Todo pecado puede ser perdonado
Isabel Gómez Acebo
Reconozco que siempre me ha parecido una injusticia flagrante el trato que hemos dado en la Iglesia a los divorciados y vueltos a casar con la prohibición de acercarse a la eucaristía. Los sacerdotes que hacían votos públicos no tenían problemas para renunciar y casarse y a los asesinos se les perdona lo mismo que a los pedófilos, sin exigir nada a cambio. A los únicos que no les caía tal suerte era a los pobres que se habían equivocado al casarse o a los que su cónyuge les había abandonado, un número de católicos enorme ante el aumento de las tasas de divorcio. Incluso pienso en las mujeres que abandonaron a unos maridos que las maltrataban físicamente. En todos estos casos de fracaso ¿cómo compaginamos el deseo de Dios: No es bueno que el hombre esté solo con la norma?
He pasado de la sensación de injusticia a la de indignación cuando me he enterado de que si prometen no tener relaciones sexuales, los nuevos esposos se pueden acercar a la mesa del Señor ¿Es que el matrimonio se centra solo en el sexo y la procreación? ¿Qué pasa cuando se casan unos octogenarios? ¿No es válido ese matrimonio?
Si los obispos, que se van a reunir el próximo otoño para discutir los problemas del matrimonio, hacen caso a las voces del pueblo cristiano, tendrán que caer muchas de estas normas. Y no solo el pueblo pues los episcopados japonés y alemán, suman sus críticas a una legislación inmisericorde. Walter Kasper, el cardenal encargado de abrir el debate, cuando dice que todo pecado puede ser perdonado me parece que está a favor de los que quieren cambiar la ley eclesiástica a favor de los divorciados.
Pero es que además el propio Jesucristo en Mt 19,9 y 5,32 admite excepciones lo que abre la puerta a una actitud menos negativa. Tengo la impresión de que la postura del papa Francisco va también por estos derroteros: una Iglesia menos normativa, más acogedora y madre que sea compresiva con la realidad social en la que vive el pueblo de Dios. Sería el ideal que todos los matrimonios fueran para toda la vida pero no es así y también sería el ideal que pudiéramos celebrar nuestras eucaristías con gozo y sin juzgar a los que se suman a la mesa común ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? ¿No será mejor dejar que sea Dios mismo el que los juzgue? De ser así, nadie se quedaría con hambre de la forma consagrada, ya que el padre del hijo pródigo mandó sacrificar una res para que todos pudieran celebrar el reencuentro del que abandonó la casa familiar.
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