miércoles, 19 de febrero de 2014



¿Por qué morimos?


Las preguntas que pueden formularse a propósito del mal son incontables. He llegado a la conclusión de que todas se resumen en una: ¿por qué morimos? En efecto, la muerte no es solo algo no deseable, es el fracaso total de la existencia. Si la muerte es el final de todo, entonces todo está definitivamente perdido y la vida acaba por no valer nada. Esta es la gran cuestión que, de una u otra forma, todos nos planteamos, la cuestión del sentido de la vida. El mal nos resulta inaceptable porque queremos que la vida tenga sentido y sea buena y favorable. Pero, en definitiva, todos los males no son más que un presagio de la muerte y a ella conducen. La muerte los recapitula a todos. Por eso digo que todas las preguntas sobre el mal se resumen en una pregunta omniabarcante: ¿por qué morimos?


Se pueden dar muchas respuestas a la pregunta por la causa del morir: la muerte es el precio que hay que pagar para vivir, pero para vivir limitadamente y con muchas penurias. ¿Vale la pena? Solo viven los que pueden morir. Ser viviente es ser falleciente. En definitiva, la muerte es la expresión suprema de la finitud humana. No somos dioses. Precisamente ahí, en el ser criatura, está la necesidad de la muerte y, por ende, la posibilidad del mal. La creatura, siendo buena, no es perfecta. Sólo Dios es perfecto. Nuestro ser finito, creatural, es lo que nos distingue de Dios. Necesitamos de un cuerpo, de una materia para vivir. En la corporalidad está la diferencia, la alteridad respecto a Dios. Si sólo fuéramos “espirituales” seríamos divinos. Pero nuestro ser, nuestra identidad, exige ser “diferentes”. Solo en la diferencia somos nosotros.


En suma, sólo los dioses, si existen, son inmortales; los humanos somos mortales. Nos gustaría ser como dioses, pero es un deseo vano e inútil. Por eso, hubo quien dijo que el ser humano es una pasión inútil, porque quiere ser dios, y esto es imposible, porque Dios no existe. En vez de dar gracias por lo que somos, nos quejamos, no asumimos nuestra identidad. En nuestro ser “de Dios” está la raíz de nuestras ambiciones y la posibilidad de la rebeldía contra Dios. Queremos ser dioses autónomamente, pero solo podemos serlo por participación.


Ahora bien, si el mal solo fuera el paso a una vida mejor, si fuera el precio que hay que pagar para vivir bien y para que nunca más volviera a aparecer el mal, entonces lo pagaríamos gustosos o, al menos, lo aceptaríamos, del mismo modo que un enfermo acepta ciertas privaciones si sabe que le van a devolver la salud. En esta línea se han expresado algunos santos y santas, convencidos de que la muerte es un paso a una vida mejor y más auténtica y, de una u otra forma, han dicho con San Pablo: “quiero morirme, porque morir es con mucho lo mejor”. Es el único modo de “estar con Cristo”.

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