Una sola víctima, un solo altar, una sola pascua
José Manuel Bernal
La celebración de la memoria de los mártires se polariza, ya desde el principio, en la eucaristía. Esta acabará sustituyendo entre los cristianos el banquete funerario o refrigerio. Por eso, la mesa eucarística, colocada al principio ante la tumba del mártir, irá colocándose posteriormente sobre la misma. De esta forma la comunidad expresa su convencimiento de que el mártir se ha incorporado plenamente al sacrificio de Cristo. Ellos son «los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que dieron», contemplados por Juan en el Apocalipsis (12,11), y los que han deseado, como Pablo, que «su sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de nuestra fe» (Flp 2,17). Por eso, al celebrar la eucaristía sobre la tumba del mártir no sólo se hace memoria de la pasión y del triunfo de Cristo; junto con la memoria de la pascua del Señor se hace también memoria del mártir, de su pasión y de su triunfo, vinculado para siempre a la pasión y a la victoria pascual del Señor. Eso explica por qué en esas primitivas celebraciones eran leídas las Actas de los mártires.
Así lo entendió la tradición cristiana, como lo demuestran las palabras de un antiguo texto, falsamente atribuido a Constantino, y que seguramente es posterior al 362. Se trata de la Oratio ad sanctorum coetum. Dice así, refiriéndose al culto de los mártires: «Entonces se cantan himnos, salmos y cánticos a la gloria de aquel que todo lo ve, y en memoria de estos hombres se celebra la eucaristía, el sacrificio que desterró la sangre y la violencia. No se busquen allí ni el olor del incienso ni las llamas de una pira, sino pura luz, capaz de iluminar a los que allí oran. A menudo se junta también una modesta comida en favor de los pobres e infortunados».
En este mismo sentido se expresa algo más adelante san Ambrosio, obispo de Milán: «Las víctimas que han vencido a la muerte sean puestas debajo del lugar en que Cristo se inmola en sacrificio. Pero sobre el altar sea colocado aquel que padeció por todos. Estos, que han sido redimidos con su pasión, bajo el altar. Yo me había reservado este lugar para mí, pues es justo que el sacerdote descanse allí donde tenía costumbre de ofrecer la oblación; pero a las santas víctimas les cedo la parte de la derecha, pues ése es el lugar que corresponde a los mártires».
De modo más amplio y desarrollado alude a esto un testimonio algo posterior. Lo cual demuestra que la Iglesia va teniendo una conciencia cada vez más aguda de las motivaciones profundas que justifican la presencia de los mártires debajo del altar en el que se celebra la eucaristía. Se trata de un texto editado bajo el nombre de Máximo de Turín, pero cuya paternidad literaria se discute aún entre los expertos. En todo caso se trata de un testimonio que se remonta a los siglos V o VI: «Por tanto, hay que tener a los mártires en el más alto y principal lugar por causa de la fe. Ved, sin embargo, qué lugar deben merecer ante los hombres quienes ante Dios merecieron un lugar bajo el altar. Pues dice la Sagrada Escritura: 'Vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que dieron' (Ap 12,11). Qué más reverente, qué más honorable puede decirse sino que descansan bajo ese altar en el que se celebra el sacrificio ofrecido a Dios, en el que se ofrecen las víctimas inmoladas, en el que el Señor es el sacerdote? Con razón, pues, los mártires se colocan bajo el altar porque sobre el altar es colocado Cristo. Con razón las almas de los justos descansan bajo el altar, porque sobre el altar se ofrece el cuerpo del Señor (...). Por tanto, es conveniente que, en virtud de una suerte común, la sepultura de los mártires se coloque allí donde la muerte de Cristo se celebra todos los días, pues así dice él mismo: 'Cuantas veces hagáis esto anunciáis mi muerte hasta que venga' (1 Cor 11,26). Esto es, quienes mueren a causa de su muerte deben descansar en virtud del misterio sacramental. Precisamente por eso, a mí me parece que, en virtud de una identidad de destino, la tumba del mártir ha sido erigida allí donde son depositados los miembros del Señor inmolado, de suerte que quienes se vieron unidos en una misma pasión se vean ahora reunidos en un mismo lugar sagrado».
La fuerza y la profundidad teológica del testimonio que acabo de citar es incuestionable. No puede decirse más, ni más bellamente, ni con mayor profundidad, en menos palabras. Eso demuestra que la Iglesia va profundizando cada vez más y perfilando su postura y su pensamiento a este respecto. Es la época en que comienzan a construirse las grandes basílicas fuera de los muros de Roma sobre las tumbas de los mártires más insignes, como las de los apóstoles Pedro y Pablo: la de éste en la Via Ostiense, la de aquél al pie de la colina Vaticana; la de san Lorenzo en la Via Tiburtina, la de la joven virgen santa Inés en la Nomentana, la de san Sebastián en la Via Appia, etc. En todas ellas el altar será colocado justamente sobre la tumba del mártir o sobre el lugar donde el mártir hizo confesión de su fe. Por eso este altar será llamado «altar de la confesión». Casi siempre en la parte inferior se ha construido una cripta cuyo altar se halla emplazado frente a la tumba, con acceso para los peregrinos. Fenómeno semejante ha tenido lugar tanto en Oriente como en Occidente.
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