Una revolución en la evolución
Leonardo Boff
Existe
una percepción generalizada de que el ser humano de hoy es alguien que debe ser
superado. Todavía no ha terminado de nacer, pero está latente dentro de los
dinamismos del proceso evolutivo. Esta búsqueda del hombre y mujer nuevos tal
vez sea uno de esos anhelos que jamás lograron progresar en la historia.
Dos
ejemplos. El pensamiento mesopotámico produjo la epopeya de Gilgamesh (siglo
VII a.C) que está muy cerca del relato bíblico de la creación y del diluvio. El
héroe Gilgamesh, angustiado por el drama de la muerte, busca el árbol de la vida.
Quiere encontrar a Utnapishtim que había escapado del diluvio, había sido
inmortalizado, y vivía en una isla maravillosa donde no reinaba la muerte. En
su camino, el dios Sol (Shamash) le apostrofa: «Gilgamesh, la vida que buscas
nunca la vas a encontrar». La divina ninfa Siduri le advierte: «cuando los
dioses crearon la humanidad le dieron como destino la muerte; ellos retuvieron
para sí la vida eterna. Gilgamesh, harías mejor llenando el vientre y gozando
la vida de día y de noche; alégrate con lo poco que tienes en tus manos».
Gilgamesh
no desiste. Llega a la isla de la inmortalidad. Consigue el árbol de la vida y
regresa. Al volver, la serpiente sopla con su aliento fétido el árbol de la
vida y lo roba. El héroe de la epopeya muere desilusionado y va «al país donde
no hay retorno, donde la comida es polvo y barro, y los reyes son despojados de
sus coronas». La inmortalidad sigue siendo una búsqueda perenne.
Nuestros
tupi-guaraní y apopocuva-guaraní crearon la utopía de la “tierra sin males” y
la “patria de la inmortalidad”. Vivían en movilidad constante. De la costa de
Pernambuco, de repente se desplazaban hacia el interior de la selva, junto a
las cabeceras del río Madeira. De allí, otro grupo se ponía en marcha hasta
llegar a Perú. De la frontera de Paraguay, otro grupo se dirigía a la costa
atlántica, y así sucesivamente. El estudio de los mitos por los antropólogos
desveló su significado. El mito de la “tierra sin males” ponía en marcha a toda
la tribu. El chamán profetizaba: “va a aparecer en el mar”. Para allí marchaban
esperanzados. Mediante ritos, danzas y ayunos creían volver el cuerpo ligero e
ir al encuentro en las nubes de la “patria de la inmortalidad.” Desilusionados,
regresaba a la selva hasta oír otro mensaje e ir en busca de la ansiada “tierra
sin males”, anhelo de una esperanza imperecedera.
Los
dos ejemplos expresan, en formas míticas, lo mismo que expresan los modernos en
el dialecto de las ciencias. Éstos no esperan el ser nuevo del cielo, quieren
gestarlo con los medios que les ofrece la manipulación genética. Seguimos
buscando y no obstante, muriendo siempre, jóvenes o mayores.
El
cristianismo se inscribe también dentro de esta utopía. Con la diferencia de
que ya no es una utopía sino una topía, es decir, un acontecimiento bienaventurado
e inaudito que irrumpió dentro de la historia. El testimonio más antiguo del
paleocristianismo es este: “Christus ressurrexit vere et aparuit Simoni”
(Lc 24,34): “Cristo resucitó verdaderamente y apareció a Simón”.
Entendieron
la resurrección no como la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro, que
después acabó muriendo nuevamente, sino como la emergencia del ser humano
nuevo, el “novíssimus Adam” (1Cor 15,45), el “novísimo Adán”, como realización
plena de todas las virtualidades presentes en lo humano.
No
encuentran palabras para expresar ese fenómeno inaudito. Lo denominan “cuerpo
espiritual” (1Cor 15,44). Eso parece contradictorio para la filosofía dominante
en la época: si es cuerpo no puede ser espíritu; si es espíritu no puede ser cuerpo.
Sólo uniendo los dos conceptos, según los primeros cristianos, hacían justicia
al hecho nuevo: es cuerpo pero transfigurado; es espíritu pero liberado de los
límites materiales y con dimensiones cósmicas.
Dicen
más: la resurrección no es simplemente un acontecimiento personal, realizado en
la vida de Jesús. Es algo para todos e incluso cósmico, como aparece en las
epístolas de san Pablo a los Colosenses y a los Efesios. Por eso san Pablo
reafirma: “él es la anticipación de los que han muerto… Así como por Adán todos
murieron, así por Cristo todos volverán a vivir” (1Cor 15,22).
Este
es un discurso de fe y religioso, pero no deja de tener su importancia
antropológica. Representa una entre tantas respuestas al enigma de la muerte,
tal vez la más prometedora.
Si
es así, estamos ante una revolución dentro de la evolución, como si la
evolución anticipase su fin bueno en el auge de la realización de sus
potencialidades escondidas. Sería una miniatura que nos muestra a qué gloria y
a qué destino sumamente feliz estamos llamados.
Así
vale la pena vivir y morir. En realidad, no vivimos para morir. Morimos para
resucitar. Para vivir más y mejor.
A
todos los que creen y a aquellos que dejan en suspenso su juicio, buenas
fiestas de Pascua.
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