miércoles, 2 de abril de 2014


Martín Gelabert Ballester, OP


En distintas ocasiones el Papa Francisco ha notado el peligro que para la Iglesia supone la autorreferencialidad. La autorreferencialidad se opone a la salida de sí e impide el encuentro real con el otro. Si la Iglesia es, por su naturaleza, misionera, y si toda ella debe estar la servicio de la evangelización, se comprende fácilmente que, cuando se encierra en sí misma, no puede cumplir con su “ser misionero”.

Una Iglesia autorreferencial es una Iglesia prisionera de su propio lenguaje rígido. Una Iglesia que no sabe hablar el lenguaje del mundo, que so pretexto de máxima ortodoxia siempre repite su propio lenguaje, un lenguaje que el mundo no comprende, un lenguaje que resulta esotérico, no puede dialogar con el mundo y, por ende, no puede anunciar el Evangelio. Según el Papa esta Iglesia autorreferencial se ha convertido para el mundo en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones. Quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta, continúa diciendo el Papa. De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿qué hacer? Responde el Papa: hace falta una Iglesia que no tenga miedo de entrar en la noche del mundo, una Iglesia capaz de encontrarse en el camino del hombre, de entrar en su conversación.

Una Iglesia autorreferencial es la que, incluso bajo apariencias religiosas, no busca la gloria del Señor, sino la gloria humana y el bienestar personal. Es una Iglesia que no sale al encuentro de los pobres; que cuida ostentosamente la liturgia, la doctrina y el prestigio, pero sin preocuparse de que el Evangelio tenga una inserción real en el Pueblo de Dios y en sus necesidades concretas. Cuando el beneficiario de su acción no es el Pueblo de Dios, sino la organización eclesiástica, estamos ante una Iglesia autorreferencial. Cuando nos sentimos superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a un cierto estilo católico propio del pasado, cuando en lugar de evangelizar y de facilitar el acceso a la gracia, lo que hacemos en analizar, clasificar y controlar a los demás, estamos ante una Iglesia autorreferencial.

La Iglesia debe salir de sí misma, centrar su mirada en Jesucristo y entregarlo a los pobres. Es importante, dice el Papa, tomarle gusto “al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios”.

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