Cuidar de la Madre Tierra
y amar a todos
los seres
Leonardo Boff
El
amor es la mayor fuerza que existe en el universo, en los seres vivos y en
nosotros los humanos. Porque el amor es una fuerza de atracción, de unión y de
transformación. Ya el antiguo mito griego lo formulaba con elegancia: «Eros, el
dios del amor, se irguió para crear la Tierra. Antes, todo era silencio, vacío
e inmóvil. Ahora todo es vida, alegría, movimiento». El amor es la expresión
más alta de la vida que siempre irradia y pide cuidado, porque sin cuidado
languidece, enferma y muere.
Humberto
Maturana, chileno, uno de los mayores exponentes de la biología contemporánea,
mostró en sus estudios sobre la autopoiesis, es decir, sobre la
autoorganización de la materia de la cual resulta la vida, cómo el amor surge
desde dentro del proceso evolutivo. En la naturaleza, afirma Maturana, se
verifican dos tipos de conexiones (él las llama acoplamientos) de los seres con
el medio y entre sí: una necesaria, ligada a la propia subsistencia, y
otra espontánea, vinculada a relaciones gratuitas, por afinidades
electivas y por puro placer, en el fluir del propio vivir.
Cuando
esta última ocurre, incluso en estadios primitivos de la evolución hace miles
de millones de años, surge ahí la primera manifestación del amor como fenómeno
cósmico y biológico. En la medida en que el universo se inflaciona y se vuelve
complejo, esa conexión espontánea y amorosa tiende a incrementarse. A nivel
humano, gana fuerza y se vuelve el móvil principal de las acciones humanas.
El
amor se orienta siempre por el otro. Significa una aventura abrahámica, la de
dejar su propia realidad e ir al encuentro del diferente y establecer una
relación de alianza, de amistad y de amor con él.
El
límite más desastroso del paradigma occidental tiene que ver con el otro, pues
lo ve antes como obstáculo que como oportunidad de encuentro. La estrategia ha
sido y sigue siendo esta: incorporarlo o someterlo o eliminarlo como hizo con
las culturas de África y de América Latina. Esto se aplica también a la
naturaleza. La relación no es de mutua pertenencia y de inclusión sino de
explotación y de sometimiento. Negando al otro, se pierde la oportunidad de
alianza, de diálogo y de mutuo aprendizaje. En la cultura occidental ha
triunfado el paradigma de la identidad, con exclusión de la diferencia. Esto ha
generado arrogancia y mucha violencia.
El
otro goza de un privilegio: permite surgir el ethos que ama. Fue vivido
por el Jesús histórico y por el paleocristianismo antes de constituirse en
institución con doctrinas y ritos. La ética cristiana estuvo más influenciada
por los maestros griegos que por el sermón de la montaña y la práctica de
Jesús. El paleocristianismo, por el contrario, da absoluta centralidad al amor
al otro, que para Jesús es idéntico al amor a Dios. El amor es tan central que
quien tiene amor lo tiene todo. Testimonia esta sagrada convicción de que Dios
es amor (1 Jn 4,8), que el amor viene de Dios (1 Jn 4,7), y que el amor no
morirá jamás (1Cor 13,8). Ese amor incondicional y universal incluye también al
enemigo (Lc 6,35). El ethos que ama se expresa en la ley áurea, presente
en todas las tradiciones de la humanidad: «ama al prójimo como a ti mismo»; «no
hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti». El Papa Francisco está
rescatando al Jesús histórico: para él es más importante el amor y la
misericordia que la doctrina y la disciplina.
Para
el cristianismo, Dios mismo se hizo otro por la encarnación. Sin pasar por el
otro, sin el otro más otro, que es el hambriento, el pobre, el peregrino y el
desnudo, no se puede encontrar a Dios ni alcanzar la plenitud de la vida (Mt
25,31-46). Esta salida de sí hacia el otro a fin de amarlo en sí mismo, amarlo
sin retorno, de forma incondicional, funda el ethos más inclusivo
posible, el más humanizador que se pueda imaginar. Ese amor es un solo
movimiento, va al otro, a todas las cosas y a Dios.
En
Occidente fue Francisco de Asís quien mejor expresó esta ética amorosa y
cordial. Él unía las dos ecologías, la interior, integrando sus emociones y
deseos, y la exterior, hermanándose con todos los seres. Comenta Eloi Leclerc,
uno de los mejores pensadores franciscanos de nuestro tiempo, sobreviviente de
los campos de exterminio nazi de Buchenwald:
«En
vez de hacerse rígido y cerrarse en un soberbio aislamiento, Francisco se dejó
despojar de todo, se hizo pequeño. Se situó con gran humildad en medio de las
criaturas, próximo y hermano de las más humildes entre ellas. Confraternizó con
la propia Tierra, como su humus original, con sus raíces oscuras. Y he aquí que
“nuestra hermana y Madre-Tierra” abrió ante sus ojos maravillados el camino de
una hermandad sin límites, sin fronteras. Una hermandad que abarcaba a toda la
creación. El humilde Francisco se hizo hermano del Sol, de las estrellas, del
viento, de las nubes, del agua, del fuego, de todo lo que vive, y hasta de la
muerte».
Ese
es el resultado de un amor esencial que abraza a todos los seres, vivos e
inertes, con cariño, ternura y amor. El ethos que ama funda un nuevo
sentido de vivir. Amar al otro, sea el ser humano, sea cada representante de la
comunidad de vida, es darle razón de existir. No hay razón para existir. El
existir es pura gratuidad. Amar al otro es querer que él exista porque el amor
hace al otro importante. «Amar a una persona es decirle: tú no podrás morir
jamás» (G. Marcel); “tú debes existir, tú no puedes irte».
Cuando
alguien o alguna cosa se hacen importantes para el otro, nace un valor que
moviliza todas las energías vitales. Por eso cuando alguien ama, rejuvenece y
tiene la sensación de comenzar la vida de nuevo. El amor es fuente de suprema
alegría.
Solamente
ese ethos que ama está a la altura de los desafíos de la Madre Tierra
devastada y amenazada en su futuro. Ese amor nos podrá salvar a todos, porque
nos abraza y hace de los distantes, próximos y de los próximos, hermanos y
hermanas.
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