¿Funerales de estado?
José Manuel Bernal
Las palabras del cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid, en la homilía del funeral de estado por Adolfo Suarez, celebrado en la catedral de la Almudena, han levantado un gran revuelo de críticas y comentarios en la opinión pública española. No voy a comentar esas palabras. Quienes seguimos de cerca la trayectoria pública del cardenal de Madrid no podíamos esperar otro tono en sus palabras. No las voy a comentar porque, a mi juicio, el problema es otro.
La gente se pregunta por qué tuvo que ser el cardenal Rouco quien presidiera la misa y pronunciara la homilía. Por qué tuvo que ser él, si todos sabemos de su ideología tradicionalista y de su talante radical. Por qué tuvo que ser él quien tomara la palabra ante un auditorio tan complejo y tan polifacético. Por qué el funeral de estado tuvo que consistir en una misa, ante un público tan heterogéneo, tan plural, tan ausente. Por qué, en un estado aconfesional, como el nuestro, hubo de celebrarse un funeral tan acentuadamente confesional.
Esas son las preguntas que se formulan en las tertulias y en los mentideros de opinión; también, las que quedan en el aire sin obtener respuesta. Porque las respuestas no son fáciles; porque las respuestas hay que hacerlas desde ángulos distintos, desde perspectivas diferentes. Yo voy a comenzar haciendo una consideración desde un punto de vista muy personal, por supuesto, y atendiendo a importantes exigencias teológicas. Tengo fuertes dudas sobre el sentido de estas eucaristías protocolarias, en las que los asistentes se reúnen por motivos políticos y sociales, casi nunca por motivos de fe; cuando quien preside la celebración tiene ante sí, no una asamblea de creyentes, que se reúne para celebrar la cena del Señor, sino un conjunto de personas que coinciden en función de un acto cívico y protocolario. Todo esto, en términos estrictamente teológicos, se convierte en un desarreglo injustificable; más aún, la ceremonia se convierte en una manipulación adulterada de la eucaristía, convertida en un recurso ocasional utilizado para organizar las honras fúnebres de personajes importantes de la vida civil.
Nadie con conocimientos eclesiásticos elementales iba a dudar que esa eucaristía sería presidida por el arzobispo de Madrid. Porque él es la cabeza visible de la Iglesia local de Madrid, el jefe y responsable de la misma, el que está llamado a servir y animar a la gran comunidad madrileña. Por eso el funeral se celebró en la catedral, en la sede desde la que el obispo ejerce su magisterio, impulsa la fe de los creyentes y preside la eucaristía. Pero nada de esto tiene que ver con un funeral de estado. Y nada de esto justifica una homilía del obispo con tintes e intenciones políticas.
Ahora voy a sugerir, con toda la discreción que el tema requiere, por dónde debería orientarse una solución para estos casos. No es fácil; menos en un país como el nuestro. De entrada, para entendernos, debo dejar claro que aquí hablamos exclusivamente de funerales o ceremonias de estado. Se trata de actos de amplia concurrencia, con la presencia de políticos nacionales y extranjeros, de creyentes y no creyentes. Pero es la presencia de personas fieles a otros credos y confesiones religiosas lo que obliga a tomar las precauciones pertinentes.
Es justo que estos actos contengan un cierto sentido religioso, medido y respetuoso. En estos casos cabría un tipo de celebración con carácter abierto y ecuménico, no precisamente en la catedral, sin que ninguna confesión religiosa asumiera un protagonismo exclusivo. Habría que abrir el acto a intervenciones programadas, reservadas a personajes destacados pertenecientes a otros credos y religiones. Una liturgia de oración y de serena reflexión, sencilla y respetuosa, podría constituir la forma más adecuada para celebrar ceremonias de estado, sin lesionar la aconfesionalidad del estado y sin ofender los sentimientos de quienes se declaran increyentes o agnósticos.
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