La transfiguración en la muerte
Leonardo Boff
El día de los difuntos, el
dos de noviembre, es siempre ocasión para pensar en la muerte. Se trata de un
tema existencial. No se puede hablar de la muerte de una manera externa a
nosotros, porque a todos nosotros nos acompaña esta realidad que, según Freud,
es la más difícil de ser asimilada por el aparato psíquico humano. Nuestra
cultura especialmente procura alejarla lo más posible del horizonte, pues la
muerte niega todo su proyecto, que está asentado sobre la vida material y su
disfrute etsi mors non daretur, como si ella no existiese.
Sin
embargo, el sentido que damos a la muerte es el sentido que damos a la vida. Si
decidimos que la vida se resume entre el nacimiento y la muerte y esta tiene la
última palabra, entonces la muerte tiene un sentido, diría, trágico, porque con
ella todo termina en el polvo cósmico. Pero si interpretamos la muerte como una
invención de la vida, como parte de la vida, entonces no es la muerte sino la
vida la gran interrogación.
En
términos evolutivos, sabemos que, alcanzado cierto grado elevado de
complejidad, la vida irrumpe como un imperativo cósmico, según el premio Nóbel
de biología Christian de Duve que escribió una de las más brillantes biografías
de la vida titulada Polvo Vital (1984). Pero él mismo afirma: podemos describir
las condiciones de su aparición, pero no podemos definir es la vida. En mi
percepción, la vida no es ni temporal, ni material ni espiritual. La vida es
simplemente eterna. Ella anida en nosotros y pasado cierto lapso temporal,
sigue su curso por toda la eternidad. Nosotros no acabamos con la muerte. Nos
transformamos por la muerte, pues ella representa la puerta de entrada en el
mundo que no conoce la muerte, donde ya no hay tiempo sino eternidad.
Permítanme
dar testimonio de dos experiencias personales de la muerte, muy distintas de la
visión dramática que nuestra cultura nos ha legado. Vengo de la cultura
espiritual franciscana. En mis casi 30 años de fraile, pude vivenciar la muerte
como san Francisco la vivenció.
La
primera experiencia era aquella que, como frailes, hacíamos todos los viernes a
las 19:30 de la tarde: “el ejercicio de la buena muerte”. Se tumbaba uno en la
cama con hábito y todo. Cada uno se ponía delante de Dios y hacía un balance de
toda su vida, retrocediendo hasta donde la memoria pudiese llegar. Poníamos
todo a la luz de Dios y ahí tranquilamente reflexionábamos sobre el porqué de
la vida y de sus zigzag. Al final, alguien recitaba en voz alta en el corredor
el famoso salmo 50 del Miserere en el cual el rey David suplicaba a Dios
el perdón de sus pecados. Y también se proclamaban las consoladoras palabras de
la epístola de san Juan: “Si tu corazón te acusa, recuerda que Dios es mayor
que tu corazón”.
Así
éramos educados para una entrega total, un encuentro cara a cara con la muerte
delante de Dios. Era un entregarse confiado, como quien se sabe en la palma de
la mano de Dios. Después, íbamos alegremente al recreo, a tomar un refresco, a
jugar al ajedrez o simplemente a conversar. Este ejercicio tenía como efecto un
sentimiento de gran liberación. La muerte era vista como la hermana que nos abría
la puerta de la Casa del Padre.
La
otra experiencia se relaciona con la muerte o el entierro de algún cofrade.
Cuando alguno moría en el convento se hacía fiesta, con recreo por la noche con
comida y bebida. Lo mismo hacíamos después del entierro. Todos nos reuníamos y
celebrábamos el paso, la pascua o la navidad, el vere dies natalis (el
verdadero día del nacimiento) del fallecido.
Se
pensaba: él fue naciendo poco a poco a lo largo de su vida hasta acabar de
nacer en Dios. Por eso había fiesta en el cielo y en la tierra. Ese rito es
sagrado y se celebra en todos los conventos franciscanos.
El
fraile que había dejado este mundo entraba en la comunión de los santos, está
vivo, no está ausente, solo es invisible. ¿Hay celebración más digna inventada
por san Francisco de Asís que llamaba a todos los seres hermanos y hermanas y
también trataba de hermana a la muerte?
La
percepción de la muerte es otra. Las personas son inducidas a convivir con la
muerte, no como una bruja que viene y arrebata la vida, sino como una hermana
que viene a abrirnos la puerta a un nivel más alto de vida en Dios.
Cada
cultura tiene su interpretación de la muerte. Estuve hace tiempo con los
Mapuche en el sur de la Patagonia argentina, hablando con los lomkos,
los sabios de la tribu. Ellos tienen otra manera de entender la muerte. Para
ellos la muerte significa pasar al otro lado, donde están los ancianos. No es
abandonar la vida, es entrar en el lado invisible y convivir con los ancianos.
Desde allí, acompañan a las familias, a los seres queridos y a otros próximos,
iluminándolos. La muerte no tiene ningún dramatismo; pertenece a la vida, es su
otro lado.
Podríamos
pasar por otras culturas para conocer su sentido de la vida y de la muerte,
pero quedémonos en nuestro tiempo moderno. Hay un filósofo que trabajó
positivamente el tema de la muerte: Martin Heidegger. En su analítica
existencial afirma que la condición humana, en grado cero, es la de ser un ser
en el mundo, no como lugar geográfico, sino como el conjunto de las relaciones
que nos permiten producir y reproducir vida. La condition humaine es
estar en el mundo con los otros, llenos de cuidados y abiertos a la muerte. La
muerte es vista no como una tragedia y sí como la última expresión de la
libertad humana, su último acto de entrega. Esa entrega sin reservas abre la
posibilidad de sumergirse totalmente en la realidad y en el Ser. Es una especie
de vuelta al seno del cual vinimos como entes, pero como entes que buscan el
Ser. Y finalmente al morir somos acogidos por el Ser. Y ahí ya no hablamos
porque ya no necesitamos palabras. Es el puro vivir por la alegría de vivir y
de ser en el Ser. Para la persona religiosa este Ser no es otro que el Ser
Supremo, Dios vivo que nos da la plenitud de la vida.
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