Piden al papa Francisco
que renuncie a ser infalible
(Por Hans Küng )
El
18 de diciembre de 1979 el papa Juan Pablo II me retiró la licencia
eclesiástica por haber cuestionado la infalibilidad papal. En el segundo
volumen de mis memorias, Verdad controvertida, demuestro, apoyándome en
una extensa documentación, que se trataba de una acción urdida con precisión y
en secreto, jurídicamente impugnable, teológicamente infundada y políticamente
contraproducente. El debate acerca de la revocación de la missio canonica
y de la infalibilidad se prolongó todavía bastante tiempo. Pero mi reputación
ante el pueblo creyente no pudo ser destruida. Y tal como yo había predicho, no
han cesado las discusiones en torno a las grandes reformas pendientes. Al
contrario: se han agudizado fuertemente bajo los pontificados de Juan Pablo II
y Benedicto XVI. Estas son las que yo mencionaba entonces: el entendimiento
entre las distintas confesiones; el mutuo reconocimiento de los ministerios y
de las distintas celebraciones de la eucaristía; las cuestiones del divorcio y
de la ordenación de las mujeres; el celibato obligatorio y la catastrófica
falta de sacerdotes, y, sobre todo, el gobierno de la Iglesia católica. Y
preguntaba: “¿A dónde conducís a nuestra Iglesia?”.
Estas
demandas tienen ahora la misma actualidad que hace 35 años. Pero el motivo
decisivo de la incapacidad de introducir reformas en todos estos planos sigue
siendo, hoy como ayer, la doctrina de la infalibilidad del magisterio, que ha
deparado a nuestra Iglesia un largo invierno. Igual que Juan XXIII entonces,
intenta hoy el papa Francisco, con todas sus fuerzas, insuflar aire fresco a la
Iglesia. Y topa con una resistencia masiva, como sucedió en el último sínodo
mundial de los obispos de octubre de 2015. No nos engañemos: sin una re-visión
constructiva del dogma de la infalibilidad apenas será posible una verdadera
renovación.
Tanto
más sorprendente resulta entonces que la discusión sobre la infalibilidad haya
desaparecido del mapa. Muchos teólogos católicos, temerosos de sanciones
amenazantes como las dirigidas contra mí, apenas se han ocupado ya críticamente
con la ideología de la infalibilidad, y la jerarquía procura siempre que es
posible evitar este tema impopular en la Iglesia y la sociedad. Solo en
contadas ocasiones ha invocado expresamente Joseph Ratzinger, como prefecto de
la fe, esa doctrina. Pero el tabú de la infalibilidad ha bloqueado de manera
tácita desde el Concilio Vaticano II todas las reformas que hubieran exigido
revisar posiciones dogmáticas anteriores. Esto no vale solo para la encíclica Humanae
vitae, contraria a la anticoncepción, sino también para los sacramentos y
el monopolio del magisterio “auténtico”, o para la relación entre sacerdocio
particular y universal; sino que atañe asimismo a la estructura sinodal de la
Iglesia y a la pretensión absoluta de poder del papa, así como a la relación
con otras confesiones y religiones y con el mundo laico en general. Por eso se
vuelve más acuciante que nunca la pregunta: “¿Hacia dónde se dirige a comienzos
del siglo XXI esta Iglesia que sigue teniendo la fijación del dogma de la
infalibilidad?”. La época antimoderna, anunciada por el Concilio Vaticano I, ha
concluido hoy de una vez por todas.
Ahora
que cumplo 88 años, puedo decir que no he escatimado esfuerzos para reunir en
el quinto volumen de mis Obras completas los numerosos textos
pertinentes, ordenarlos cronológica y temáticamente según las distintas fases
de la discusión y aclararlos a través del contexto biográfico. Con este libro
en la mano quisiera ahora repetir un llamamiento al Papa que, a lo largo de
decenios de discusión teológica y político-eclesiástica, he formulado en
múltiples ocasiones siempre en vano. Ruego encarecidamente al papa Francisco,
quien siempre me ha respondido fraternalmente:
“Acepte
esta amplia documentación y permita que tenga lugar en nuestra Iglesia una
discusión libre, imparcial y desprejuiciada de todas las cuestiones pendientes
y reprimidas que tienen que ver con el dogma de la infalibilidad. De este modo
se podría regenerar honestamente el problemático legado vaticano de los últimos
150 años y enmendarlo en el sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición
ecuménica. No se trata de un relativismo trivial que socava los cimientos
éticos de la Iglesia y la sociedad. Pero tampoco de un inmisericorde dogmatismo
que mata el espíritu empecinándose en la letra, que impide una renovación a fondo
de la vida y la enseñanza de la Iglesia y bloquea cualquier avance serio en el
terreno del ecumenismo. Y mucho menos se trata para mí de que se me dé
personalmente la razón. Está en juego el bien de la Iglesia y de la ecúmene.
Soy
muy consciente de que mi ruego posiblemente le resulte inoportuno a alguien que
como usted, en palabras de un buen conocedor de los asuntos vaticanos, vive entre
lobos. Pero, confrontado el pasado año con los males de la curia e incluso
con los escándalos, ha confirmado usted con valentía su voluntad de reforma en
el discurso de Navidad pronunciado el 21 de diciembre de 2015 ante la curia
romana: ‘Considero que es mi obligación afirmar que esto ha sido —y lo será
siempre— motivo de sincera reflexión y decisivas medidas. La reforma seguirá
adelante con determinación, lucidez y resolución, porque Ecclesia semper
reformanda’.
No
quisiera exacerbar, en detrimento de todo realismo, las esperanzas que abrigan
muchos en nuestra Iglesia; la cuestión de la infalibilidad no admite en la
Iglesia católica una solución de la noche a la mañana. Pero afortunadamente es
usted casi 10 años más joven que yo y, como espero, me sobrevivirá. Y
seguramente comprenderá que en mi condición de teólogo, llegado al final de mis
días y movido por una profunda simpatía hacia usted y su labor pastoral,
quiera, ahora que todavía estoy a tiempo, hacerle llegar mi ruego de que se
proceda a una discusión libre y seria sobre la infalibilidad, tal como queda
fundamentada, de la mejor manera posible, en el presente volumen: non in
destructionem, sed in aedificationem ecclesiae, ‘no para la destrucción,
sino para la edificación de la Iglesia’. Esto significaría para mí el
cumplimiento de una esperanza a la que nunca he renunciado”.
Hans Küng es catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de
Tubinga y presidente de honor de la Fundación Ética Mundial. Una muerte feliz (Trotta, 2016) es su
último libro en español.
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