sábado, 12 de marzo de 2016

Piden al papa Francisco 
que renuncie a ser infalible



El 18 de diciembre de 1979 el papa Juan Pablo II me retiró la licencia eclesiástica por haber cuestionado la infalibilidad papal. En el segundo volumen de mis memorias, Verdad controvertida, demuestro, apoyándome en una extensa documentación, que se trataba de una acción urdida con precisión y en secreto, jurídicamente impugnable, teológicamente infundada y políticamente contraproducente. El debate acerca de la revocación de la missio canonica y de la infalibilidad se prolongó todavía bastante tiempo. Pero mi reputación ante el pueblo creyente no pudo ser destruida. Y tal como yo había predicho, no han cesado las discusiones en torno a las grandes reformas pendientes. Al contrario: se han agudizado fuertemente bajo los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Estas son las que yo mencionaba entonces: el entendimiento entre las distintas confesiones; el mutuo reconocimiento de los ministerios y de las distintas celebraciones de la eucaristía; las cuestiones del divorcio y de la ordenación de las mujeres; el celibato obligatorio y la catastrófica falta de sacerdotes, y, sobre todo, el gobierno de la Iglesia católica. Y preguntaba: “¿A dónde conducís a nuestra Iglesia?”.

Estas demandas tienen ahora la misma actualidad que hace 35 años. Pero el motivo decisivo de la incapacidad de introducir reformas en todos estos planos sigue siendo, hoy como ayer, la doctrina de la infalibilidad del magisterio, que ha deparado a nuestra Iglesia un largo invierno. Igual que Juan XXIII entonces, intenta hoy el papa Francisco, con todas sus fuerzas, insuflar aire fresco a la Iglesia. Y topa con una resistencia masiva, como sucedió en el último sínodo mundial de los obispos de octubre de 2015. No nos engañemos: sin una re-visión constructiva del dogma de la infalibilidad apenas será posible una verdadera renovación.

Este tabú ha bloqueado las reformas que hubieran exigido revisar posiciones dogmáticas anteriores

Tanto más sorprendente resulta entonces que la discusión sobre la infalibilidad haya desaparecido del mapa. Muchos teólogos católicos, temerosos de sanciones amenazantes como las dirigidas contra mí, apenas se han ocupado ya críticamente con la ideología de la infalibilidad, y la jerarquía procura siempre que es posible evitar este tema impopular en la Iglesia y la sociedad. Solo en contadas ocasiones ha invocado expresamente Joseph Ratzinger, como prefecto de la fe, esa doctrina. Pero el tabú de la infalibilidad ha bloqueado de manera tácita desde el Concilio Vaticano II todas las reformas que hubieran exigido revisar posiciones dogmáticas anteriores. Esto no vale solo para la encíclica Humanae vitae, contraria a la anticoncepción, sino también para los sacramentos y el monopolio del magisterio “auténtico”, o para la relación entre sacerdocio particular y universal; sino que atañe asimismo a la estructura sinodal de la Iglesia y a la pretensión absoluta de poder del papa, así como a la relación con otras confesiones y religiones y con el mundo laico en general. Por eso se vuelve más acuciante que nunca la pregunta: “¿Hacia dónde se dirige a comienzos del siglo XXI esta Iglesia que sigue teniendo la fijación del dogma de la infalibilidad?”. La época antimoderna, anunciada por el Concilio Vaticano I, ha concluido hoy de una vez por todas.

Ahora que cumplo 88 años, puedo decir que no he escatimado esfuerzos para reunir en el quinto volumen de mis Obras completas los numerosos textos pertinentes, ordenarlos cronológica y temáticamente según las distintas fases de la discusión y aclararlos a través del contexto biográfico. Con este libro en la mano quisiera ahora repetir un llamamiento al Papa que, a lo largo de decenios de discusión teológica y político-eclesiástica, he formulado en múltiples ocasiones siempre en vano. Ruego encarecidamente al papa Francisco, quien siempre me ha respondido fraternalmente:

“Acepte esta amplia documentación y permita que tenga lugar en nuestra Iglesia una discusión libre, imparcial y desprejuiciada de todas las cuestiones pendientes y reprimidas que tienen que ver con el dogma de la infalibilidad. De este modo se podría regenerar honestamente el problemático legado vaticano de los últimos 150 años y enmendarlo en el sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición ecuménica. No se trata de un relativismo trivial que socava los cimientos éticos de la Iglesia y la sociedad. Pero tampoco de un inmisericorde dogmatismo que mata el espíritu empecinándose en la letra, que impide una renovación a fondo de la vida y la enseñanza de la Iglesia y bloquea cualquier avance serio en el terreno del ecumenismo. Y mucho menos se trata para mí de que se me dé personalmente la razón. Está en juego el bien de la Iglesia y de la ecúmene.

Mantener el debate sería para mí cumplir una esperanza a la que nunca he renunciado

Soy muy consciente de que mi ruego posiblemente le resulte inoportuno a alguien que como usted, en palabras de un buen conocedor de los asuntos vaticanos, vive entre lobos. Pero, confrontado el pasado año con los males de la curia e incluso con los escándalos, ha confirmado usted con valentía su voluntad de reforma en el discurso de Navidad pronunciado el 21 de diciembre de 2015 ante la curia romana: ‘Considero que es mi obligación afirmar que esto ha sido —y lo será siempre— motivo de sincera reflexión y decisivas medidas. La reforma seguirá adelante con determinación, lucidez y resolución, porque Ecclesia semper reformanda’.

No quisiera exacerbar, en detrimento de todo realismo, las esperanzas que abrigan muchos en nuestra Iglesia; la cuestión de la infalibilidad no admite en la Iglesia católica una solución de la noche a la mañana. Pero afortunadamente es usted casi 10 años más joven que yo y, como espero, me sobrevivirá. Y seguramente comprenderá que en mi condición de teólogo, llegado al final de mis días y movido por una profunda simpatía hacia usted y su labor pastoral, quiera, ahora que todavía estoy a tiempo, hacerle llegar mi ruego de que se proceda a una discusión libre y seria sobre la infalibilidad, tal como queda fundamentada, de la mejor manera posible, en el presente volumen: non in destructionem, sed in aedificationem ecclesiae, ‘no para la destrucción, sino para la edificación de la Iglesia’. Esto significaría para mí el cumplimiento de una esperanza a la que nunca he renunciado”.


Hans Küng es catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga y presidente de honor de la Fundación Ética Mundial. Una muerte feliz (Trotta, 2016) es su último libro en español.

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