viernes, 29 de noviembre de 2013

El papa Francisco apuesta 
por una liturgia más interiorizada
José Manuel Bernal




En la década de los cincuenta se ventiló entre los liturgistas y los amantes de la espiritualidad una acalorada disputa sobre las relaciones entre la liturgia y la espiritualidad. Los espiritualistas, por llamarlos de alguna manera, tenían la convicción de que las formas renovadas de la celebración litúrgica, con sus símbolos, sus cantos y sus gestos rituales, escamoteaban el recogimiento y mermaban la devoción interior. Fue en esa época cuando el benedictino Gabriel Mª Brasó nos enriqueció con su conocido libro “Liturgia y espiritualidad”, aclarando ideas, disipando prejuicios y rompiendo malentendidos. Este libro fue publicado en Montserrat el año 1956.

Las últimas intervenciones del papa Francisco nos invitan a repensar nuevamente este tema. Además, a mi juicio, el comportamiento frecuente que observamos en muchas celebraciones está reclamando una reflexión seria sobre el problema. El esfuerzo pastoral está provocando en muchos casos un tratamiento de las celebraciones litúrgicas que a mí se me antoja un tanto superficial; nos gusta agradar a la feligresía y ofrecerle celebraciones divertidas y cortas, que no aburran, animadas con cantos cargados de ritmo y con escenificaciones plásticas con intencionalidad pedagógica. En estas liturgias abunda el jolgorio bullicioso, pero falta la religiosidad interior; sobresale la exuberancia festivalera, pero escasea el compromiso.

En otros casos el acento se carga en la elegancia meticulosa del rito, en la belleza plástica de los movimientos, en la justeza y simetría de los gestos, en la calidad artística de los objetos y utensilios. Todos hemos contemplado con un cierto estupor este tipo de ceremonias litúrgicas. No sabría uno definir hasta donde llegan las exigencias del obligado decoro y hasta donde los ineludibles recortes de la moderación y de la mesura. A ello se refiere el papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium al referirse a la “mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad” y que él considera “relacionada con el cuidado de la apariencia” (93). El papa pone el dedo en la llaga al delatar que esta “oscura mundanidad” se manifiesta cuando “en algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia” (95).

Nos enfrentamos a una doble tentación: la de los inventos festivos desmedidos, que convierten las celebraciones en sesiones de entretenimiento divertido para la feligresía, con el pretexto mal disimulado de ofrecer pedagogía y enseñanza; y luego la del purismo elitista de las ceremonias, el “cuidado ostentoso” de los rituales, con la sola preocupación del cumplimiento perfecto de las normas y la sublime belleza del ritual. Todo esto es defendible y aconsejable, pero dentro de un contexto de moderación, de mesura, de comedimiento y de equilibrio.

Las palabras del papa Francisco nos orientan hacia un reajuste de estos excesos. Él no es partidario de gestos ostentosos, ni de discursos grandilocuentes. Él preside la celebración desde la humildad y el recato; no alza la voz excesivamente ni es ampuloso en sus gestos; con frecuencia se sume en la oración interior y en el recogimiento. Francisco está inaugurando un nuevo modo de presidir una celebración. 

En una de sus últimas homilías en Santa Marta nos invita a la adoración. El echa en falta esa actitud reverencial y profunda en nuestras celebraciones. “Quizás nosotros los cristianos hemos perdido un poco el sentido de la adoración”, dice el papa en su homilía. ÉL hace esta recomendación a partir de unas profundas consideraciones sobre el “templo”. "El Templo, dice él, es el lugar a donde la comunidad va a rezar, a alabar al Señor, a dar gracias; pero sobre todo a adorar: en el Templo se adora al Señor. Y este es el punto más importante”. 

La alabanza, la acción de gracias y la adoración. Estas actitudes interiores deberían animar, no solo nuestra plegaria litúrgica, sino todo el conjunto de nuestra presencia y nuestra actitud durante la celebración. Nuestra actitud orante debería reflejarse en nuestros rostros, en nuestros brazos y nuestras manos, en nuestra postura, en nuestros gestos. Al Papa se le nota con frecuencia, cuando inclina la cabeza y se recoge, cuando habla y cuando mira. El comportamiento de Francisco en las celebraciones litúrgicas está siendo para todas las comunidades un ejemplo, un punto de referencia, un motivo de reflexión.

Esta actitud orante a la que nos llama Francisco no debemos entenderla como una huida de la realidad. Todo lo contrario. En su reciente Exhortación no deja de atizar y reavivar el fuego de nuestra conciencia para que nuestra liturgia no deje de mirar a los pobres. Esa es su preocupación: “Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y, en definitiva, ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”(202). Esta es la preocupación que el papa quiere transmitir a las comunidades cristianas para que permanezcan alerta: “Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos” (207).

Está claro. El papa Francisco está impulsando en la Iglesia unas celebraciones litúrgicas menos superficiales, menos ostentosas, y de mayor hondura espiritual. Hay que impregnar de sentido religioso nuestros gestos y actitudes; hay que convertir nuestras liturgias comunitarias en verdaderas expresiones de nuestra fe, de nuestro reconocimiento reverencial de la soberanía de Dios, de nuestra fidelidad al Cristo de las bienaventuranzas. Nuestros gestos deben ser actos de adoración, gritos y cantos de alabanza y acción de gracias a ese Dios que se nos ha revelado en Jesús de Nazaret.

Todo ello deberemos hacerlo, no con ánimo escapista, sino sintiéndonos identificados con los pobres de este mundo. Porque son ellos los primeros que han sido invitados al banquete de la promesa, ellos son los predilectos del Señor, ellos son los llamados a la herencia del Reino. Por eso la comunidad que celebra ha de sentirse unida a todos los pobres y olvidados. De ella ha de surgir la esperanza ardiente y el grito desgarrador del Apocalipsis: “¡Ven, Señor, Jesús!”

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