martes, 17 de septiembre de 2013

Espacios urbanos
Frei Betto


En las ciudades brasileñas quedan pocas casas construidas antes de 1930. La especulación inmobiliaria, asociada a nuestra insensibilidad por la preservación de la memoria histórica, las echó abajo.


Observe estos detalles: las casas antiguas tienen la puerta de entrada a ras de la acera. Nos remonta a cuando había un espacio amplio y los vecinos sacaban sillas a la calle para cotillear al atardecer. La sala de visitas, e incluso las habitaciones, daban directamente a la calle, pues casi no había ruidos exteriores. Pero poco a poco fueron desapareciendo las aceras. Y el patio trasero se cambió por un jardincito al frente. El ruido de los tranvías, autobuses y camiones exigió poner la sala y las habitaciones en la parte posterior de la casa. Yo viví en una casa esquinera rodeada de jardín. El muro bajo era un simple detalle estético. De niño, yo prefería saltarlo en vez de atravesar el portón.

La violenta explosión urbana desfiguró el vecindario. Ahora, con sus muros altos y sus verjas infranqueables, las casas esconden la ‘cara’. Muchas tienen un perfil carcelario: cercas electrificadas, cámaras de vigilancia, portones accionados por control remoto, etc. Incluso algunas tienen garitas y focos para iluminar la calle cuando alguien anda por allí.

Los predios verticalizaron a los vecinos y, en la medida de lo posible, acondicionaron espacios para evitar al máximo transitar por ese lugar ‘peligroso’ llamado calle. Por eso han surgido edificios de lujo dotados de piscina, gimnasio, sala de juegos, zona de asados, salón para fiestas, etc.

A pesar de todo, quedaba un inconveniente para los vecinos imbuidos del síndrome de agorafobia o dromofobia: tenían que salir a la calle para abastecerse, o sea ir a los almacenes, tiendas, mercados, fruterías. Entonces el supermercado solucionó el asunto concentrando en un único espacio todo cuanto se necesita en el hogar, desde la alimentación hasta los artículos de limpieza. Con la ventaja de que las mercancías quedaron expuestas a la mano del cliente y sin que nadie los apure en la selección.

Como el supermercado no vendía joyas, zapatos ni ropa, se inventó el shopping center, donde se ofrece todo tipo de productos, desde el supermercado (con verduras frescas) hasta artefactos de pesca, incluyendo comiderías, restaurantes y salas de cine y de espectáculos.

Y ahora ha surgido un nuevo concepto: el ‘Atoli’, un supershopping (71 mil metros cuadrados) edificado cerca de la ciudad francesa de Angers. Todo él es ‘ecológicamente correcto’. Ningún anuncio en su esqueleto de aluminio. Nada de polución visual. Además de 60 tiendas y 12 restaurantes, el Atoil dispone de gimnasios, salones de belleza, salas de juegos, parques con fuentes, árboles y alamedas ajardinadas. Mientras los padres hacen las compras, los niños juegan en grandes módulos o visionan películas de tv bajo el cuidado de funcionarios especializados.

La filosofía mercantil del Atoli es sencilla: salga de su pequeña casa, del estrés familiar, e ingrese en el Jardín del Edén del consumismo, donde disfrutará de refinamiento, espacios verdes, atención de elegantes recepcionistas. En resumen, el Atoli vende algo más que productos materiales: vende la ilusión de que el consumidor se iguala a aquellos que tienen un alto poder adquisitivo.

Ahora bien, dado que en la sociedad moderna de clases los sueños y las ambiciones son socializados pero no el acceso real a ellos, el Atoli ofrece un regalo adicional a quien gaste al menos 1.500 euros, teniendo el consumidor acceso gratuito a internet, bebidas, revistas y periódicos, café expresso e incluso clínica.

Al paso que vamos no me sorprendería que los cetros comerciales del futuro ofrezcan servicio de hotelería, permitiendo que el consumidor, abrazado a su individualismo, prescinda hasta de la comida familiar.

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