Maritain y "la nueva cristiandad" (I)
Hilari Raguer
Introducción.
Se cumplen este verano ochenta años de la conferencia pronunciada en 1934 por Maritain en los Cursos de la Universidad de Verano de Santander, bajo el título de Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad. Lo revolucionario era el calificativo de nueva. La noción de cristiandad tiene actualmente mala prensa. Yo mismo publiqué el 2006 una historia del Vaticano II y su impacto en España con el título de Réquiem por la Cristiandad. En la Edad Media, la Cristiandad fue una grandiosa implantación política, social y cultural del cristianismo. Aunque Europa se ha descristianizado, hablamos de unas raíces cristianas de Europa, que son las repercusiones temporales del evangelio eterno. Maritain no entonó un réquiem por la Cristiandad, pero dijo que tenía que ser “nueva”. ¿Dónde radicaría la novedad?
Dicen los entendidos que Maritain se convirtió al tomismo seducido por la noción aristotélico-tomista de analogía. La analogía es una poderosa herramienta lógica, que comparando dos nociones o dos realidades, no las ve unívocas, o sea exactamente iguales, ni equívocas, es decir, del todo distintas, aunque respondan a un mismo nombre. Por lo tanto las nociones análogas son según como iguales y según como distintas. Aplicando esta herramienta a la Cristiandad, Maritain sostiene que la realización temporal o social del cristianismo ha de ser de algún modo la de siempre, pero en algunos aspectos nueva. Y notemos que, en el tomismo, las realidades análogas tienen más de distinto que de común. Por eso el postulado de una “nueva” Cristiandad entrañaba una carga revolucionaria, no solo religiosa sino también política, contra el catolicismo integrista imperante entonces en España, y en cierto modo en toda la Iglesia.
Durante la vieja cristiandad, podía haber habido soberanos teóricamente cristianos que no reconocían el poder temporal del Papa, o incluso guerreaban con él, pero el principio de cristiandad no se discutía. Fue con la Revolución Francesa que se derrumbó. Los Papas de después de la Revolución, a lo largo del siglo XIX, se negaron a reconocer la legitimidad de los poderes revolucionarios de Francia y de las revoluciones que la imitaron y sostuvieron las diversas restauraciones absolutistas.
Con el Congreso de Viena y la Santa Alianza, Metternich creó una sociedad de seguros mutuos, por la que los reyes absolutistas se comprometían a acudir en socorro del rey que padeciera una revolución, y sofocarla. Ni ellos ni los Papas se daban cuenta de lo irreversible del cambio de época. Cuando tras la derrota definitiva de Napoleón regresan el rey y los aristócratas emigrados (los que se habían salvado de la guillotina), y pretenden volverlo todo al estado de cosas anterior a 1789, el inteligente Secretario de Estado cardenal Consalvi (por cierto: laico) comenta que era como si Noé, al salir del arca después del diluvio, pretendiera que no había llovido.
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