- Federico Jeanmaire *
Los más grandes errores humanos nacen a veces de las mejores y más altruistas intenciones. No sé si se trata de un proverbio hindú, pero, en el caso de que todavía no lo sea, debería. Porque lo cierto es que nadie me obligó a comprar un departamento al pozo. Juro que nadie. Lo decidí yo solito. Corrían los primeros meses del lejanísimo año dos mil diez, podía pagar las cuotas sin demasiados sobresaltos y me pareció que era una buena oportunidad, llegado el momento, para que Juan, mi bellísimo y extraordinario y único hijo, por fin se independizara. Teníamos una relación muy próxima y me parecía que la autonomía le podría hacer muy bien a su futura vida adulta.
Pero, muy a pesar de que yo, íntimamente, suponía que su futura vida adulta nunca iba a llegar, llegó rapidísimo.
Justo el verano pasado.
Juan, con apenas veintiún añitos, se mudó a Chacarita. Exactamente a once kilómetros en bicicleta o a tres combinaciones de subte o a más de cien pesos en taxi desde mi PH en Constitución. El hueco que dejó su ausencia era gigante. Ocupaba prácticamente toda la casa. Encima la escritura de alguna novela, un recurso que siempre me había servido en anteriores pérdidas, esta vez no funcionaba: no encontraba la manera de contar la historia de Lin Jang Xian, un chino que murió incendiado por sus atacantes dentro de su propio supermercado, en Glew, en un intento de saqueo a principios de diciembre de dos mil trece. Escribía unas páginas y me parecía que esa novela ya la había escrito, que me estaba repitiendo, y no podía seguir adelante.
Así que.
Decidí pintar mi PH.
Una decisión drástica pero a la vez conocida. Pintar paredes y techos y puertas y ventanas o realizar trabajos de carpintería, siempre me produjo un enorme bienestar interior. Creo que se trata de la situación que más se parece a mantener durante horas la mente en blanco. Mientras lo hacemos es imposible pensar en otra cosa que aquella que estamos haciendo, quiero decir. Absolutamente imposible. Y eso, pensar en nada, era lo que yo necesitaba imperiosamente en ese momento tan crucial. Sobre todo porque Juan no aparentaba sufrir el exilio. Ni un poquito. Todo lo contrario, me animaría a decir. Cada vez que me visitaba, o lo hacía yo, lo veía más contento y más encantado con su nueva vida. Y tampoco era cuestión de que se diera cuenta de cómo y de cuánto lo extrañaba.
Mi PH es de techos muy altos, con mil recovecos, molduras, escaleras, más etcéteras y etcéteras. Y no lo pintaba desde que me había mudado, hacía de esto unos siete años. La tarea, entonces, me llevó su tiempo. Casi todo el verano, para ser del todo preciso. Comenzaba a trabajar muy temprano por las mañanas y terminaba bastante tarde, cuando ya era casi de noche. Muerto de cansancio. Al principio me dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo, pero con el correr de los días el asunto mejoró. Me cansaba menos y, encima, estaba adelgazando unos cuantos kilos, cosa que no me venía nada mal. También por esos días, creo que no lo avisé antes aunque debería haberlo hecho, había terminado una relación sentimental y estar más flaco sin duda me ayudaría a encontrar una nueva niña con la que intentar ser feliz apenas concluir con la pintura del PH.
Y al llegar a este punto tan álgido de mis recuerdos del verano pasado, sospecho que un segundo proverbio hindú no le quedaría nada mal a esta crónica, casi que se cae de maduro: Si vas a cometer errores, hazlo de a uno por vez, cuídate mucho de no cometerlos todos juntos.
Porque reconozco que aunque aquel amor no diera para más, me hubiera ayudado un montón tener un amable hombro femenino en donde poder descargar mis lágrimas de padre abandonado. Pero, bueno, ya no tenía ese hombro. Sólo tenía los tarros de pintura y los pinceles y el rodillo. Y mis ganas de no pensar en otra cosa que no fuera lo que estaba haciendo. De no pensar en que mi pequeño hijo me había dejado para siempre. Me aboqué de lleno a la tarea. Con fervor. Con entusiasmo. Y la supe disfrutar. Tanto que no sólo pinté la casa entera, sino que también agregué anaqueles que faltaban en las bibliotecas, después subí a la terraza, la pinté y cambié algunas maderas del sauna que estaban en muy mal estado. Compré algunas plantas nuevas y decidí mudarme de habitación y modificar la decoración.
El tema de la novedosa decoración merece un párrafo aparte.
Por diversos motivos.
En principio no la cambié, sólo la modifiqué, que no es lo mismo aunque pueda parecerlo. No tiré todo lo que tenía y coloqué en su lugar objetos nuevos, quiero decir. Nada de eso. La decoración de mi PH nunca fue excesiva, se nutre de decenas de ranas de los más diversos materiales que fui juntando amorosamente en el transcurso de los años, desde aquel día primordial en que un viejo zapoteca, en Oaxaca, me contó que le daban suerte a sus propietarios. También tengo una apreciable cantidad de cuadros con fotos de mis antepasados. Y poco más, algunas vacas que me recuerdan el campo de mi infancia, una máquina de escribir antigua, un dibujo del Quijote que me regaló Miguel Rep. La modificación, entonces, tuvo que ver con el sitio novedoso que iba a ocupar cada uno de esos objetos y no con su exterminio. Pasaron de una habitación a la otra, de la terraza a mi escritorio o viceversa y se agruparon de manera muy distinta. Y comenzaron a mirarme, y a ser miradas por mí, de un modo completamente nuevo.
Lo mismo, pero distinto.
Una gran enseñanza sobre lo que acababa de empezar en mi vida, la que me dieron las ranas y mis antepasados enseguida después de terminar con la pintura. En silencio, sin palabras graves, casi como sin querer hacerlo. Tanto fue lo que aprendí de ellos que, hacia el final del verano, la novela de Lin Jang Xian comenzó a fluir sin ningún esfuerzo y mi hijo, desde su nueva vida, me ayudó a hacer unas puertas y a construir unos muebles en el quincho de la terraza para el futuro de la mía. A modo de moraleja o de proverbio hindú quizá todavía no aceptado por la Real Academia Hindú de los Proverbios, se me ocurre uno más, bien largo, bien exhaustivo, para el final: Si no quieres que tu hijo se vaya tan pronto de tu casa, no le compres un departamento al pozo y, si igual lo haces porque todos nos equivocamos y además haces otras cosas que tampoco te ayudarán a soportar la pérdida en ese mismísimo momento, al menos ten a mano un PH que necesite unos cuantos litros de pintura y, sobre todo, alguna sencilla modificación en su decoración.
Licenciado en Letras, fue distinguido por “Más liviano que aire”. También es autor de “Las madres no les decimos esas cosas a las hijas” (2012) y del ensayo “Una lectura del Quijote”
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