Bernardo Hirsch:
la sabiduría del sobreviviente
Por Alejandro Czerwacki
Despertó una mañana en un hospital de campaña de Checoslovaquia después de una semana inconsciente, enfermo de tifus, y ahí una enfermera le avisó que la guerra había terminado, que los nazis habían perdido. Rompió en llanto, como si en un minuto le hubiese pasado la película de los últimos cinco años de su vida, cuando se lo llevaron junto a su familia a los campos de exterminio. Bernardo Hirsch tiene 97 años, es un vencedor de la barbarie alemana, que le arrancó su juventud a los 25 cuando construía ideales y fantasías en Reteag, su pueblo natal que hoy es Rumania pero que también fue Hungría. Vio cómo mataron a su padre, a cuatro de sus hermanos y otros familiares pero él es un auténtico sobreviviente, que vuelve de la guerra y decidió seguir cantándole a la vida.
“Estoy convencido que algún poder superior me ayudó a sobrevivir”, repite una y otra vez, sentado en el living de su casa en el barrio de Once, con sus ojos celestes y dulces que transparentan tristeza, dolor pero también esperanza. Aunque su caminar sea lento y su corazón se agite más de la cuenta, Bernardo está de pie y tiene ansiedad de mostrar uno de los cuartos de su hogar, que llama “Museo”, donde muestra con orgullo distinciones, cartas y hasta una copia de la ficha que los nazis tenían de él y su paso con día y hora por cada uno de los cinco campos de concentración, desde Auschwitz a Bochum. Una carta de agradecimiento firmada por Steven Spielberg asoma entre todos esos papeles: es que participó de la entrevista que le realizaron para “Survivors of the Shoa” en los años ‘90, fundación del director de “La lista de Schindler”. Este hecho le despertó a Hirsch escribir su libro “Marcado de por vida”, algo así como una catarsis de lo que vivió y una forma, según dice, de no cargarle a sus hijos todos sus dolores al volcarlos en un texto.
Armó su nido en Argentina, donde ya tenía dos hermanos que en 1922, mucho antes de la masacre, decidieron irse. Antes de llegar a estas tierras, se reencontró con su hermano Avron, con quien batalló día a día en los siniestros campos, ayudó a otros refugiados y en 1948 pisó este país. Dos años después se casaría con Ditza, su compañera de ruta, madre de sus dos hijos, Jorge y Mario, que agrandarían luego la familia dándoles cuatro nietos y dos bisnietos. En el camino quedan los recuerdos de su papá y los hermanos que murieron en alguno de los mismos lugares donde él estuvo: “Antes de despedirme de mi padre en el campo donde hicieron la selección de los que estábamos aptos para seguir, alcancé a darle un pedazo de pan que llevaba en mi bolsillo –cuenta conmovido. Él lo tomó mirándome, como sabiendo que no volveríamos a vernos más. Apretó el pan contra su corazón y se fue. Creo que con lágrimas en los ojos y yo lloré. (Hace un silencio) Tengo tanto cariño y respeto por ellos y por mi mamá, que murió antes, porque éramos diez hermanos y nos amaban a todos por igual ”.
Cuenta Bernardo que hace varios años que no sale de su casa por su salud resquebrajada, que sólo lee y reza, como cuando en plena noche de tanto desasosiego, hambre y horror, se aferraba a Dios para pedir por él y los suyos en aquellos sitios nazis. “Rezo a la mañana bien temprano y a la noche para agradecer que estoy vivo pero también pido por los enfermos que vienen a verme. (Mira fijamente) Yo soy un milagro”, añade con su vestir prolijo y su kipá ubicada en su cabeza. Por su departamento suelen visitarlo vecinos, conocidos y hasta religiosos que quieren ser bendecidos por él, a quien ven poseedor de una energía especial, prodigiosa. Del tallercito de bijouterie que supo tener, apenas quedan rastros en su casa y recuerda que con el menemismo y la llegada de la importación china, perdió casi todo. Pero igual su mujer, con sus 89, se da maña para componer algún anillo de tanto en tanto.
Habla seis idiomas: idish, rumano, húngaro, alemán, español e inglés, lengua de la que dio clases cuando había que traer plata a la casa, en tiempos todavía de ilegalidad en Argentina. Pese a que construyó siempre en base al amor, nunca va a poder olvidar a aquellos asesinos que acabaron con el sueño de todos los que tenían mucho por vivir. “A mí me da lástima matar una cucaracha y ¡ellos mataron a miles de bebés recién nacidos!”, afirma con dolor el hombre que sobrevivió a las atrocidades de las que muchos caían sólo por hambre e indignación. Si piensa en un sueño para su presente, quisiera que su esposa viva muchos años más, que tenga salud. “Yo merezco que me tengan un poco más pero todo tiene un fin, nadie vive para siempre”. Luego exclamará casi entre risas: “Soy el último de los Mohicanos”. El abuelo Hirsch sabe que a la hora del naufragio alguien siempre lo rescatará y entonces seguirá cantando.
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