viernes, 29 de noviembre de 2013

¿Seremos una célula cancerígena 

a ser extirpada?

Leonardo Boff


            Hay negacionistas de la Shoah (eliminación de millones de judíos en los campos nazis de exterminio) y hay negacionistas de los cambios climáticos de la Tierra. Los primeros reciben el desprecio de toda la humanidad; los segundos, que hasta hace poco sonreían cínicamente, ahora ven día a día que sus convicciones están siendo refutadas por hechos innegables. Sólo se mantienen coaccionando a algunos científicos para que no digan todo lo que saben, como ha sido denunciado por diferentes y serios medios alternativos de comunicación. Es la razón enloquecida que busca la acumulación de riqueza sin ninguna otra consideración.
            En tiempos recientes hemos conocido eventos extremos de la mayor gravedad: los huracanes Katrina y Sandy en Estados Unidos, tifones terribles en Paquistán y Bangladesh, el tsunami del Sudeste de Asia, el tifón de Japón que dañó peligrosamente las centrales nucleares de Fukushima y hace pocos días el avasallador tifón Haiyan en Filipinas que ha dejado miles de víctimas.
            Hoy se sabe que la temperatura del Pacífico tropical, de donde nacen los principales tifones, estaba normalmente por debajo de los 19,2°C. Las aguas marítimas se han ido calentando hasta el punto de quedar hacia el año 1976 en 25°C y a partir de 1997/1998 alcanzaron los 30°C. Tal hecho produce gran evaporación de agua. Los eventos extremos ocurren a partir de los 26°C. Con el calentamiento, los tifones aparecen con más frecuencia y con vientos de mayor velocidad. En 1951 eran de 240 km/h; en 1960-1980 subieron a 275 km/h; en 2006 llegaron a 306 km/h y en 2013 a los terroríficos 380 km/h.
            En los últimos meses cuatro informes oficiales de organismos ligados a la ONU lazaron una vehemente alerta sobre las graves consecuencias del creciente calentamiento global. Está comprobado, con un 90% de seguridad, que es provocado por la actividad irresponsable de los seres humanos y de los países industrializados.
            Lo confirmó en septiembre el IPPC (Panel Intergubernamental para el Cambio Climático) que articula a más de mil científicos; lo mismo ha hecho el Programa del Medio Ambiente de la ONU (PNUMA); enseguida el Informe Internacional del Estado de los Océanos denunció el aumento de la acidez, que por eso absorbe menos C02; finalmente el 13 de noviembre en Ginebra la Organización Meteorológica Mundial. Todos son unánimes en afirmar que no estamos yendo hacia el calentamiento global, sino que estamos ya dentro de él. Si en los inicios de la revolución industrial la concentración de CO2 era de 280 ppm (partes por millón), en 1990 se elevó a 350 ppm y hoy ha llegado a 450 ppm. En este año se ha dado la noticia de que en algunas partes del planeta ya se rompió la barrera de los 2°C, lo que puede acarrear daños irreversibles para los demás seres vivos.
            Hace pocas semanas, a la Secretaria Ejecutiva de la Convención de la ONU sobre el Cambio Climático, Christiana Figueres, en plena entrevista colectiva se le saltaron las lágrimas al denunciar que los países no hacen casi nada para la adaptación y la mitigación del calentamiento global. Yeb Sano de Filipinas, en la 19ª Cumbre del Clima de Varsovia realizada del 11 al 22 de noviembre, lloró ante los representantes de 190 países contando el horror del tifón que había devastado su país, alcanzando a su misma familia. La mayoría no pudo contener las lágrimas. Pero para muchos eran lágrimas de cocodrilo. Los representantes ya traen en su cartera las instrucciones preparadas previamente por sus gobiernos, y los grandes dificultan de muchas maneras cualquier consenso. Allí están también los dueños del poder en el mundo, dueños de las minas de carbón, muchos accionistas de petroleras o de siderurgias movidas por carbón, de industrias de montaje y otros. Todos quieren que las cosas sigan como están. Es lo peor que nos puede pasar, porque entonces el camino hacia el abismo se vuelve más directo y fatal. ¿Por qué esa irracional oposición?
            Vayamos directos a la cuestión central: este caos ecológico se lo debemos a nuestro modo de producción que devasta la naturaleza y alimenta la cultura del consumismo ilimitado. O cambiamos nuestro paradigma de relación con la Tierra y con los bienes y servicios naturales o vamos irrefrenablemente al encuentro de lo peor. El paradigma vigente se rige por esta lógica: ¿cuánto puedo ganar con la menor inversión posible en el más corto lapso de tiempo con innovación tecnológica y con mayor potencia competitiva? La producción está dirigida al puro y simple consumo que genera acumulación, siendo esta el objetivo principal. La devastación de la naturaleza y el empobrecimiento de los ecosistemas ahí implicados son meras externalidades (no entran en la contabilidad empresarial). Como la economía neoliberal se rige estrictamente por la competición y no por la cooperación, se establece una guerra de mercados, de todos contra todos. Quien paga la cuenta son los seres humanos (injusticia social) y la naturaleza (injusticia ecológica).
            Ocurre que la Tierra no aguanta más este tipo de guerra total contra ella. Necesita un año y medio para reponer lo que le arrancamos en un año. El calentamiento global es la fiebre que denuncia que está enferma, gravemente enferma.
            O comenzamos a sentirnos parte de la naturaleza y entonces la respetamos como a nosotros mismos, o pasamos del paradigma de la conquista y de la dominación al del cuidado y de la convivencia y producimos respetando los ritmos naturales y dentro de los límites de cada ecosistema, o si no preparémonos para las amargas lecciones que la Madre Tierra nos dará. Y no se excluye la posibilidad de que ella no nos acepte más y se libere de nosotros como nos liberamos de una célula cancerígena. Ella puede continuar, cubierta de cadáveres, pero sin nosotros. Que Dios no permita semejante trágico destino.            


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