sábado, 1 de febrero de 2014




Para un cristiano el misterio no es un enunciado incomprensible, sino una realidad muy positiva, a saber, la presencia al mismo tiempo desbordante y totalmente cercana de un Dios trascendente. La característica fundamental del Dios de la Biblia no es su incomprensibilidad, sino su manifestación en Jesucristo, anunciada por la predicación de los apóstoles y por el testimonio de la Iglesia. Cierto, este Dios está fuera de nuestro alcance y siempre nos deja pensativos, pero no es menos cierto que nos llega y nos afecta en lo más profundo de nuestro ser. Nos concierne íntimamente y opera en nosotros, ya que su revelación viene a esclarecer nuestro propio ser.

“El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, dice el Vaticano II. Cuando Jesús nos revela el misterio de Dios como Padre, se nos descubre al mismo tiempo el misterio del ser humano, descubrimos nuevas maneras de ser humanos, descubrimos en definitiva que somos hijas e hijos de Dios y hermanos los unos de los otros, descubrimos la dimensión divina de nuestra vida, descubrimos que el fondo más auténtico de lo humano es Dios. A la luz de Cristo, nos entendemos mejor a nosotros mismos, conocemos mejor el sentido de la vida y de la muerte.


Así se explica el corazón inquieto del hombre, su insatisfacción permanente, su no estar nunca contento con lo que tiene, su deseo de más y siempre más, en suma, sus ansias nunca colmadas de felicidad y de vida. Este corazón inquieto, esta insatisfacción permanente, estos anhelos de verdad, justicia, vida y amor, son la huella de la presencia del misterio de Dios en la vida humana.

El misterio de Dios es un misterio que nos concierne porque ilumina nuestro propio misterio. No en el sentido de una clarificación puramente intelectual, sino como autocomunicación de amor que acontece definitivamente en Jesucristo. El misterio de Dios en Jesús es amor. Un amor que llena de sentido la vida humana y la abre a un desbordamiento de amor hacia todos los humanos.

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