conozco ningún mensaje más esperanzador que este. Los cristianos deberían
anunciarlo y vivirlo en todas partes. Pero lo dejan de lado y se quedan con el
anuncio platónico de la inmortalidad del alma. Otros, como ya observaba
irónicamente Nietzsche, son tristes y taciturnos como si no hubiese redención
ni resurrección. El Papa Francisco dice que son “cristianos de cuaresma sin
resurrección”, con “cara de funeral”, tan tristes que parece que van a su
propio entierro.
Cuando alguien muere, llega para esa persona el fin del mundo. En ese momento,
en la muerte, es cuando sucede la resurrección: inaugura el tiempo sin tiempo,
la eternidad bienaventurada.
En una época como la nuestra, de desagregación general de las relaciones
sociales y de amenazas de devastación de la vida en sus diferentes formas y
hasta con peligro de desaparición de nuestra especie humana, vale la pena
apostar por estas dos iluminaciones: Que Dios es comunión de tres que son
relación de amor, y que la vida no está destinada a la muerte personal y
colectiva sino a más vida todavía. Los cristianos apuntan hacia una
anticipación de esta apuesta: el Crucificado que fue Transfigurado. Guarda las
señales de su paso doloroso entre nosotros, las marcas de la tortura y de la
crucifixión, pero, ahora transfigurado, las potencialidades de lo humano
escondidas en él se realizaron plenamente. Por eso lo anunciamos como el ser
nuevo entre nosotros.
La Pascua no quiere celebrar otra cosa que está feliz realidad que nos
concede sonreír y mirar el futuro sin miedo ni pesimismo
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